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– No comprendo, maestro -dijo Juan, ruborizándose.

– Comprenderás cuando seas viejo, cuando vayas a vivir como un asceta en una isla, los cielos se abran sobre ti y tu cabeza llamee, Juan, hijo del Rayo -respondió Jesús, acariciando los cabellos de su amado compañero.

Calló. Aquélla era la primera vez que veía claramente qué era el rayo de Dios: un hacha llameante a los pies de Dios, de la cual estaban suspendidos la tempestad, el viento, la nube, el agua, toda la tierra. Durante años había vivido con los hombres, con las Santas Escrituras, pero nadie le había revelado el terrible secreto. Que el relámpago es el hijo de Dios, el Mesías. Era el Mesías el que iba a purificar la tierra.

– Compañeros de lucha -dijo, y por un instante Pedro vio en la oscuridad dos llamas que brotaban de su frente, semejantes a cuernos-, compañeros, he ido al desierto, como sabéis, para buscar a Dios. Sentía hambre, sentía sed, sufría fiebre y estaba sentado en una piedra con el cuerpo encogido; pedía a gritos a Dios que apareciera. Los demonios se abatían sobre mí como olas, como un mar, se rompían lanzando espuma y volvían a irse por donde habían venido. Primero se presentaron los demonios del cuerpo, y luego los del espíritu y del corazón. Pero yo tenía a Dios como un escudo de bronce y en la arena que me rodeaba quedaron esparcidos restos de uñas, de dientes y de cuerpos. Entonces oí una gran voz: «¡Levántate, empuña el hacha que te dejó el Precursor y golpea!»

– ¿Nadie se salvará? -preguntó Pedro, pero Jesús no le oyó.

– Repentinamente sentí un peso en la mano, como si alguien hubiera puesto un hacha en mi puño. Me levanté y oí de nuevo la voz: «Hijo del carpintero, llega un nuevo diluvio, aunque no ya de agua sino de fuego. Fabrica una nueva Arca, escoge a los hombres justos y hazlos entrar en ella.» La selección ha comenzado, compañeros. El Arca está lista y la puerta aún abierta. ¡Entrad!

Los compañeros se agitaron y se acercaron arrastrándose a Jesús, como si él fuera el Arca.

– Y oí nuevamente la voz: «Hijo de David, cuando las llamas se extingan y el Arca eche anclas ante la nueva Jerusalén, ¡subirás al trono de tus antepasados y gobernarás a los hombres! La antigua Tierra habrá desaparecido, el cielo habrá desaparecido. Un cielo nuevo se desplegará sobre las cabezas de los justos, y las estrellas resplandecerán con un brillo siete veces más intenso. Los ojos de los hombres fulgurarán también con un brillo siete veces más intenso.»

– Maestro -dijo Pedro-, ¡que no muramos antes de ver ese día y de sentarnos, nosotros que luchamos contigo, a la izquierda y la derecha de tu trono!

Pero Jesús no lo oyó. Estaba sumergido en la visión inflamada del desierto y prosiguió:

– Y oí por última vez la voz: «¡Hijo de Dios, recibe mi bendición!»

«¡Hijo de Dios! ¡Hijo de Dios!», gritaron todos en el fondo de sus seres, pero ninguno se atrevió a abrir la boca.

Todas las estrellas aparecieron en el firmamento; aquella noche descendieron y quedaron suspendidas entre el cielo y los hombres.

– Y ahora, maestro -preguntó Andrés-, ¿cuál será nuestro primer combate?

– Dios -respondió Jesús- tomó tierra de Nazaret para formar mi cuerpo. Mi deber consiste, pues, en luchar primero en Nazaret. Es allí donde mi cuerpo debe comenzar a transformarse en espíritu.

– Luego lucharemos en Cafarnaum -dijo Santiago- para salvar a nuestros padres.

– Y luego en Magdala -propuso Andrés- para llevar a la pobre Magdalena al Arca.

– ¡Y luego en el mundo entero! -exclamó Juan, extendiendo los brazos hacia oriente y occidente.

Pedro se echó a reír y dijo:

– Yo pienso en nuestra barriga. ¿Qué comeremos en el Arca? Propongo que sólo llevemos animales comestibles. ¿Qué necesidad tenemos, pregunto, de leones y mosquitos?

Tenía hambre y sus pensamientos se dirigían a las vituallas. Todos se echaron a reír.

– Sólo piensas en la comida -le dijo brutalmente Santiago-. Pero te advierto que estamos hablando de la salvación del mundo.

– Todos vosotros -replicó Pedro- no hacéis más que pensar en la comida, aunque no queréis admitirlo. Pero yo digo siempre lo que pienso, sea bueno o malo. Mi espíritu da vueltas y yo doy vueltas con él, por eso las malas lenguas me llaman veleta. ¿No tengo razón, maestro?

El rostro de Jesús se suavizó y sonrió. Recordó una vieja historia y dijo:

– Había una vez un rabino empeñado en encontrar a un hombre que tocara la trompeta a la perfección para llamar a los fieles a la sinagoga. Entonces mandó hacer una proclama: que se presentaran todos los buenos trompetistas para demostrar su habilidad ante el rabino, quien elegiría al mejor. Se presentaron cinco. Cada uno de ellos tomó la trompeta y la hizo sonar. Cuando finalizaron, el rabino les preguntó, uno por uno: «¿En qué piensas, hijo mío, cuando tocas la trompeta?» Uno de ellos respondió: «Pienso en Dios.» Otro: «Pienso en la salvación de Israel.» Otro: «En los pobres que tiene hambre…» Otro: «En las viudas y en los huérfanos…» El más miserable del grupo permanecía en un rincón, tras los otros, sin decir nada. «Y tú, hijo mío, ¿en qué piensas cuando tocas la trompeta?» -le preguntó el rabino. «Anciano -le respondió enrojeciendo-, soy pobre e ignorante, tengo cuatro hijas y no puedo darles dote para que se casen como las demás muchachas. Así que, cuando toco la trompeta pienso: Dios mío, tú ves que me afano y me aflijo por ti. ¡Te ruego que envíes cuatro novios para mis desdichadas hijas!» «¡Recibe mi bendición! -dijo el rabino-. ¡Te elijo a ti!»

Jesús se volvió a Pedro y le dijo riendo:

– Recibe mi bendición, Pedro. Te elijo a ti. Piensas en comer y hablas de comer; piensas en Dios y hablas de Dios. ¡Eres leal! Por eso te llaman veleta y molino de viento. Pero yo te elijo a ti: eres un molino de viento y molerás el trigo que se transformará en pan para dar de comer a los hombres.

Tenían un trozo de pan. Jesús lo tomó y lo repartió. La parte que correspondía a cada cual no era más que un bocado, pero como el maestro lo había bendecido, con él saciaron su apetito. Luego se echaron en tierra, hombro contra hombro, y se durmieron.

De noche todo duerme, reposarse agranda, tanto las piedras como las aguas y las almas. Por la mañana, cuando se despertaron los compañeros, sus almas se habían desplegado, habían invadido todo su cuerpo y lo habían llenado de alegría y de seguridad.

Se pusieron en marcha antes de despuntar el día; el aire era fresco, amontonábanse las nubes y el cielo se convirtió en un cielo de otoño. Una bandada de grullas pasó volando lentamente y arrastrando a las golondrinas hacia el sur. Los compañeros avanzaban deprisa, y el cielo y la tierra se habían reunido en su corazón; la piedra más humilde resplandecía, habitada por Dios.

Jesús iba adelante, solo. Su espíritu estaba preocupado y se entregaba a la misericordia de Dios. Sabía que había quemado sus naves y que ya no podía retroceder. Su destino marchaba delante de él, él lo seguía y estaba dispuesto a hacer cuanto Dios decidiera. ¿Su destino? De pronto volvió a oír las pisadas misteriosas que le habían seguido durante tanto tiempo, implacables. Aguzó el oído. Aquellos pasos era rápidos, pesados, decididos, pero ahora ya no caminaban detrás de él sino delante, señalándole el camino… «Mejor -pensó-, mejor… Ahora no podré extraviarme…»

Se regocijó y alargó el paso. Le pareció que las pisadas se apresuraban y él se apresuró a su vez. Avanzaba tropezando con las piedras, saltando los pozos. Corría. «¡Vamos! ¡Vamos!» murmuraba al guía invisible y continuaba caminando. De pronto lanzó un grito. Sintió terribles dolores en las manos y en los pies como si se los traspasaran con clavos. Se dejó caer en una piedra; perlas frías de sudor bañaban su frente… Durante algunos instantes su espíritu vaciló. La tierra se abrió bajo sus pies y ante él se desplegó un mar negro, salvaje y desierto. Sólo navegaba allí una barquita roja con las velas hinchadas… Jesús la miraba, la miraba y sonreía. «Es mi corazón -murmuró-, es mi corazón…» Había recobrado la confianza y sus dolores se calmaban; cuando llegaron los discípulos le hallaron sentado tranquilamente en la piedra, sonriente.