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– ¡Fuera de la aldea! ¡Fuera de la aldea! ¡De modo que el hijo de María viene a salvarnos! -El pueblo comenzó a abuchearlo entre grandes risotadas. Algunos se agacharon y cogieron piedras.

Desde el extremo de la plaza llegó corriendo Felipe, el pastor. Había oído decir que sus amigos habían llegado y venía a buscarlos. Mostraba los ojos hinchados y completamente enrojecidos, como si hubiera llorado mucho, y las mejillas hundidas. El mismo día en que se había despedido, a Orillas del lago, de Jesús y sus compañeros y les había gritado riendo: «No voy con vosotros. Tengo ovejas, ¿cómo voy a abandonarlas?», un grupo de bandidos había bajado del Líbano y se las había robado. Sólo le quedaba el cayado. Siempre lo llevaba consigo y recorría como un rey destronado las aldeas y las montañas, buscando aún sus ovejas. Blasfemaba y amenazaba, afilaba un gran puñal y decía que partiría para el Líbano. Pero cuando se quedaba solo de noche, lloraba. Ahora corría para reunirse con sus viejos amigos, contarles sus penas e invitarles a que fueran todos juntos al Líbano. Oyó las risas y los gritos.

– ¿Qué ocurre? -murmuró-. ¿Por qué se ríen?

Se acercó. Jesús se había enfurecido y decía:

– ¿Por qué reís? ¿Por qué recogéis piedras para arrojarlas al Hijo del hombre? ¿Por qué estáis orgullosos de vuestras casas, de vuestro olivos y de vuestras viñas? ¡No son más que cenizas! ¡Cenizas! ¡Y vuestros hijos y vuestras hijas no son más que cenizas! ¡Las llamas se precipitarán como poderosos bandidos desde la cumbre de las montañas para robaros las ovejas!

«¿Qué bandidos, qué ovejas? ¿Y qué son esas llamas que nos anuncia?», murmuró Felipe, que escuchaba con la barbilla apoyada en el bastón.

Jesús hablaba; continuaba llegando gente sin cesar desde los barrios pobres. Habían oído decir que había aparecido un nuevo profeta, que redimía a los pobres, y habían acudido. Al parecer, tenía en una mano el fuego del cielo, para quemar a los ricos, y en la otra una balanza para distribuir sus bienes entre los menesterosos. Era un nuevo Moisés que traía una Ley nueva y más justa. Le escuchaban hechizados. ¡Había llegado, estaba allí el reino de los pobres! Y cuando Jesús volvió a despegar los labios, cuatro brazos cayeron sobre él, lo asieron, lo bajaron de la piedra y una gruesa soga se arrolló prestamente a su cuerpo. Jesús se volvió y vio a sus hermanos, los hijos de José: el cojo Simón y el beato Santiago.

– ¡A casa! ¡A casa, poseso! -le gritaban y lo arrastraban con furia.

– No tengo casa, dejadme. ¡Esta es mi casa y estos son mis hermanos! -exclamó Jesús, señalando a la multitud.

– ¡A casa! ¡A casa! -exclamaban a su vez los ricos, riendo. Uno de ellos alzó la mano y lanzó la piedra que empuñaba; el proyectil dio en la frente de Jesús, de la que manaron algunas gotas de sangre. El viejo jorobado se echó a gritar:

– ¡Muera! ¡Muera! Es brujo; hace sortilegios. ¡Conjura al fuego a que venga a quemarnos… y el fuego vendrá!

– ¡Muera! ¡Muera! -Ahora los gritos se alzaban desde todas partes. Intervino Pedro:

– ¡Es una vergüenza! -gritó-. ¿Qué os ha hecho? ¡Es inocente!

Un mocetón se arrojó sobre éclass="underline"

– ¡Y tú también! Me parece que viniste con él, ¿no es cierto? -gritó, al tiempo que lo cogía por el pescuezo.

– ¡No! ¡No! -aulló Pedro- ¡No, no vine con él! -Esforzábase por desasirse de la mano que lo aferraba.

Los otros tres compañeros de Jesús estaban confundidos y no sabían qué hacer. Santiago y Andrés calculaban sus fuerzas y los ojos de Juan se habían arrasado de lágrimas. Pero Judas se abrió camino con los codos entre la multitud, liberó al maestro de los dos hermanos enfurecidos y desenrolló la soga.

– ¡Idos! -les gritó-. ¡Ahora os la veis conmigo! ¡Fuera!

– ¡Ve a tu país a dar órdenes! -rugió el cojo Simón.

– ¡Doy órdenes en todas partes donde estoy, tullido! ¡Para eso tengo buenos brazos! -Se volvió hacia los cuatro discípulos y les dijo-: ¿No tenéis vergüenza? Ya habéis renegado de él. ¡Adelante, rodeémosle! ¡Que nadie lo toque!

Los cuatro discípulos se avergonzaron y los pobres y andrajosos intervinieron a su vez:

– ¡Estamos con vosotros, hermanos! -exclamaron-. ¡Los venceremos!

– ¡Yo también estoy con vosotros! -dijo una voz salvaje, la de Felipe, que hacía girar el bastón y apartaba a la multitud para abrirse paso-. ¡Me uno a vosotros, hermanos!

– ¡Eres bienvenido, Felipe! -le respondió el pelirrojo-. ¡Ven con nosotros! Los pobres y oprimidos debemos unirnos.

Al ver a los pobres de la aldea alzar la cabeza, los ricos se enfurecieron. «El hijo de María quiere levantar a los pobres contra los ricos e invertir el orden del mundo. Al parecer, trae una nueva ley. ¡Muera! ¡Muera!»

Se enardecieron y avanzaron hacia él, unos con bastones, otros con cuchillos y otros con piedras. Los ancianos se quedaban atrás y aullaban para infundir valor a los otros. Los amigos de Jesús se atrincheraron tras los álamos y al borde de la plaza, y otros salieron al encuentro de los atacantes. Jesús avanzó hasta colocarse entre los dos campos; extendió entonces los brazos y exclamó:

– ¡Hermanos! ¡Hermanos!

Pero nadie le escuchaba. Las piedras volaban y los primeros heridos gemían.

Una mujer salió precipitadamente de una callejuela. Llevaba el rostro envuelto en un pañuelo violeta. Sólo se veían la mitad de la boca y los grandes ojos negros anegados en lágrimas.

– ¡En el nombre del cielo! -gritó con voz débil-, no le matéis.

– ¡María! -gritaron algunas voces-. ¡Su madre!

Pero los ancianos estaban muy ocupados para compadecer a la madre. Parecían perros rabiosos.

– ¡Muera! ¡Muera! -rugían-. Intenta soliviantar al pueblo;

fomenta una revolución para repartir nuestros bienes entre los andrajosos. ¡Muera!

Los dos bandos se habían trabado ahora en una lucha cuerpo a cuerpo. Los dos hijos de José rodaban por tierra y gritaban. Santiago había cogido una piedra y les había hendido el cráneo. Judas había desenvainado el puñal y, delante de Jesús, impedía que se le acercaran. Felipe había pensado en sus ovejas, su mirada se había ensombrecido y descargaba ahora el bastón sobre los cráneos como un loco furioso.

– ¡En el nombre del cielo! -repitió la voz de María-. ¡Está enfermo! ¡Su cerebro se perturbó, tened piedad de él!

Pero su voz se perdía. Judas había asido al mocetón más robusto y ya iba a degollarlo con el puñal cuando Jesús frenó su brazo:

– ¡Hermano Judas! -exclamó-. ¡No derrames sangre! ¡No derrames sangre!

– ¿Y qué quieres que derrame? ¿Agua? -dijo el pelirrojo, furioso-. Empuñas el hacha, ¿o la olvidaste? ¡Ha llegado la hora!

El propio Pedro, irritado por el golpe que había recibido, cogió una gran piedra y se arrojó sobre los ancianos. María se acercó a su hijo en medio de la riña. Lo tomó de la mano y le dijo:

– Hijo mío, ¿qué te ocurre? ¿Cómo has llegado a esto? Ven a casa para lavarte, cambiar de vestiduras y ponerte tus sandalias. Te has ensuciado, hijo mío.

– No tengo casa -dijo-. No tengo madre. ¿Quién eres?

La madre estalló en sollozos y se clavó las uñas en las mejillas; nada dijo. Pedro lanzó la enorme piedra, la cual cayó en el pie del viejo jorobado y lo aplastó; el herido aulló de dolor y se arrastró cojeando por las calles hasta la casa del rabino. En aquel instante hacía su aparición el rabino, jadeante. Había oído el tumulto y había abandonado precipitadamente las Santas Escrituras, en las que estaba sumergido hasta el cuello intentando desentrañar la voluntad de Dios a través de las letras y las sílabas. Apenas oyera el ruido de la batalla, había empuñado el cayado sacerdotal y había corrido para enterarse de qué se trataba. En el camino se había encontrado algunos heridos que le habían puesto al corriente de todo. Apartó a la multitud y llegó ante el hijo de María.