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Mamá había arrojado un edredón, dos almohadas y un juego de sábanas sobre el sofá y ya se había ido a la cama, para que nos quedara claro que nos habíamos entretenido demasiado fuera. Ella y papá se habían mudado a nuestro antiguo dormitorio; la habitación de las chicas había sido transformada en un cuarto de baño en los años ochenta, a juzgar por los bonitos artículos de baño de color verde aguacate. Mientras Kevin se lavaba salí al descansillo (mi madre tiene el oído afilado como un murciélago) y telefoneé a Olivia. Eran más de las once.

– Está dormida -dijo Olivia- y muy decepcionada.

– Ya lo sé. Simplemente quería darte las gracias otra vez. ¿Te he hundido la cita por completo?

– Por supuesto. ¿Qué pensabas que ocurriría? ¿Que en el Coterie sacarían otra silla y Holly podría debatir la lista de los premios Booker con nosotros mientras degustábamos un salmón en croute?

– Me quedan algunos asuntos por resolver aquí mañana, pero intentaré pasar a recogerla antes de la hora de cenar. Quizá Dermot y tú podáis reprogramar vuestra cita.

Suspiró.

– ¿Qué sucede? ¿Están todos bien?

– Aún no estoy seguro -contesté-. Estoy intentando averiguarlo. Mañana debería tener una idea más precisa.

Silencio. Pensé que Liv estaba molesta conmigo por no soltar prenda, pero entonces dijo:

– ¿Y tú, Frank? ¿Estás bien?

Su voz se había suavizado. Lo último que yo necesitaba aquella noche era que Olivia se mostrase comprensiva conmigo. Meció mis huesos como el agua, tranquilizadora y traidora.

– Nunca he estado mejor -contesté-. Tengo que dejarte. Dale un beso a Holly de mi parte cuando se despierte. Te llamaré mañana.

Kevin y yo montamos el sofá-cama y nos tumbamos con la cabeza a los pies, como si fuéramos un par de fiesteros que se hubieran desplomado tras una noche salvaje en lugar de dos críos pequeños compartiendo cama. Allí yacimos tumbados, bajo los tenues estampados que dibujaba la luz al penetrar a través de los visillos, escuchando la respiración del otro. En el rincón, la estatua del Sagrado Corazón de mamá resplandecía en un color rojo chillón. Imaginé la cara que pondría Olivia si alguna vez viera aquel espanto.

– Me alegro de verte, ¿sabes? -susurró Kevin transcurrido un rato.

La sombra le ocultaba el rostro; lo único que le veía eran las manos sobre el edredón, frotándose con ademán ausente un nudillo con el dedo gordo.

– Yo también -contesté-. Tienes buen aspecto. Me cuesta creer que te hayas hecho más alto que yo.

Un resoplido y una carcajada.

– Aun así, no me gustaría tener que enfrentarme a ti.

Yo también reí.

– Y haces bien. Últimamente me he especializado en los combates cuerpo a cuerpo.

– ¿De verdad?

– No. En realidad soy un experto en burocracia y en meterme en jaleos.

Kevin se recostó sobre un lado para poder mirarme y apoyó la cabeza en el brazo.

– ¿Puedo preguntarte algo? ¿Por qué te hiciste policía?

Existe un motivo para que los policías como yo no sean destinados a sus lugares de origen. Si nos ponemos técnicos, todo el mundo con quien me he criado probablemente sea un delincuente de poca monta, en uno u otro sentido, y no por maldad, sino porque es la única manera que tienen de salir adelante. La mitad de los habitantes de Faithful Place estaban en el paro y todos ellos operaban en el mercado negro, sobre todo cuando se aproximaba el inicio del año escolar y había que comprar libros y uniformes a los críos. Un invierno en que Kevin y Jackie tuvieron bronquitis, Carmel traía a casa carne del Dunne's, el supermercado donde trabajaba, para ayudarlos a recobrar las fuerzas; nunca nadie preguntó cómo la pagaba. A los siete años de edad yo ya sabía cómo trucar el contador del gas para que mi madre pudiera preparar la cena. Ningún asesor sobre salidas profesionales en la escuela habría apostado nunca que yo acabaría convirtiéndome en agente de policía.

– Sonaba emocionante -aclaré-. Tan sencillo como eso. Cobrar a cambio de vivir algo de acción; ¿qué hay de malo en eso?

– ¿Y lo es? ¿Es emocionante?

– A veces.

Kevin me observaba expectante.

– Papá se quedó destrozado cuando Jackie nos lo dijo -me confesó al fin.

Mi padre había empezado a trabajar como yesero, pero para cuando nosotros nacimos era ya un alcohólico a tiempo completo con una actividad complementaria a media jornada vendiendo artículos que se caían de las cajas de los camiones. Creo que habría preferido que me hubiera convertido en un chapero o en un gigoló.

– Ya, me lo imagino -repliqué-. No me sorprende. Pero dime algo. ¿Qué ocurrió el día después de que me marchara?

Kevin se tumbó de espaldas y enlazó las manos bajo la cabeza.

– ¿Nunca se lo has preguntado a Jackie?

– Jackie tenía nueve años. No está segura de qué recuerda y qué ha imaginado. Dice que un médico con bata blanca se llevó a la señora Daly y cosas por el estilo.

– No hubo ningún médico -refutó Kevin-. Al menos, yo no vi a ninguno. -Tenía la vista clavada en el techo. La luz de la farola que se filtraba a través de la ventana hacía que sus ojos refulgieran como el agua oscura-. Recuerdo a Rosie -continuó-. Sé que sólo era un niño… pero la recuerdo perfectamente, ¿sabes? Su cabello, su risa y su forma de caminar… Era guapísima.

– Sí que lo era -convine yo.

En aquel entonces, Dublín era una ciudad de tonos grises, marrones y beis, y Rosie era un estallido de vivos colores, con su catarata de rizos cobrizos hasta la cintura, sus ojos como fragmentos de vidrio verde sostenido a contraluz, su boca roja, su piel blanca y sus pecas doradas. La mitad de los chicos de Liberties estaban colgados por Rosie Daly y lo que la hacía aún más atractiva es que a ella le daba igual; nada de ello la hacía sentir especial. Tenía unas curvas de vértigo y las llevaba con la misma tranquilidad con las que se enfundaba sus vaqueros remendados.

Hablaré de Rosie, de la Rosie que vivió en un tiempo en que las monjas habían convencido a muchachas la mitad de guapas que ella de que sus cuerpos eran un cruce entre una fosa séptica y una caja fuerte y de que los chicos eran todos unos pervertidos. Una tarde de verano, cuando teníamos unos doce años de edad, antes de que nos diéramos cuenta de que estábamos enamorados, los dos jugamos al «te enseño lo mío si me enseñas lo tuyo». Lo más cerca que yo había estado antes de ver a una mujer desnuda había sido asomándome a algún escote en fotografías en blanco y negro. Y entonces Rosie arrojó su ropa a un rincón, como si le estorbara y giró sobre sí misma bajo la pálida luz del número dieciséis, con los brazos en alto, luminosa, riendo, lo bastante cerca como para rozarla. Sólo de pensarlo se me corta la respiración. Yo era demasiado niño para saber qué quería hacer con ella; no sabía nada de la vida, pero ni la Mona Lisa atravesando el Gran Cañón del Colorado con el Santo Grial en una mano y un boleto ganador de la lotería en la otra me habría parecido tan bella como Rosie en aquel instante.

Kevin dijo en voz baja, mirando al cielo:

– Al principio ni siquiera pensamos que ocurriera nada. Shay y yo nos dimos cuenta de que no te habías levantado (obviamente), pero simplemente pensamos que habrías salido a algún sitio. Luego, mientras estábamos desayunando, la señora Daly entró hecha un basilisco buscándote. Cuando le dijimos que no estabas en casa estuvo a punto de darle una trombosis: Rosie se había llevado todas sus cosas y la señora Daly gritaba que te habías escapado con ella o que la habías secuestrado, la verdad es que no lo recuerdo bien. Papá empezó a chillarle mientras mamá intentaba que bajaran la voz a toda costa antes de que se enteraran los vecinos…

– Vaya panorama… -observé.

La señora Daly es una versión anfetamínica de mi madre.