Holly desenredó con cuidado una hebra de lana roja de la manga de su rebeca, la estiró entre sus dedos y la examinó. Por un segundo pensé que iba a contestarme, pero lo que hizo fue preguntarme:
– ¿Cómo era Rosie?
– Era valiente. Y cabezona. Y muy divertida. -No estaba seguro de adonde nos encaminábamos, pero Holly me observaba de soslayo, con atención, interesada. La luz amarillenta y mustia de las farolas imprimía a sus ojos un tono más oscuro que hacía que resultaran más complejos de interpretar-. Le gustaban la música, las aventuras y las joyas. Y quería mucho a sus amigas. Era la persona con los planes más fantásticos que yo conocía. Y cuando algo le importaba, no se rendía por nada en el mundo. Creo que te habría caído bien.
– Pues yo creo que no.
– Me creas o no, cielo, estoy seguro de que sí. Y a ella le habrías caído bien tú.
– ¿La querías más que a mamá?
Ah.
– No -contesté, y lo hice de una forma tan limpia y tan automática que ni siquiera estuve seguro de si mentía-. La quería de otra manera. Más no. La quería de un modo distinto.
Holly dejó vagar la vista al otro lado de la ventanilla, mientras se enroscaba la hebra de lana alrededor de los dedos y meditaba mis palabras. No quise interrumpirla.
En la esquina de la calle, una tropa de críos poco mayores que ella se daban empellones contra una pared, gruñían y cotorreaban como monos. Divisé el destello de un cigarrillo y el brillo metálico de las latas de cerveza.
Al fin, Holly preguntó, con voz tensa y uniforme:
– ¿Mató el tío Shay a Rosie?
– No lo sé -contesté-. No soy yo quien debe determinarlo, ni tú tampoco. Deben decidirlo un juez y un jurado.
Procuraba hacerla sentir mejor, pero apretó los puños y se golpeó con ellos las rodillas.
– Papi, no, no es a eso a lo que me refiero. ¡No me importa lo que nadie decida! Lo que pregunto es si la mató de verdad.
– Sí -respondí-. Estoy casi convencido de que sí.
Otro silencio, esta vez más prolongado. Los monos de la pared habían pasado a aplastarse patatas fritas de bolsa en la cara los unos a los otros entre gritos de aliento. Holly, aún con el mismo hilillo de voz, añadió:
– Si le cuento a Stephen lo que hablamos el tío Shay y yo…
– ¿Sí?
– ¿Qué pasará entonces?
– No lo sé -contesté-. Tendremos que esperar a averiguarlo.
– ¿Irá el tío Shay a la cárcel?
– Podría ser. Depende.
– ¿De mí?
– En parte sí. Pero en parte de muchas otras personas también.
Le flaqueó la voz, sólo un poco.
– Pero a mí nunca me ha hecho nada malo. Me ayuda a hacer los deberes y nos enseñó a Donna y a mí a hacer sombras con las manos. Y me deja darle sorbitos a su café.
– Ya lo sé, cielo. Ha sido buen tío contigo, y eso es importante. Pero también ha hecho otras cosas.
– Pero yo no quiero que lo metan en la cárcel por mi culpa.
Busqué su mirada.
– Cielo, escúchame. Lo que suceda ahora no será culpa tuya. Lo que el tío Shay hiciera en el pasado, lo hizo él. No tú.
– Pero se enfadará conmigo. Y la abuela también, y Donna y la tía Jackie. Todos me odiarán por decirlo.
El temblor de su voz se estaba tornando por momentos más acusado.
– Claro que se pondrán tristes. Y es posible que se enfaden contigo un tiempo, pero sólo al principio. Aun así, aunque eso ocurra, acabará pasándoseles. Todos sabrán que no es culpa tuya, tal como yo lo sé.
– Tú no lo sabes seguro. Podrían odiarme para siempre. No puedes prometérmelo.
Tenía un borde blanco alrededor de los ojos, como un animalillo atrapado. Deseé haber golpeado a Shay mucho más fuerte cuando aún estaba a tiempo.
– No -repliqué-. No puedo.
Holly dio una patada con ambos pies en el respaldo del asiento del copiloto.
– ¡No quiero que pase esto! ¡Quiero que todo el mundo se vaya y me deje en paz! ¡Ojalá nunca hubiera visto esa estúpida nota!
Otra patada que desplazó el asiento hacia delante. Por mí como si destrozaba el coche a puntapiés, si eso la hacía sentir mejor, pero, si seguía golpeando con esa fuerza, iba a acabar haciéndose daño. Me di la vuelta, rápidamente, y coloqué un brazo entre sus pies y el respaldo del asiento. Emitió un gruñido salvaje de impotencia y se revolvió con furia, mientras intentaba dar otra patada sin golpearme a mí, pero la agarré por los tobillos y se los aguanté.
– Ya lo sé, amor mío, ya lo sé. Yo tampoco quiero vivir nada de esto, pero no podemos evitarlo. Y ojalá pudiera asegurarte que todo saldrá bien una vez cuentes la verdad, pero no puedo. Ni siquiera puedo prometerte que vayas a sentirte mejor; es posible que sí, pero también lo es que incluso acabes sintiéndote peor. Lo único que puedo decirte es que es necesario hacerlo, sea como sea. Algunas cosas en la vida no son «opcionales».
Holly se había dejado caer de nuevo en su silla alzadora. Respiró hondo e intentó decir algo, pero, en su lugar, se tapó la boca con la mano y rompió a llorar.
Estuve a punto de salir del coche y subirme a la parte trasera para estrecharla entre mis brazos. Entonces me di cuenta de algo: había dejado de ser una niña que aúlla a la espera de que su papi la meza entre los brazos y le diga que lo arreglará todo. Habíamos rebasado ese punto, había quedado atrás en algún lugar de Faithful Place.
Así que lo que hice fue alargar el brazo para asir su mano libre. Se aferró a mí como, si se estuviera cayendo. Así permanecimos sentados durante un largo rato, Holly con la cabeza apoyada en la ventanilla y temblando con todo el cuerpo con aquellos inmensos sollozos silenciosos. Oí voces de hombres a nuestra espalda intercambiando comentarios toscos y luego puertas de coche dando portazos y luego a Stephen conduciendo lejos de allí.
Ninguno de los dos teníamos hambre. Pese a ello, obligué a Holly a comerse un cruasán relleno de un queso de aspecto radiactivo que compramos en un supermercado de camino, más por mi salud que por la suya. Luego la llevé de regreso a casa de Olivia.
Aparqué delante de la casa y volví la cabeza para mirar a Holly. Iba chupeteándose un mechón de cabello mientras miraba por la ventana con grandes ojos soñadores y perdidos, como si la fatiga y la sobrecarga emocional la hubieran sumido en un trance. En algún momento del trayecto había sacado a Clara de la mochila.
– No has acabado tus deberes de matemáticas. ¿Crees que la señorita O'Donnell se enfadará contigo?
Por un segundo, Holly pareció haber olvidado quién era la señorita O'Donnell.
– Me da igual. Es tonta.
– Seguro que sí. Pero no hay razón para que escuches sus tonterías por algo tan simple, con todo lo que ha sucedido. ¿Dónde tienes el cuaderno?
Lo sacó de la mochila, a cámara lenta, y me lo entregó. Busqué la primera página en blanco y escribí: «Querida señorita O'Donnell, le ruego que disculpe a Holly por no haber acabado sus deberes de matemáticas. No ha pasado un buen fin de semana. Si hay algún problema, no dude en telefonearme. Muchas gracias. Frank Mackey». En la página opuesta vi la caligrafía redonda y esmerada de Holly: «Si Desmond tiene 342 piezas de fruta…».
– Ten -le dije, devolviéndole el cuaderno-. Si te echa bronca, le das mi número de teléfono y yo le diré que te deje en paz. ¿Vale?
– Sí. Gracias, papi.
– Tu madre tiene que saber lo que ha pasado. Déjame que sea yo quien se lo explique.
Holly asintió con la cabeza. Guardó el cuaderno, pero se quedó donde estaba, abriéndose y cerrándose el cinturón de seguridad de manera mecánica.
– ¿Qué te preocupa, cielo?
– Tú y la abuela habéis sido malos el uno con el otro.
– Sí. Es verdad.
– ¿Por qué?
– No deberíamos haberlo hecho. Pero de vez en cuando sencillamente nos sacamos de las casillas mutuamente. No hay nadie en el mundo capaz de volverte tan loco como tu familia.