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– Estoy estudiando para ser secretaria jurídica. ¿Le parece correcto?

– Me parece fantástico -contesté-. Felicidades.

– Gracias. Pero ¿tengo aspecto de que me importe lo que usted piense de mí?

– Tal como ya te he dicho, en su día le tuve mucho cariño a tu madre. Me gusta saber que tiene una hija que la cuida y de la que puede sentirse orgullosa. Y ahora, pórtate bien, y llévale el puñetero televisor.

Abrí el maletero. Isabelle rodeó el coche y, desde la distancia, por si acaso tenía intenciones de empujarla en su interior y venderla al mercado de trata de blancas, echó un vistazo.

– No está mal -opinó.

– Perdona, es el pináculo de la tecnología moderna. ¿Quieres que lo lleve yo a tu casa o prefieres llamar a una amiga para que te eche una mano.

– No lo queremos -se reiteró-. ¿Qué parte no entiende?

– Escucha -la corté-. Este trasto me ha costado una pasta gansa. No es robado, no tiene ántrax y el Gobierno no puede vigilaros a través de la pantalla. De manera que ¿dónde está el problema? ¿O es que te asusta que, como viene de un poli, tenga piojos?

Isabelle me miró como si se preguntara cómo me las ingeniaba para ponerme bien los calzoncillos por la mañana.

– Usted ha delatado a su hermano.

Así que ésas teníamos… Me había vuelto a comportar como un gilipollas al pensar que esa información no llegaría al dominio público. Por mucho que Shay hubiera mantenido la boca cerrada, estaba la red local de percepción extrasensorial y, en el caso de que ésa también hubiera estado apagada el día en cuestión, nada podía detener a Scorcher de insinuar una pequeñísima pista durante uno de sus interrogatorios en profundidad. Las Tierney habrían aceptado de buen grado un televisor que se hubiera caído de un camión, incluso habrían aceptado un regalo de Deco, el amable camello del barrio, de haber considerado éste que se lo debía por la razón que fuera, pero no querían tener nada que ver con tipos de mi calaña. Si hubiera disparado a Shay en defensa propia, Isabelle Tierney, los espectadores fascinados y hasta la última alma con vida de Liberties no habrían tenido ningún problema. Podría haberlo enviado a cuidados intensivos, quizás incluso al cementerio de Glasnevin, y haberme pasado las siguientes semanas recopilando muestras de asentimiento con la cabeza y palmaditas de felicitación en la espalda; pero nada de lo que Shay hubiera hecho era una excusa suficiente para delatar a tu propio hermano.

Isabelle echó un vistazo alrededor para asegurarse de que había gente cerca que podría acudir en su rescate antes de decir en tono amable y lo bastante alto para que todo el mundo la oyera bien:

– ¡Métase esa tele por el culo!

Dio un salto hacia atrás, veloz y ágil como un gato, por si me abalanzaba sobre ella. Luego me enseñó el dedo para asegurarse de que a nadie se le escapaba el mensaje, giró sobre sus tacones de aguja y se marchó muy ofendida por Hallows Lane. La observé mientras buscaba las llaves, se desvanecía entre la colmena de ladrillo viejo, cortinas de ganchillo y ojos expectantes, y cerraba la puerta de un portazo a sus espaldas.

Esa noche empezó a nevar.

Dejé el televisor a la entrada de Hallows Lane para que lo robara el siguiente cliente de Deco, regresé a casa en coche y salí a dar un paseo. Me encontraba ya cerca de Kilmainham Gaol cuando cayeron sobre mí los primeros copos perfectos y silenciosos. Una vez desatada, la tormenta no amainó. La nieve se deshacía en cuanto entraba en contacto con el suelo, pero en Dublín hay años en los que no nieva y a las afueras del Hospital James se había congregado una pandilla de estudiantes atolondrados: jugaban a lanzarse bolas que formaban con la nieve acumulada sobre los coches detenidos en los semáforos y a esconderse tras transeúntes inocentes, con las narices rojas y muertos de risa, ajenos a los yuppies indignados que regresaban a sus casas enfurruñados tras salir del despacho. Después, las parejas se pusieron románticas y metían sus manos en los bolsillos del otro, se apretujaban e inclinaban sus cabezas para observar los copos caer describiendo círculos. Y aún más tarde, los borrachos emprendieron su vuelta a casa desde los bares con ese cuidado especial triple extra.

Me sorprendí al principio de Faithful Palace a altas horas de la madrugada. Todas las luces estaban apagadas, con la excepción de una estrella de Belén que parpadeaba en la ventana del salón de Sallie Hearne. Permanecí de pie entre las sombras, tal como lo había hecho mientras esperaba a Rosie, con las manos en los bolsillos, contemplando cómo el viento creaba gráciles espirales de copos de nieve bajo el círculo amarillo de la luz de la farola. Faithful Place parecía un lugar acogedor y pacífico sacado de una postal navideña, arropado para protegerse del invierno y soñando con cascabeles y humeantes tazas de chocolate caliente. No se oía el menor ruido en toda la calle, tan sólo el silbido de la nieve contra las paredes y las notas distantes de las campanas de la iglesia, que anunciaban los cuartos de alguna hora.

Una luz se iluminó en la puerta principal del número tres y las cortinas se abrieron: la figura en sombras de Matt Daly se recortó contra el resplandor de una lámpara de mesa. Apoyó las manos en el alféizar y observó los copos de nieve impactar contra los adoquines durante un largo rato. Luego sus hombros se alzaron y volvieron a relajarse con un profundo suspiro y cerró las cortinas. Al cabo de un momento, la luz se apagó.

Aunque no me viera, me resultó imposible caminar por Faithful Place.

Salté la tapia y entré en el jardín del número dieciséis.

Bajo mis pies crujieron la gravilla y las malas hierbas escarchadas que aún retenían la mugre en el punto en el que Kevin había muerto.

En el número ocho, las ventanas del apartamento de Shay estaban ahora oscuras y vacías. Nadie se había molestado en cerrar las cortinas.

La puerta trasera del número dieciséis abría a la negritud, crujiendo sobre las bisagras sin descanso por efecto del viento. Permanecí en pie en el umbral contemplando la tenue luz azulada de la nieve que se filtraba por el hueco de las escaleras y el vaho de mi respiración vagando en el aire helado. De haber creído en fantasmas, aquella casa habría representado la mayor decepción de mi vida; debería haber estado abarrotada de ellos, impregnando las paredes, infestando el aire, arrodillados en cada rincón, pero jamás había visto un lugar más vacío, tan vacío como para robarle el aliento a uno. Fuera lo que fuese lo que yo hubiera ido a buscar allí (Scorcher, ¡que Dios bendijera su corazoncito predecible!, presumiblemente habría sugerido cerrarla o alguna chorrada por el estilo), no estaba. Unos copos de nieve se arremolinaron sobre mi hombro, pervivieron un segundo sobre las tablas del suelo y luego se desvanecieron.

Pensé en llevarme algo de allí conmigo o en dejar algo de recuerdo, porque sí, sin ningún motivo real, pero no tenía nada que mereciera la pena dejar y no había nada que quisiera llevarme. Encontré una bolsa de patatas fritas vacía entre las malas hierbas, la doblé y la utilicé para atrancar la puerta y dejarla cerrada. Luego volví a saltar la tapia y retomé mi camino.

Tenía dieciséis años cuando toqué por primera vez a Rosie Daly en aquella estancia de la planta superior. Era un viernes por la tarde del verano: nos habíamos reunido allí toda la pandilla con un par de litronas de sidra barata, un paquete de veinte cigarrillos y otro de bombones de fresa. Éramos tan jóvenes… Zippy Hearne, Des Nolan, Ger Brophy y yo habíamos estado trabajando como peones en la construcción durante las vacaciones estivales, de manera que estábamos bronceados y musculosos, y teníamos dinero. Reíamos más alto y con más ganas, vibrábamos con esa virilidad recién descubierta y explicábamos anécdotas del trabajo, exagerándolas un poco para impresionar a las chicas. Las chicas eran Mandy Cullen, Imelda Tierney, la hermana de Des, Julie, y Rosie.

Durante meses, Rosie se había ido transformando lentamente en mi norte magnético secreto. Por las noches permanecía tumbado en la cama y la notaba a través de las paredes de ladrillo y los adoquines, arrastrándome hacia ella con la marea de sus sueños. Aquel día estar tan cerca de ella me sobrecogía tanto que me costaba respirar. Estábamos todos sentados con la espalda apoyada en la pared y yo tenía las piernas estiradas, tan cerca de Rosie que, de haberme movido sólo unos centímetros, mi pantorrilla habría rozado la suya. No me hacía falta mirarla; notaba cada uno de sus movimientos dentro de mi pieclass="underline" sabía cuándo se remetía el pelo por detrás de la oreja o cuándo se recostaba en la pared para que el sol le bañara la cara. En los momentos en que sí la miraba, se me nublaba el pensamiento.