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Yo conocía todas y cada una de aquellas voces, y cada portazo; incluso conocía el ritmo decidido de Mary Halley barriendo los escalones de delante de su casa. Si hubiera escuchado con más atención, habría detectado la voz de cada uno de los vecinos tejida en aquel aire vespertino estival y ahora podría contarles todas esas historias.

– Cuéntame. ¿Qué pasó en realidad con lo de Ger y esa viga? -me preguntó Rosie.

Me reí.

– No pienso contarte nada.

– ¿Qué más da? Pero si no era a mí a quien intentaba impresionar, sino a Julie y a Mandy. No voy a chivarme.

– ¿Me lo juras?

Sonrió y se trazó una cruz sobre el corazón con un dedo, sobre la suave piel blanca justo donde su camisa se abría.

– Te lo juro.

– Es cierto que sostuvo esa viga que se estaba cayendo. De no haberlo hecho, habría golpeado a Paddy Fearon y Paddy no habría salido por su propio pie de la obra.

– ¿Pero…?

– Estaba a punto de resbalarse de una pila que había en el patio y Ger la agarró antes de que le cayera a Paddy en el dedo del pie.

Rosie estalló en carcajadas.

– ¡Menudo oportunista! Es tan típico de él… Cuando éramos niños, debíamos de tener ocho o nueve años, Ger nos convenció a todos de que tenía diabetes y de que, si no le dábamos las galletas que nuestras madres nos habían puesto en la merienda, moriría. No ha cambiado ni un ápice, ¿verdad?

En el piso de abajo Julie gritó:

– ¡Bájame!

– Así es -contesté yo-. La diferencia estriba en que ahora no son esas galletas lo que quiere.

Rosie alzó su botella.

– Brindemos por eso.

– ¿Por qué dices que no intentaba impresionarte a ti como a las demás? -pregunté.

Rosie se encogió de hombros. Un sutilísimo rubor le tiñó las mejillas.

– Quizá porque sabe que yo no tengo ningún interés por él.

– ¿No? Yo pensaba que a todas las chicas les gustaba Ger.

Otro encogimiento de hombros.

– No es mi tipo. A mí no me gustan los tiparrones rubios.

Se me aceleró un poco más el corazón. Intenté enviarle ondas mentales de auxilio a Ger, que además me debía una, para que no dejara en el suelo a Julie y no permitiera que nadie volviera a subir… al menos durante una o dos horas, y a ser posible para siempre. Al cabo de un momento comenté:

– Ese colgante que llevas es muy bonito.

Rosie contestó.

– Me lo acabo de comprar. Es un pájaro. Mira.

Dejó la botella en el suelo y se puso de rodillas, mientras mantenía el colgante en alto con la mano para que yo lo viera. Me puse de rodillas frente a ella, sobre aquellas tablas de suelo veteadas por el sol, más cerca de lo que lo habíamos estado en años.

El colgante era un pájaro de plata con las alas extendidas y diminutas plumas de concha de abulón iridiscente. Agaché la cabeza para mirarlo. Me temblaba todo el cuerpo. Yo había flirteado con chicas antes y era fanfarrón e ingenioso; pero en aquel momento habría vendido mi alma por que se me ocurriera algo inteligente que decir. En su lugar, como si fuera un idiota, sólo me salió:

– Es muy bonito.

Alargué la mano para cogerlo y nuestros dedos se tocaron. Nos quedamos los dos helados. Estaba tan cerca de ella que podía ver esa piel blanca y tersa de la base de su cuello hinchándose con cada latido acelerado de su corazón. Y sentí unas ganas terribles de enterrar mi rostro en ella, de morderla, de lo que fuera; no tenía ni idea de lo que quería, pero sabía que me estallaría hasta el último vaso sanguíneo del cuerpo si no lo hacía. Me embriagaba el perfume de su cabello, etéreo y alimonado, vertiginoso.

Fueron esas palpitaciones urgentes las que me confirieron las agallas para alzar la vista y buscar los ojos de Rosie. Los tenía como platos, con sólo un anillo de verde alrededor de la negra pupila, y tenía los labios entreabiertos, como si la hubiera asombrado. Dejó caer el colgante. Ninguno de los dos podía moverse. Y ninguno de los dos respiraba.

En algún lugar sonaban timbres de bicicleta y las chicas reían y el loco de Johnny seguía canturreando «Te quiero hoy y te querré mañana…». Todos los sonidos se disolvieron y se desdibujaron en ese aire estival amarillento como un dilatado y dulce repique de campanas.

– Rosie -dije-. Rosie.

Le tendí las manos, ella apoyó sus cálidas palmas en ellas, nuestros dedos se entrelazaron y la atraje hacia mí sin poder dar crédito a mi suerte.

Toda aquella noche, tras cerrar la puerta y dejar la casa del número dieciséis vacía, fui en busca de las partes de mi ciudad que han perdurado. Recorrí las calles que recibieron su nombre en la Edad Media: Copper Alley, la calle Fishamble y Blackpitts, las fosas donde están enterradas las víctimas de la peste. Busqué los adoquines gastados de tantas pisadas y las verjas de hierro cubiertas de óxido. Deslicé mi mano sobre la fría piedra de las paredes del Trinity College y atravesé el punto en el que hace novecientos años la ciudad recibió su primer agua del pozo de Patrick; el letrero de la calle así continúa indicándolo, enigmático en ese gaélico que ya nadie sabe leer. No presté atención a los nuevos bloques de apartamentos de lujo ni a los rótulos de neón, a esas ilusiones enfermas listas que se pudren como la fruta de temporada. No son nada; no son reales. Dentro de cien años habrán desaparecido, las habrán reemplazado y habrán caído en el olvido. Eso es lo que ocurre con los bombardeos: sacude a una ciudad lo bastante fuerte y la chapa barata y arrogante se desmoronará antes de que tengas tiempo de chasquear los dedos. Son las cosas vetustas, las cosas de siempre, las que perduran. Alcé la cabeza para contemplar las delicadas columnas y balaustradas ornamentadas que cubren las cadenas comerciales y los restaurantes de comida rápida de la calle Grafton. Apoyé los brazos en el puente Ha'penny, donde antaño se pagaba un penique por cruzar el Liffey, miré hacia la Casa de Aduanas y los flujos cambiantes de luces y el cauce constante y oscuro del río bajo la nieve que seguía cayendo, y rogué a Dios que, de un modo u otro, nos ayude a encontrar un camino de regreso a casa antes de que sea demasiado tarde.

Nota de la autora

Faithful Place existió en realidad, pero se hallaba en la otra orilla del río Liffey, en la norte, entre el laberinto de calles que componía el distrito de las luces rojas de Monto, en lugar de en el sur del barrio de Liberties, y había desaparecido mucho antes de que los acontecimientos que se narran en estas páginas tuvieran lugar. Cada rincón de Liberties está construido sobre multitud de siglos de historia estratificados y no quería olvidar ninguna de esas capas dejando al margen las anécdotas o a los habitantes de la calle real para hacer hueco a mi relato y a mis personajes ficticios. De manera que me he concedido cierta licencia con la geografía dublinesa; así, he resucitado Faithful Place, pero lo he trasladado a la otra ribera del río y he enmarcado mi libro en las décadas en que la calle carecía de una historia propia que pudiera verse desplazada.

Como siempre, todas las imprecisiones, sean deliberadas o involuntarias, son mías.

Agradecimientos

He vuelto a contraer una deuda gigantesca con los sospechosos habituales, entre ellos: el asombroso Darley Anderson y su equipo, sobre todo Zoé, Maddie, Kasia, Rosanna y Caroline, por estar varios miles de kilómetros más allá de lo que ningún escritor podría esperar de una agencia; Ciara Considine de Hachette Books Ireland, Sue Fletcher de Hodder & Stoughton y Kendra Harpster de Viking, tres editoras que suelen dejarme anonadada con su pasión, su don y su inmensa sensatez; Breda Purdue, Ruth Shern, Ciara Doorley, Peter McNulty y todo el personal de Hachette Books Ireland; Swati Gamble, Katie Davison y todo el personal de Hodder & Stoughton; Clare Ferrara, Ben Petrone, Kate Lloyd y todo el personal de Viking; Rachel Burd, por otra corrección impecable; Pete St. John, por sus bellas canciones de amor dedicadas a Dublín y por su generosidad al permitirme reproducirlas; Adrienne Murphy, por recordar a McGonagle incluso a través de la bruma; el doctor Fearghas Ó Cochláin, por su asesoramiento médico; David Walsh, por responder a mis preguntas acerca de procedimientos policiales y compartir sus conocimientos personales del mundo detectivesco; Louise Lowe, por ocurrírsele un título (y un elenco) tan genial para aquella obra teatral hace tantos años; Ann-Marie Hardiman, Oonagh Montague, Catherine Farrell, Dee Roycroft, Vincenzo Latronico, Mary Kelly, Helena Burling, Stewart Roche, Cheryl Steckel y Fidelma Keogh, por su calidez, amor y apoyo; David Ryan, por el bonito escenario; a mi hermano y mi cuñada, Alex French y Susan Collins, y a mis padres, Elena Hvostoff-Lombardi y David French, por tantos motivos que no tengo espacio para listarlos; y, como siempre, y por encima de todo, a mi esposo, Anthony Breatnach.