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En la puerta, Olivia me obstaculizaba el paso con su cuerpo, por si acaso se me ocurría entrar.

– Ya está casi lista -me informó.

Olivia, y lo digo con la mano en el corazón y con el equilibrio adecuado de petulancia y arrepentimiento, es una mujer de bandera: alta, con un rostro alargado y de rasgos elegantes, una magnífica melena rubia ceniza y unas de esas curvas discretas que no se aprecian a simple vista pero que luego no pueden dejar de mirarse. Aquella tarde se había enfundado en un caro vestido negro y unos delicados pantis y llevaba alrededor del cuello el collar de diamantes de su abuela que sólo desempolva para las ocasiones especiales, y hasta el mismísimo Papa se habría tenido que secar el sudor de la frente al contemplarla. Y puesto que yo soy un hombre de mucha menor talla que el Santo Padre, lo que hice fue lanzarle un silbido.

– ¿Una cita importante?

– Vamos a cenar.

– ¿Ese plural incluye a Dermo de nuevo?

Olivia es demasiado lista para dejar que le tire de la lengua tan fácilmente.

– Se llama Dermot y, sí, efectivamente, lo incluye.

Fingí estar impresionado.

– ¡Vaya! Ya hace cuatro fines de semana que quedáis, ¿me equivoco? Cuéntame algo: ¿será hoy la gran noche?

Olivia llamó a nuestra hija, que se hallaba en la planta superior.

– ¡Holly! ¡Ha llegado tu padre!

Mientras me daba la espalda aproveché para colarme en el recibidor. Olía a Chanel No. 5, el mismo perfume que usaba desde que nos conocimos. Desde la planta de arriba, Holly gritó:

– ¡Papi! Ya bajo, ya bajo, ya bajo… Sólo me falta… -seguido de una larga cháchara, mientras Holly se explicaba sin preguntarse si la oíamos.

– ¡Tranquila, cariño, no hay prisa! -le grité mientras me dirigía a la cocina.

Olivia me siguió.

– Dermot llegará de un momento a otro -anunció. No me quedó claro si lo decía en tono de amenaza o de súplica.

Abrí el frigorífico y eché un vistazo al interior.

– No me gusta la fisonomía de ese tipo. No tiene barbilla. Nunca confío en los hombres sin barbilla.

– Afortunadamente, tu gusto en hombres no tiene ninguna relevancia ahora.

– Sí la tiene si la cosa va lo bastante en serio como para que pase tiempo con Holly. ¿Cómo se apellida?

En una ocasión, cuando estábamos a punto de separarnos, Olivia me estampó la puerta del frigorífico en la cabeza. Percibí que estaba calculando la posibilidad de hacerlo de nuevo. Pero no me enderecé; decidí darle una oportunidad. Al final, mantuvo el temple.

– ¿Por qué quieres saberlo?

– Necesito comprobar sus antecedentes en el sistema. -Saqué un cartón de zumo de naranja y lo agité -. ¿Qué es esta basura? ¿Cuándo has dejado de comprar zumo del bueno?

Olivia, que llevaba los labios pintados con un tono de rojo sutil, torció el gesto.

– Bajo ningún concepto vas a comprobar el historial de Dermot en ningún sistema, Frank.

– No me queda otra alternativa -repliqué divertido-. Tengo que asegurarme de que no sea un pedófilo, ¿no te parece?

– ¡Por el amor de Dios, Frank! ¡Claro que no es un pedófilo!

– Quizá no -concedí-. Probablemente no. Pero ¿cómo puedes estar segura, Liv? ¿No prefieres prevenir que curar?

Abrí el zumo y le di un sorbo.

– ¡Holly! -gritó Olivia, esta vez más alto-. ¡Date prisa!

– ¡No encuentro mi caballo!

Se oyeron un montón de golpes en la planta de arriba.

– Suelen preferir madres solteras con niñitas encantadoras. Y te sorprendería saber que la mayoría de ellos no tienen barbilla. No sé si te habrás percatado de ello -le dije a Olivia.

– No, Frank, no lo he hecho. Y no me gusta que utilices tu trabajo para intimidar…

– Fíjate bien la próxima vez que aparezca un pederasta en televisión. Furgoneta blanca y sin barbilla, te lo garantizo. ¿Qué conduce Dermo?

– ¡Holly!

Di otro trago al zumo, enjugué el cierre con la manga de mi camisa y guardé el cartón de nuevo en el frigorífico.

– Sabe a pis de gato. Si te aumento la pensión de la niña, ¿comprarás un zumo decente?

– Si la triplicaras, en caso de que pudieras costeártelo, quizás alcanzaría para comprar un cartón a la semana -contestó Olivia con voz dulce y fría, mientras comprobaba la hora en su reloj.

La gata afilaba las uñas si le tirabas de la cola demasiado rato. Holly nos salvó a ambos de nosotros mismos al llamarme a voz en grito desde su dormitorio:

– ¡Papi! ¡Papi! ¡Papi!

Me dirigí al pie de las escaleras a tiempo para agarrarla al vuelo cuando saltó como un fuego de artificio, con su pelo rubio enmarañado y su ropita rosa brillante, enroscó sus piernas alrededor de mi cintura y me golpeó la espalda con su cartera del colegio y un poni peludo llamado Clara que había vivido tiempos mejores.

– Hola, mono araña. -La saludé y le di un beso en la coronilla. Era ligera como una campanilla-. ¿Qué tal te ha ido la semana?

– He estado muy ocupada y no soy ningún mono araña -me regañó, nariz contra nariz-. ¿Qué es un mono araña?

Holly tiene nueve años y ha heredado por vía materna unos huesos delgados y una piel que se amorata con facilidad; nosotros, los Mackey, somos robustos, tenemos el cabello grueso y estamos concebidos para trabajar duramente en el clima dublinés. Pero Holly tiene mis ojos. La primera vez que la vi alzó la vista hacia mí con mis propios ojos, unos magníficos ojos grandes de color azul cielo que me deslumbraron como una pistola eléctrica y aún hacen que se me encoja el corazón cada vez que me mira. Olivia puede quitarle mi apellido raspándolo como si fuera una etiqueta con una dirección anticuada, llenar el frigorífico de un zumo que no me gusta e invitar a Dermo el Pedófilo a ocupar mi sitio en la cama, pero no puede hacer nada por eliminar esos ojos.

– Es un mono mágico que vive en un bosque encantado en el País de las Hadas -le expliqué a Holly-. Me miró con una mezcla perfecta de admiración y socarronería-. ¿En qué has estado tan ocupada, si puede saberse?

Se deslizó entre mis brazos y aterrizó en el suelo con un porrazo.

– Chloe, Sarah y yo vamos a montar un grupo de música. Te hice un dibujo en la escuela porque armamos una coreografía y me gustaría bailar con unas botas blancas. Y Sarah escribió una canción y…

Por un instante, Olivia y yo estuvimos a punto de sonreírnos, pero Olivia se refrenó y volvió a comprobar la hora.

En el camino de entrada nos cruzamos con mi amigo Dermo, un tipo (y lo sé a ciencia cierta porque me quedé con la matrícula de su coche la primera vez que salió a cenar con Olivia) respetuoso hasta lo indecible con la ley que jamás ha aparcado su Audi ni siquiera en una doble línea amarilla y que no puede evitar tener el aspecto de alguien que siempre está a punto de lanzar un eructo estruendoso.

– Buenas noches -me saludó con la cabeza, tenso. Tengo la sensación de que le doy miedo-. Holly.

– ¿Cómo le llamas? -le pregunté a Holly cuando le abroché el cinturón de su silla infantil en el coche y Olivia, perfecta como Grace Kelly, le daba un beso en la mejilla a Dermo en el umbral de casa.