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– ¿Quién la ha tocado? -pregunté.

Shay soltó una carcajada, un sonido ronco procedente del fondo de su garganta.

– ¡Vaya por Dios! ¡Pero si tenemos aquí al teniente Colombo! ¿Vas a tomarnos una muestra de las huellas digitales?

Shay es sombrío, enjuto, nervudo e impaciente, pero se me había olvidado lo que significaba tenerlo tan cerca. Es como estar junto a una torre de alta tensión: te pone los nervios de punta. Con los años le habían salido unos pronunciados y fieros surcos entre la nariz y la boca y en el entrecejo.

– Sólo si me lo solicitáis amablemente -respondí-. ¿La habéis tocado todos?

– Yo no me acercaría a eso ni por todo el oro del mundo -saltó Carmel, con un pequeño escalofrío-. Está sucísima.

Kevin y yo intercambiamos una miradita. Por un instante tuve la sensación de no haberme ausentado nunca.

– Tu padre y yo intentamos abrirla -explicó mi madre-, pero estaba cerrada. Así que le pedí a Shay que bajara y que intentara forzar los cierres con un destornillador. No nos quedaba otra alternativa, lógicamente; nada en el exterior revelaba quién era el dueño.

Me miró con agresividad.

– Habéis hecho bien -le concedí.

– Cuando descubrimos lo que había dentro… Créeme si te digo que me llevé un susto de muerte. Parecía que se me iba a salir el corazón por la boca; pensé que me iba a dar un infarto. Le dije a Carmeclass="underline" «Gracias a Dios que has venido con el coche, por si tienes que llevarme al hospital».

La mirada de mi madre revelaba que, en tal caso, habría sido mi culpa, aunque aún no se le hubiera ocurrido cómo achacármela.

– A Trevor no le importa darles la cena a los niños, al menos no cuando se trata de una emergencia -me explicó Carmel-. Es un hombre muy bueno en ese sentido.

– Kevin y yo echamos un vistazo al interior cuando llegamos -añadió Jackie-. Hemos tocado algunas cosas, pero no recuerdo exactamente cuáles…

– ¿Has traído el polvo ese para tomar las huellas dactilares? -preguntó Shay. Estaba repantingado en el marco de la ventana y me observaba con los ojos entrecerrados.

– Si te portas bien, algún día te enseñaré cómo se hace.

Extraje mis guantes quirúrgicos del bolsillo de la chaqueta y me los enfundé. Papá soltó una carcajada ronca y desagradable que degeneró en un ataque de tos irreprimible que hacía temblar su sillón con cada acceso.

El destornillador de Shay estaba en el suelo, junto a la maleta. Me arrodillé y lo utilicé para abrir la tapa. Dos de los muchachos del laboratorio me debían algún que otro favor y había un par de jovencitas encantadoras pirradas por mí; podía recurrir a cualquiera de ellos para que efectuaran algunos análisis en secreto, pero me agradecerían sobremanera que no echara a perder las pruebas. En la maleta había una maraña de ropa manchada de negro y hecha harapos a causa del paso del tiempo y el moho. Un olor acre y penetrante, como a tierra mojada, manaba de ella. Era el tenue olor que había percibido al entrar en la casa.

Levanté las cosas despacio, una a una, y fui amontonándolas sobre la tapa para evitar que se contaminaran. Un par de tejanos anchos con retales de cuadros cosidos bajo los desgarros de las rodillas. Un jersey de lana verde. Un par de vaqueros tan ajustados que tenían cremalleras en los tobillos para poder metérselos y que, por todos los santos, yo conocía a la perfección… Recordar las caderas bamboleantes de Rosie enfundadas en ellos me dejó sin aliento un instante. Seguí a lo mío, sin pestañear. Una camisa masculina de franela y sin cuello con finas rayas azules sobre un fondo que en su día fue de color crema. Seis pares de braguitas de algodón blancas. Una blusa larga azul y morada con estampado de cachemir hecha jirones. Y al levantarla cayó al suelo el certificado de nacimiento.

– Ahí está -intervino Jackie. Estaba inclinada sobre el brazo del sofá y me miraba con nerviosismo-. ¿Lo ves? Hasta que lo encontramos no nos preocupamos; pensamos que podía ser cosa de niños o que alguien había robado algo de ropa y había necesitado esconderla, o quizá que perteneciera a una pobre mujer maltratada que estuviera preparándose para cuando reuniera el valor de abandonarlo… Ya sabes, el tipo de historia que cuentan en las revistas.

Jackie empezaba a animarse de nuevo. «Rose Bernadette Daly, nacida el 30 de julio de 1966.» El documento estaba a punto de desintegrarse.

– Sí -dije-. Si esto es cosa de niños, no han dejado escapar ni un detalle.

Una camiseta de U2, que habría valido cientos de libras de no haber estado agujereada por la podredumbre. Una camiseta a rayas blancas y azules. Un chaleco negro de hombre; por entonces imperaba la estética Annie Hall. Un jersey de lana morado. Un rosario de plástico de color azul claro. Dos sujetadores de algodón blancos. Un walkman de una marca cualquiera que yo le había comprado con los ahorros de varios meses; conseguí el último par de libras una semana antes de su decimoctavo cumpleaños ayudando a Beaker Murray a vender vídeos de contrabando en el mercado de Iveagh. Un desodorante en spray. Una docena de casetes grabados; aún la escuchaba escribir a mano los encartes: REM, Murmur; U2, Boy; Thin Lizzy, Boomtown Rats, The Stranglers, Nick Cave and The Bad Seeds. Rosie podia dejarlo todo atrás, pero su colección musical la acompañaba a todas partes.

En el fondo de la maleta había un sobre marrón. Los fragmentos de papel del interior se habían transformado en un bulto duro a causa de los veintidós años de humedad a que habían estado sometidos; cuando tiré con delicadeza del borde, se desintegró como papel higiénico mojado. Otro favor que pedir a los del laboratorio. A través de la ventanilla de plástico de la parte frontal del envoltorio aún podían apreciarse algunas palabras borrosas escritas a máquina: «LAOGHAIRE-HOLYHEAD […] SALIDA [,…]:30AM […]». Dondequiera que hubiera ido, Rosie había llegado sin nuestros billetes para el ferry.

Todos tenían sus ojos clavados en mí. Kevin parecía profundamente apenado.

– Sí, definitivamente parece la maleta de Rosie Daly -sentencié.

Empecé a guardar de nuevo las prendas que había depositado en la tapa a la maleta, dejando los papeles para lo último para no chafarlos.

– ¿Vamos a llamar a la policía? -quiso saber Carmel.

Papá se aclaró la garganta, como si fuera a escupir, pero mi madre le soltó una mirada feroz.

– ¿Y decirles qué exactamente? -pregunté yo. Era evidente que nadie había pensado en ello-. ¿Que alguien escondió una maleta detrás de una chimenea hace veintitantos años? -añadí-. Que llamen los Daly a la policía si quieren, pero os advierto algo: dudo mucho que saquen los cañones para solucionar el Caso de la Chimenea Bloqueada.

– Pero seguramente Rosie… -farfulló Jackie, mordisqueándose como un conejo un mechón de pelo y mirándome con atención, con sus ojos azules abiertos como platos y llenos de preocupación-. Sigue desaparecida. Y ese canesú de ahí es una pista, sin duda, una evidencia o como queráis llamarlo. ¿No deberíamos…?

Intercambio de miradas: nadie sabía qué hacer. Yo dudaba seriamente. En Liberties, los policías son como las medusas en el juego del Comecocos: forman parte de la fauna, pero lo mejor es evitarlos y, desde luego, lo que definitivamente no hay que hacer nunca es salir en su busca.

– En cualquier caso, ahora ya es un poco tarde -sentencié yo, cerrando la maleta con la yema de los dedos.

– Pero… -alegó Jackie-. Un momento. ¿Acaso esto no tiene aspecto de…? Ya sabes. Al fin y al cabo parece que no huyó a Inglaterra. ¿No parece más bien que alguien podría haberla…?

– Lo que Jackie intenta decir -aclaró Shay- es que todo apunta a que alguien acabó con Rosie, la metió en un contenedor, la trasladó a una pocilga, la arrojó allí y escondió la maleta detrás de la chimenea para quitarla del medio.