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– ¡Y una mierda! Eso no son más que patrañas y Francis lo sabe tan bien como yo.

Carmel le dio una palmada en la rodilla.

– ¡Vigila ese vocabulario! -Shay no se movió-. ¿A qué te refieres? ¿Por qué crees que no son más que patrañas?

Shay se encogió de hombros.

– No estoy seguro de nada -contesté yo-, pero sí, creo que existen bastantes posibilidades de que se marchara a Inglaterra y viva feliz después de todo.

Shay preguntó:

– ¿Sin billete ni identificación?

– Había ahorrado dinero. De no haber conseguido recuperar su billete, podría haber comprado otro perfectamente. Y en aquel entonces no se necesitaba ningún documento de identidad para viajar a Inglaterra.

Todo era cierto. Habíamos decidido llevarnos el certificado de nacimiento porque sabíamos que deberíamos registrarnos en el paro mientras buscábamos un empleo y porque pensábamos casarnos.

Jackie preguntó en voz baja:

– ¿He hecho bien en llamarte? O debería…

Se tensó el ambiente.

– Haberte dejado en paz -concluyó Shay.

– No, no -contesté yo-. Has hecho lo que debías, cariño. Tienes un instinto que es un diamante en bruto, ¿lo sabías?

Jackie estiró las piernas y examinó sus tacones altos. Yo sólo alcanzaba a verle la nuca.

– Quizá -dijo.

Permanecimos allí sentados fumando un rato. El olor a malta y lúpulo quemado había desaparecido; Guinness había implementado algún proceso respetuoso con el medio ambiente en los años noventa, de manera que ahora Liberties olía a gasóleo, lo cual, al parecer, era una mejora. Las polillas dibujaban círculos alrededor de la luz de la farola que se alzaba al final de la calle. Alguien había descolgado la cuerda que en su día colgaba de ella y servía a los niños para columpiarse.

Había algo que me intrigaba.

– Papá tiene buen aspecto -comenté.

Silencio. Kevin se encogió de hombros.

– Le duele la espalda -explicó Carmel-. ¿Te contó Jackie…?

– Me contó que tiene problemas. Pero está mejor de lo que esperaba encontrarlo.

Carmel suspiró.

– Tiene días buenos, eso es cierto. Hoy es uno de ellos. Hoy se encuentra bien. Pero en los días malos…

Shay dio una calada al pitillo; aún lo sostenía entre el dedo pulgar y el índice, como un gánster en una película antigua.

– En los días malos tengo que acompañarlo al lavabo -aclaró simple y llanamente.

– ¿Saben qué le ocurre? -pregunté.

– Qué va. Quizá tenga algo que ver con el trabajo, quizá… No consiguen averiguarlo. En cualquier caso, cada día empeora más.

– ¿Ha dejado de beber?

– ¿Y a ti qué te importa? -preguntó Shay.

– ¿Ha dejado papá la bebida? -insistí.

Carmel se removió.

– Bueno, lo lleva mejor.

Shay soltó una carcajada que sonó a ladrido.

– ¿Trata bien a mamá?

– ¡No es asunto tuyo! -espetó Shay.

Los otros tres contuvieron el aliento y aguardaron expectantes a ver si teníamos intención de saltarnos al cuello. Cuando yo tenía doce años, Shay me abrió la cabeza en aquellas mismísimas escaleras; aún conservo la cicatriz. Poco después lo superé en altura. Él también tiene cicatrices.

Me volví hacia él despacio, tomándome mi tiempo.

– Os estoy formulando una pregunta civil -expliqué.

– Que no te has molestado en formular en los últimos veinte años.

– Me lo ha preguntado á mí montones de veces -me defendió Jackie con voz sosegada.

– ¿Y qué? Tú tampoco vives aquí ya. No sabes mucho más que él.

– Precisamente por eso te lo pregunto -aclaré-. ¿Trata bien papá a mamá?

Nos miramos fijamente presos de la rabia. Me preparé para desprenderme del cigarrillo rápidamente.

– Si digo que no -comenzó a decir Shay-, ¿abandonarás tu excelente apartamento de soltero para mudarte aquí a cuidar de ella?

– Un piso por debajo de ti… ¡Caramba, Shay! ¿Tanto me echas de menos?

Se abrió una ventana por encima de nuestras cabezas y mamá gritó:

– ¡Francis! ¡Kevin! ¿Vais a entrar o no?

– ¡Ahora mismo! -contestamos ambos.

Jackie soltó una carcajada, un sonido agudo, frenético y comedido:

– ¡Quien nos escuche…!

Mamá cerró la ventana de un golpe. Transcurrido un instante, Shay se repantingó y lanzó un escupitajo a través de la barandilla. En el preciso momento en que apartó los ojos de mí, todo el mundo se relajó.

– Bueno, tengo que irme -anunció Carmel-. A Ashley le gusta dormirse conmigo al lado. No le gusta que la duerma Trevor, siempre le origina unos follones tremendos. A ella le parece divertido.

Kevin preguntó:

– ¿Cómo vuelves a casa?

– Tengo el Kia aparcado a la vuelta de la esquina. El Kia es mío -me explicó-. Trevor usa el Range Rover.

Trevor siempre fue un cabroncete deprimente. Me reconfortaba saber que había evolucionado de acuerdo a las expectativas.

– Magnífico -opiné.

– ¿Me acercas? -preguntó Jackie-. He venido directamente del trabajo y hoy le toca a Gav el turno de usar el coche.

Carmel irguió la barbilla e hizo un chasquido de desaprobación con la lengua.

– ¿Por qué no viene a buscarte?

– Porque en estos momentos el coche estará ya aparcado frente a casa y él estará en el pub con sus amigos.

Carmel se puso en pie ayudándose de la barandilla y se recolocó la falda con recato.

– Te acercaré hasta casa entonces. Pero dile a Gavin que, si piensa dejar que sigas trabajando, lo mínimo que podría hacer es comprarte un coche para que puedas desplazarte. Y vosotros, ¿de qué os reís si puede saberse?

– La liberación de las mujeres está en plena forma -bromeé.

– Yo nunca me he metido en todo ese rollo. No tengo ningún inconveniente en llevar un buen sujetador firme y resistente. Y tú, señorita, deja de reírte y ponte en marcha antes de que te deje aquí con esta pandilla.

– Ya voy, espera… -Jackie guardó los cigarrillos en su bolso y se lo colgó del hombro-. Regresaré mañana. ¿Te veré por aquí, Francis?

– Mañana lo descubrirás. Pero, si no nos vemos, estamos en contacto.

Jackie me tendió la mano y me dio un fuerte apretón.

– En todo caso, me alegro de haberte llamado -dijo en un tono desafiante, casi íntimo-. Y me alegro de que hayas venido. Eres un cielo, créeme. Cuídate, ¿vale?

– Tú sí que eres buena. Hasta pronto, Jackie.

Carmel vaciló y finalmente dijo:

– Francis, ¿te…? ¿Volverás a venir más adelante? Me refiero a ahora que…

– Primero solucionemos este asunto -contesté, sonriéndole- y luego ya veremos qué sucede, ¿de acuerdo?

Carmel descendió las escaleras y los tres las contemplamos alejarse por la calle, con el repiqueteo de los tacones de aguja de Jackie reverberando en las casas y Carmel pisando fuerte junto a ella, intentando darle alcance. Jackie es mucho más alta que Carmel, aun sin contar el pelo y los tacones, pero Carmel la supera con creces en cuestión de circunferencia. Parecían una pareja cómica extraída de unos dibujos animados tontorrones prestos a sufrir todo tipo de desaventuras hasta que finalmente atraparan al villano y salvaran al mundo.

– Son estupendas -comenté en voz baja.

– Sí -convino Kevin-. Lo son.

Shay dijo:

– Si queréis hacerles un favor, no volváis por aquí.

Probablemente estuviera en lo cierto, pero pasé por alto su comentario. Mi madre volvió a interpretar el numerito de la ventana:

– ¡Francis! ¡Kevin! Tengo que cerrar con llave esta puerta. Entrad ahora mismo o acabaréis durmiendo en la calle.

– Entrad antes de que despierte a todo el vecindario -nos recomendó Shay.

Kevin se puso en pie, se desperezó y se crujió el cuello.

– ¿Tú no vienes?

– No -contestó Shay-. Voy a quedarme a fumar otro pitillo.

Cuando cerré la puerta del vestíbulo seguía sentado en los escalones, dándonos la espalda, con el mechero encendido y la vista perdida en la llama.