– No, no digas eso: Lo hice porque quise, por ti y por nosotros. Pero no debí insistir tanto en conservar los dos trabajos cuando tu carrera empezó a despegar. No sé por qué lo hice. Empecé a sentir que yo ya no contaba, que todo se descontrolaba e intenté mantener cierta normalidad. Pero he pensado mucho al respecto y creo que al menos debí dejar el empleo en Huntley cuando salió tu álbum. Probablemente, también debí pedir una reducción de horario en el hospital. Quizá de ese modo habríamos tenido cierta flexibilidad para vernos. Pero incluso si ahora vuelvo a trabajar media jornada, o si algún día tengo suerte y abro mi propia consulta, no sé si conseguiremos que funcione…
– ¡Tiene que funcionar! -dijo él, con una urgencia que Brooke no le notaba desde hacía mucho tiempo.
Metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un fajo de papeles doblados.
– ¿Son los…?
Brooke estuvo a punto de decir «los papeles del divorcio», pero logró contenerse. Se preguntó si parecería tan irracional como se estaba sintiendo.
– Es nuestra estrategia, Rook.
– ¿Nuestra estrategia?
Brooke veía su aliento en al aire y estaba empezando a temblar incontrolablemente.
Julian asintió.
– No es más que el principio -dijo, recogiéndose el pelo detrás de las orejas-. Vamos a deshacernos de una vez para siempre de las influencias venenosas. ¿El primero de todos? Leo.
Sólo el sonido de su nombre hizo que Brooke se estremeciera.
– ¿Qué tiene que ver él con todo esto?
– Mucho. Ha sido tóxico para nosotros de todas las maneras imaginables. Probablemente tú ya te diste cuenta desde el principio, pero yo he sido demasiado tonto para verlo. Filtró un montón de información a la prensa y, aquella noche, metió al fotógrafo de Last Night en el Chateau. Además, puso a aquella chica en mi mesa, con la ridícula idea de que siempre es bueno que la prensa hable, aunque sea por un escándalo. Él lo preparó todo. Yo tuve la culpa, no digo que no, pero Leo…
– ¡Qué asco! -dijo ella, meneando la cabeza.
– Lo he despedido.
Brooke dio un respingo y vio que Julian estaba sonriendo.
– ¿De verdad?
– ¡Claro! -Le dio a Brooke una de las hojas dobladas-. Mira, aquí tienes el segundo paso.
La hoja parecía impresa de una página web. Se veía la cara de un señor mayor de aspecto amable, llamado Howard Liu, su información de contacto y un resumen de los pisos que había vendido en los últimos años.
– ¿Conozco a Howard? -preguntó Brooke.
– Pronto lo conocerás -respondió Julian, sonriendo-. Howard es nuestro nuevo agente inmobiliario. Y si te parece bien, tenemos una cita con él, el lunes a primera hora de la mañana.
– ¿Vamos a comprar un piso?
Julian le dio varios papeles más.
– Éstos son los que vamos a ver. Y si tú quieres ver alguno más, también lo veremos, claro.
Brooke lo miró un momento, desplegó las hojas y se quedó boquiabierta. Eran más páginas impresas, pero esta vez de preciosos edificios antiguos de Brooklyn, quizá unos seis o siete, y en cada página había fotos, planos y listas de las características y las comodidades de cada vivienda. Sus ojos se congelaron en la última hoja, donde se veía un edificio de cuatro pisos con la escalera exterior tradicional y un pequeño jardincito vallado, delante del cual Julian y ella habían pasado cientos de veces.
– Es tu preferido, ¿verdad? -preguntó él, señalándolo.
Ella asintió.
– Ya me lo parecía. Será el último que veamos, y si te gusta, haremos una oferta de compra allí mismo.
– ¡Dios mío!
Eran demasiadas cosas que asimilar. Se habían acabado los elegantes lofts de Tribeca y los apartamentos ultramodernos en un rascacielos. Ahora Julian quería un hogar (un hogar de verdad), y lo quería tanto como ella.
– Mira -dijo, mientras le pasaba otra hoja.
– ¿Hay más?
– Ábrela.
Era otra página impresa. En ésta se veía la cara sonriente de un hombre llamado Richard Goldberg, que aparentaba unos cuarenta y cinco años, y trabajaba para la firma Original Artist Management.
– ¿Y ese simpático caballero? -preguntó Brooke, con una sonrisa.
– Mi nuevo representante -dijo Julian-. Hice un par de llamadas y encontré a una persona que entiende cuáles son mis aspiraciones.
– ¿Me permites que te pregunte cuáles son? -dijo ella.
– Lograr el éxito en mi carrera, sin perder lo que más me importa en la vida: tú -respondió él en voz baja. Después, señalando la foto de Richard, añadió-: Hablé con él y lo entendió a la primera. No necesito maximizar mi potencial económico. Te necesito a ti.
– Pero aun así podremos comprar esa casa en Brooklyn, ¿no? -dijo ella, con una sonrisa.
– ¡Claro que sí! Aparentemente, si estoy dispuesto a renunciar a algunas ganancias, puedo salir de gira solamente una vez al año, e incluso por un período limitado: entre seis y ocho semanas, como máximo.
– ¿Y tú qué piensas al respecto?
– Me parece muy bien. Tú no eres la única que detesta las giras. Ésa no es vida para mí. Pero creo que los dos podremos soportarlo unas seis u ocho semanas al año, si de ese modo podemos tener más libertad en otros sentidos. ¿No te parece?
Brooke asintió.
– Sí, creo que es una buena solución, mientras tú no sientas que te estás engañando a ti mismo…
– No es perfecto (nada puede serlo), pero creo que es una buena idea, para empezar. Has de saber, además, que no espero que lo dejes todo para venirte conmigo. Ya sé que para entonces tendrás otro trabajo que te encantará y tal vez un bebé… -Julian la miró, arqueando las cejas, y ella se echó a reír-. Puedo instalar un estudio de grabación en el sótano, para estar en casa con la familia. He mirado y he comprobado que todas las casas que vamos a ver tienen sótano.
– Julian… Dios mío, esto es… -Señaló las páginas impresas, maravillada ante el esfuerzo y el interés que él había puesto-. Ni siquiera sé qué decir.
– Di «sí», Brooke. Vamos a solucionarlo; sé que podemos. O espera… No digas nada todavía.
Abrió la chaqueta con la que ella se envolvía los hombros y buscó algo en el bolsillo interior. Sobre la palma de su mano abierta, había un pequeño estuche de joyería.
Brooke se llevó la mano a la boca. Estaba a punto de preguntarle a Julian qué había dentro, pero antes de que pudiera decir una palabra, él se arrodilló delante del banco de piedra, con la otra mano apoyada sobre su rodilla.
– Brooke, ¿querrás hacerme el hombre más feliz del mundo y casarte otra vez conmigo?
Julian abrió el estuche. Dentro no había un costoso anillo nuevo de compromiso con un diamante enorme, ni un par de pendientes de brillantes, como ella sospechaba. Inserta entre dos pliegues de terciopelo, estaba la sencilla alianza de bodas de Brooke, la que aquella estilista le había arrancado del dedo la noche de los Grammy, el mismo anillo de oro que había llevado puesto día tras día, durante seis años, y que empezaba a pensar que ya no volvería a ver.
– Lo llevé colgado de una cadena desde que me lo devolvieron -dijo él.
– No fue mi intención dejármelo -se apresuró a decir ella-. Se perdió en la confusión. Te juro que no fue una especie de símbolo…
Él le acercó la cara y la besó.
– ¿Me harás el honor de ponértelo otra vez?
Brooke le echó los brazos al cuello, llorando una vez más, y asintió. Intentó decir que sí, pero no consiguió articular ni una sola palabra. Julian se echó a reír y le devolvió con fuerza el abrazo.
– Mira -dijo, sacando el anillo del estuche.
Le señaló la cara interna, donde había mandado grabar, al lado de la fecha de su boda, la fecha de ese día.
– De este modo -le explicó-, no olvidaremos nunca que nos hemos hecho la promesa de empezar de nuevo.
Le cogió la mano izquierda y le puso la alianza de matrimonio, y sólo entonces Brooke se dio cuenta de lo desnuda que había sentido la mano hasta ese momento.