– Sí, bastante. Deberías ver a la gente sentada alrededor de la piscina. Todos son guapísimos.
– ¿Sabes que Jim Morrison intentó saltar del techo de ese hotel? ¿Y que los miembros de Led Zeppelin atravesaron el vestíbulo montados en moto? Por lo que he leído, es el lugar perfecto para los músicos con peor comportamiento.
– ¿De dónde sacas la información, papá? -rió Brooke-. ¿De Google?
– ¡Por favor, Brooke! Me insultas si crees que…
– ¿De la Wikipedia?
Se hizo un silencio.
– Quizá.
Hablaron unos minutos más, mientras Brooke contemplaba a la preciosa criatura de la piscina, que se puso a chillar como una niña cuando su novio saltó al agua e intentó salpicarla. Su padre quería contarle todos los detalles de la nada sorpresiva fiesta sorpresa que Cynthia le estaba preparando desde hacía meses para su cumpleaños, ya que al parecer estaba empeñada en celebrar sus sesenta y cinco años, por ser además la edad de su jubilación, pero Brooke no conseguía prestarle atención. Después de todo, la niña-mujer acababa de salir del agua y evidentemente Brooke no era la única que había notado que su biquini blanco se volvía del todo transparente cuando estaba mojado. Se echó un vistazo a la sudadera de felpa y se preguntó qué tendría que hacer para estar alguna vez así de guapa en biquini, aunque sólo fuera durante una hora. Metió para dentro la barriga y siguió mirando.
El segundo Bloody Mary le entró con tanta facilidad como el primero, y pronto estuvo tan achispada y feliz que casi no reconoció a Benicio del Toro cuando salió de un bungalow junto a la piscina y se dejó caer en una tumbona justo delante de ella. Por desgracia, no se quitó los vaqueros ni la camiseta, pero Brooke se conformó con mirarlo todo lo que quiso detrás de las gafas de sol. El área de la piscina en sí misma no tenía nada de particular (Brooke las había visto mucho más espectaculares en casas normales de gente acomodada), pero tenía un encanto sobrio y tranquilo que resultaba difícil de describir. Aunque estaba a sólo cien o doscientos metros de Sunset Boulevard, el lugar parecía escondido, como si fuera un claro abierto en una enmarañada jungla de árboles gigantes, rodeado por los cuatro costados de plantas en tiestos inmensos y sombrillas de rayas blancas y negras.
Habría podido pasar toda la tarde junto a la piscina, bebiendo Bloody Marys; pero cuando el sol bajó un poco y el aire se volvió más fresco, recogió el libro y el iPod y se encaminó a su habitación. Una vuelta rápida por el vestíbulo, mientras se dirigía al ascensor, le permitió descubrir a una LeAnn Rimes en vaqueros, que tomaba una copa con una elegante mujer mayor. Brooke tuvo que hacer un gran esfuerzo para no sacar la BlackBerry y mandarle una foto a Nola.
Cuando llegó a su habitación (una suite de un dormitorio en el edificio principal, con maravillosas vistas de las colinas), se llevó la agradable sorpresa de encontrar una enorme cesta, con una tarjeta que decía: «¡Bienvenido, Julian! Tus amigos de Sony.» Dentro de la cesta había una botella de Veuve Clicquot y otra de tequila Patrón, una caja de diminutas trufas de chocolate pintadas de colores, una selección de barritas energéticas, botellas de Vitaminwater como para abastecer a una tienda y una docena de cupcakes de Sprinkles. Hizo una foto de la cesta sobre la mesa de la salita, se la envió a Julian con el mensaje «¡Se ve que te quieren!», y en seguida pasó al ataque y devoró una cupcake en menos de diez segundos.
Al cabo de un rato, la despertó el teléfono de la habitación.
– ¿Brooke? ¿Estás viva? -sonó la voz de Julian por el aparato inalámbrico.
– Estoy viva -consiguió articular ella, mientras miraba a su alrededor para situarse y se sorprendía al descubrir que estaba entre las sábanas, en ropa interior y con la habitación a oscuras. Había migas de cupcake dispersas por la almohada.
– Llevo por lo menos media hora llamándote al móvil. ¿Dónde estás? ¿Estás bien?
Brooke se sentó de golpe en la cama y miró el reloj: las siete y media. ¡Había dormido casi tres horas!
– Ha debido de ser el segundo Bloody Mary -masculló para sus adentros, pero Julian la oyó y se echó a reír.
– ¿Te dejo sola una tarde y te emborrachas?
– ¡No ha sido eso! Pero dime, ¿cómo ha ido la grabación? ¿Ha salido bien?
En la breve pausa que siguió, Brooke vio en un destello mental todas las cosas que potencialmente habían podido fallar, pero Julian volvió a reír. O quizá fue algo más que una risa. Parecía borracho de felicidad.
– ¡Rook, ha sido increíble! ¡Clavé la actuación! ¡Absolutamente! ¡Y los músicos que me acompañaron lo hicieron mucho mejor de lo que esperaba, a pesar de que habían ensayado muy poco! -Sobre el fondo de otras voces que se oían en el coche, Julian bajó la suya hasta convertirla en un susurro-. Jay vino hacia mí cuando terminó la canción, me pasó un brazo por los hombros, me señaló la cámara y dijo que había estado maravilloso y que no le importaría que volviera todas las noches.
– ¿De verdad?
– ¡En serio! El público aplaudió muchísimo y después, cuando terminó la grabación y nos encontramos detrás del plató, ¡Jay incluso me dio las gracias y me dijo que estaba ansioso por escuchar el álbum completo!
– Julian, ¡eso es fantástico! ¡Enhorabuena! ¡Esto es muy grande!
– Ya lo sé. Ahora estoy tranquilo. Escucha, llegaremos al hotel dentro de unos veinte minutos. ¿Qué te parece si nos encontramos en el patio para tomar una copa?
La sola idea de beber más alcohol hizo que le doliera aún más la cabeza (¿cuándo había sido la última vez que tuvo resaca a la hora de la cena?); aun así, consiguió sentarse con la espalda erguida.
– Tengo que cambiarme. Bajaré a encontrarme contigo en cuanto esté lista -dijo, pero Julian ya había colgado.
No le fue fácil salir de entre las sábanas suaves y tibias, pero tres ibuprofenos y unos minutos bajo la ducha de efecto lluvia la hicieron sentirse mucho mejor. Se puso rápidamente unos pantalones pitillo que eran casi unos leggings, una blusa de seda sin mangas y un blazer; pero cuando se fijó un poco mejor, notó que los pantalones le hacían un trasero horroroso. Ya le había costado ponérselos, pero quitárselos fue un infierno. Estuvo a punto de darse un rodillazo en la cara, tratando de arrancárselos dolorosamente de las piernas, centímetro a centímetro. Por mucho que ondulara la barriga y agitara las piernas, los malditos pantalones apenas se movían. ¿A que la señorita Biquini Blanco nunca tenía que sufrir semejante indignidad? Al final, arrojó los pantalones al otro extremo de la habitación, disgustada. Lo único que quedaba en la maleta era un vestido de verano. Hacía demasiado frío para ponérselo, pero tendría que apañarse con él, combinado con el blazer, un foulard de algodón y unas botas planas.
– No está del todo mal -se dijo, mientras se miraba por última vez al espejo. El pelo se le había secado prácticamente por sí solo e incluso ella misma tuvo que admitir que tenía un aspecto fantástico, sobre todo para el poco trabajo que le exigía. Se puso un poco de rímel y unos toques del colorete líquido brillante que Nola le había puesto en las manos unas semanas antes, insistiéndole educadamente en que lo usara. Agarró el móvil y el bolso, y salió corriendo. Se puso el brillo de labios en el ascensor y se remangó el blazer mientras atravesaba el vestíbulo. Le dio al pelo una sacudida final y se sintió realmente fresca y bonita cuando al fin vio a Julian rodeado de una comitiva en una de las mesas centrales del patio.
– ¡Brooke! -gritó él, mientras se ponía en pie y agitaba un brazo.
Ella distinguió su sonrisa a quince metros de distancia y, corriendo hacia él, olvidó hasta el último gramo de timidez.
– ¡Enhorabuena! -exclamó, echándole los brazos al cuello.
– Gracias, nena -le murmuró él al oído, y después, un poco más fuerte-. Ven a saludar. Creo que todavía no conoces a todos.