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– ¡Hola! -canturreó ella, saludando a toda la mesa con un vago movimiento de la mano-. Yo soy Brooke.

El grupo estaba reunido en torno a una sencilla mesa de madera, instalada al abrigo casi privado de varios árboles en flor. En el patio lleno de plantas exuberantes, había pequeñas áreas para sentarse y en todas ellas había gente bronceada que charlaba y reía, pero aun así el ambiente general resultaba tranquilo y distendido. Pequeñas antorchas ardían en la oscuridad y unos cirios diminutos dulcificaban en las mesas las facciones de todos. Los vasos de cóctel tintineaban y una música suave salía de los altavoces escondidos entre los árboles. Haciendo un esfuerzo, incluso se podía distinguir, a lo lejos, el ruido blanco constante del tráfico por Sunset Boulevard. Aunque nunca había estado en la Toscana, Brooke imaginó que así debía de ser exactamente un restaurante rural en pleno Chianti.

Brooke sintió la mano de Julian en la espalda, que la empujaba suavemente hacia la silla que acababa de separar de la mesa. Perdida en la mágica visión del patio con su iluminación nocturna, había estado a punto de olvidar para qué había bajado. Tras un rápido vistazo a su alrededor, reconoció a Leo, que asombrosamente parecía irritado; a una mujer de treinta y tantos años (o quizá de cuarenta y tantos con bótox muy bien aplicado), de preciosa piel morena y melena negra como ala de cuervo, que debía de ser Samara, la nueva relaciones públicas de Julian, y a un tipo cuya cara le resultaba familiar pero que al principio no consiguió situar.

«¡Oh, Dios mío! ¡No es posible!»

– Ya conoces a Leo -estaba diciendo Julian, mientras Leo la saludaba con una sonrisita de suficiencia-. Y aquí tienes a la adorable Samara. Todos me habían dicho que era la mejor, pero ahora puedo confirmarlo sin lugar a dudas.

Samara sonrió y le tendió la mano a Brooke por encima de la mesa.

– Un placer -dijo en tono cortante, aunque su sonrisa parecía sincera.

– He oído hablar mucho de ti -dijo Brooke, mientras le estrechaba la mano e intentaba concentrarse en Samara, para no prestar excesiva atención al cuarto ocupante de la mesa-. Es cierto. Cuando Julian supo que ibas a trabajar con él, volvió a casa muy entusiasmado y me comentó: «Todos dicen que es la mejor.»

– ¡Oh, qué amable! -respondió Samara, agitando la mano como para no dar importancia a los elogios-. Pero él me facilita mucho las cosas. Hoy se ha portado como un auténtico profesional.

– ¡Basta ya, vosotras dos! -dijo Julian, pero Brooke adivinó en seguida que estaba muy contento-. Mira, Brooke. También quiero presentarte a Jon. Jon, ésta es mi mujer, Brooke.

«¡Cielo santo!»

Era él. Brooke no sabía cómo ni por qué, pero allí, sentado a la mesa de su marido, con una cerveza en la mano y aspecto relajado, estaba Jon Bon Jovi. ¿Qué debía decir ella? ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Dónde demonios estaba Nola cuando más la necesitaba? Brooke se estrujó los sesos. Mientras no dijera algo espantoso, como «Soy tu fan número uno», o «Te admiro y respeto por estar casado con la misma mujer desde hace un montón años», probablemente saldría bien parada, pero sentarse a tomar una copa con una superestrella del rock no era algo que hiciera todos los días.

– Hola -dijo Jon, saludando a Brooke con una inclinación de la cabeza-. Ese color de pelo es fantástico y tiene algo de maléfico. ¿Es auténtico?

La mano de Brooke voló hacia sus bucles y de inmediato ella supo, sin necesidad de mirarse al espejo, que en aquel momento tenía las mejillas del mismo color que el pelo. El tono de su cabellera era un rojo tan puro y tan intensamente pigmentado, que algunos lo adoraban y otros lo detestaban. Ella lo adoraba. Julian lo adoraba. Y, por lo visto, también Jon Bon Jovi. «¡Nola! -gritó para sus adentros-. ¡Tengo que contártelo ahora mismo!»

– Sí, es auténtico -dijo ella, levantando la vista al cielo en gesto de fingida contrariedad-. En el colegio me hacían muchas bromas crueles, pero ya estoy acostumbrada.

Con el rabillo del ojo, vio que Julian le sonreía; esperaba que sólo él supiera lo falsa que era su modestia en aquel momento.

– Pues a mí me parece una pasada de pelo -declaró Jon, mientras levantaba el vaso alto de cerveza-. ¡Un brindis por el cho…

Se interrumpió de golpe y una expresión de adorable timidez le recorrió la cara. Brooke habría querido decirle que podía llamarla «chocho pelirrojo» todas las veces que quisiera.

– Un brindis por las pelirrojas guapas y por las primeras actuaciones en el programa de Leno. Enhorabuena, tío. Has estado grande.

Jon levantó su cerveza y todos brindaron con él. La copa de champán de Brooke fue la última en tocar su vaso, y ella se preguntó si no podría encontrar la manera de llevarse ese vaso a casa de contrabando.

– ¡Enhorabuena! -exclamaron todos-. ¡Felicidades!

– ¿Cómo ha ido la actuación? -preguntó Brooke finalmente, feliz de dar pie a Julian para brillar delante de toda aquella gente-. Cuéntamelo todo.

– Estuvo perfecto -anunció Samara, en su seco estilo profesional-. Actuó después de unos invitados realmente buenos. -Hizo una pausa y se volvió hacia Julian-. Hugh Jackman estuvo estupendo, ¿no crees?

– Sí, estuvo muy bien. Y también esa chica de «Modern Family» -respondió Julian, asintiendo.

– Tuvimos suerte con las entrevistas: dos invitados famosos y realmente interesantes, y nada de niños, ni de magos, ni de domadores de animales -dijo Samara-. No hay nada peor que actuar después de una compañía de chimpancés, creedme.

Todos se echaron a reír. Se les acercó un camarero y Leo pidió para todo el grupo, sin consultar con nadie. Normalmente a Brooke le molestaba mucho que la gente hiciera eso, pero ni siquiera ella encontró objeciones a su elección: otra botella de champán, una ronda de gimlets de tequila y entremeses variados, desde tostadas con aceite de oliva, trufas y setas, hasta mozzarella y rúcula. Cuando llegó el primer plato de croquetas de cangrejo con puré de aguacate, Brooke volvía a estar felizmente achispada y se sentía casi eufórica por la emoción. Julian (su Julian, el mismo que dormía todas las noches a su lado con los calcetines puestos) había actuado en el programa de Jay Leno; estaban alojados en una suite fabulosa del conocidísimo Chateau Marmont, comiendo y bebiendo como miembros de la realeza del rock internacional, y uno de los músicos más famosos del siglo XX había dicho que le encantaba su pelo. El día de su boda había sido el más feliz de su vida, por supuesto (¿acaso no era obligado decirlo, pasara lo que pasase?), pero aquel día estaba reuniendo méritos rápidamente para situarse en segunda posición, a muy escasa distancia.

Su teléfono móvil se puso a aullar desde su bolso, apoyado en el suelo, con una especie de sirena de bomberos que había elegido ella después de la siesta, para no volver a dormirse.

– ¿Por qué no lo coges? -le preguntó Julian con la boca llena, mientras ella miraba fijamente el teléfono. No quería coger la llamada, pero le preocupaba que hubiera pasado algo. Ya eran más de las doce en la costa Este.

– Hola, mamá -dijo, en voz tan baja como pudo-. Estamos en medio de una cena. ¿Todo en orden?

– ¡Brooke! ¡Julian está ahora mismo en la tele y está increíble! Está adorable, los músicos tocan muy bien y, ¡Dios mío!, está para comérselo. Creo que nunca había estado tan bien.

Las palabras de su madre brotaban en torrente desordenado, y Brooke tenía que hacer un gran esfuerzo para entenderla.

Echó un vistazo al reloj: las nueve y veinte en California, lo que significaba que el programa de Leno estaría en antena en ese mismo momento en la costa Este.

– ¿De verdad? ¿Está guapo? -preguntó Brooke.

Aquello le atrajo la atención del grupo.

– ¡Claro! Ahora mismo lo están emitiendo en la costa Este -dijo Samara, mientras sacaba su BlackBerry. Como era de esperar, estaba vibrando con la intensidad de una lavadora.