– Brooke, ya conoces la excelente opinión que tengo de ti, y no hace falta que te diga lo muy satisfecha que estoy con tu trabajo en todos los años que llevas con nosotros. También tus pacientes están muy satisfechos, como demuestran esas espléndidas evaluaciones de hace unos meses.
– Gracias -dijo Brooke, sin saber muy bien qué decir, pero segura de que el discurso de su jefa no conducía a nada bueno.
– Por eso me preocupa especialmente que hayas pasado de tener el segundo mejor registro de asistencia de todo el departamento a tener el segundo peor. Sólo el de Perry es peor que el tuyo.
No hizo falta que siguiera. Finalmente habían averiguado cuál era el problema de Perry y todos se habían sentido aliviados de que no fuera algo peor. Al parecer, seis meses antes había perdido al bebé que esperaba, y por eso había tenido que faltar mucho al trabajo. Ahora volvía a estar embarazada y el médico le había prescrito reposo en cama durante el segundo trimestre. Como consecuencia, las otras cinco dietistas a tiempo completo del hospital tenían que hacer horas extras para cubrir la baja de Perry, lo que a ninguna le importaba, dadas las circunstancias. Brooke estaba haciendo lo posible por cubrir la jornada extra de trabajo y el fin de semana de guardia cada cinco semanas, y no cada seis semanas, como antes. Pero si además quería seguir un poco a Julian en sus viajes (para compartir con él los buenos momentos), todo eso se volvía prácticamente insostenible.
«No des explicaciones, ni te disculpes -se dijo Brooke-. Simplemente, dile que lo harás mejor.» Una amiga psicóloga le había comentado una vez que las mujeres se sienten obligadas a ofrecer largas explicaciones y excusas cuando tienen que dar malas noticias, y que resulta mucho más eficaz expresar simplemente lo que es preciso decir, sin disculpas ni excusas. Brooke lo intentaba a menudo, pero con poco éxito.
– ¡Lo siento mucho! -exclamó, sin poder reprimirse-. He tenido muchos… ejem… problemas familiares en los últimos tiempos y estoy haciendo lo posible para solucionarlos. Seguramente todo se arreglará muy pronto.
Margaret arqueó una ceja y miró fijamente a Brooke.
– ¿Crees que no sé lo que está pasando?
– Eh… No, claro que no lo creo. Es sólo que hay tantos…
– ¡Tendría que vivir en una cueva para no enterarme! -Margaret sonrió y Brooke se sintió un poco mejor-. Pero tengo un departamento que dirigir y empiezo a preocuparme. Has tomado siete días libres en las últimas seis semanas (y eso sin contar los tres días de baja por enfermedad del primer semestre), y supongo que has venido a pedir más días. ¿Me equivoco?
Brooke consideró rápidamente sus opciones y, al comprobar que no tenía ninguna, se limitó a asentir.
– ¿Cuándo y por cuánto tiempo?
– Dentro de tres semanas, sólo el sábado. Ya sé que está programado que trabaje todo el fin de semana, pero Rebecca me cambia su guardia de fin de semana y yo haré la suya tres semanas después, de modo que técnicamente sólo es un día.
– Sólo un día.
– Así es. Es para… ejem… un acontecimiento familiar muy importante, de lo contrario no lo pediría.
Se prometió poner más cuidado que nunca, el fin de semana siguiente, para evitar las cámaras en la fiesta de cumpleaños de Kristen Stewart en Miami, adonde Julian había sido invitado para cantar cuatro canciones. Cuando se había mostrado reacio a actuar en la fiesta de la joven estrella, Leo se lo había suplicado. Brooke estaba un poco apenada por Julian y sentía que lo menos que podía hacer era ir con él para apoyarlo.
Margaret abrió la boca para decir algo, pero en seguida cambió de idea. Se dio unos golpecitos con el bolígrafo en el agrietado labio inferior y miró a Brooke.
– ¿Te das cuenta de que te estás acercando al número total de días de vacaciones y que sólo estamos en el mes de junio?
Brooke asintió.
Margaret se puso a golpear la mesa con el bolígrafo. Su tap-tap-tap parecía marcar el mismo ritmo que el palpitante dolor de cabeza de Brooke.
– Y no necesito recordarte que no puedes llamar diciendo que estás enferma, para irte de fiesta con tu marido, ¿verdad? Lo siento, Brooke, pero no puedo darte un tratamiento especial.
¡Uf! Brooke lo había hecho solamente una vez y habría jurado que Margaret no lo sabía. Además, tenía pensado usar alguno más de sus diez días de enfermedad, antes de que se le acabaran los días de vacaciones. Ahora ya no podría emplear ese recurso. Brooke hizo lo posible por parecer serena y contestó:
– No, claro que no.
– Bueno, muy bien entonces. Tómate el sábado. ¿Alguna cosa más?
– Nada más. Gracias por entenderme.
Brooke metió los pies en los zuecos debajo del escritorio de Margaret y se puso en pie. Hizo un leve gesto de saludo con la mano y desapareció por la puerta del despacho, antes de que Margaret pudiera decir nada más.
7 Traicionada por una pandilla de niñatos
Brooke entró en Lucky's Nail Design, el salón de manicura de la Novena Avenida, y encontró a su madre sentada y leyendo un ejemplar de Last Night. Como Julian pasaba tanto tiempo fuera, su madre se había ofrecido para ir a la ciudad, llevarla a hacerse las manos y la pedicura después del trabajo, cenar sushi y pasar la noche con ella, antes de volver a Filadelfia por la mañana.
– Hola -dijo Brooke, inclinándose para darle un beso-. Perdona el retraso. Hoy el metro iba terriblemente lento.
– No te preocupes, cielo. Ya ves que entré, me senté y he estado poniéndome al día de cotilleos. -Le enseñó el ejemplar de Last Night-. No dice nada de Julian ni de ti, así que no te preocupes.
– Gracias, pero ya lo he leído -dijo, mientras hundía los pies en el agua tibia y jabonosa-. Lo recibo por correo un día antes de que llegue a los quioscos. Creo que ya soy oficialmente una autoridad en la materia.
La madre de Brooke se echó a reír.
– Si eres tan experta, quizá me puedas explicar quiénes son todos estos famosillos de los programas de telerrealidad. Me cuesta mucho recordar cuál es cuál.
La señora Greene suspiró y pasó la hoja, dejando al descubierto una doble página con los actores adolescentes de la última película de vampiros.
– Echo de menos los viejos tiempos, cuando podías confiar en que Paris Hilton enseñara las bragas y en que George Clooney volviera a escaparse con otra camarera. Me siento traicionada por una pandilla de niñatos.
Sonó el teléfono de Brooke. Por un momento pensó en dejar que saltara el buzón de voz, pero ante la remota posibilidad de que fuera Julian, lo sacó del fondo del bolso.
– ¡Hola! Esperaba que fueras tú. ¿Qué hora es por allí? -dijo, consultando su reloj-. ¿Por qué me llamas a esta hora? ¿No deberías estar preparándote para esta noche?
Aunque era la quinta o la sexta vez que Julian viajaba solo a Los Ángeles desde la fiesta de «Friday Night Lights», a Brooke todavía le costaba acostumbrarse a la diferencia horaria. Cuando Julian se levantaba en la costa Oeste, ella estaba terminando de comer y estaba a punto de volver a trabajar para el resto del día. Si ella lo llamaba en cuanto llegaba a casa por la tarde, por lo general lo encontraba en medio de una reunión, y si volvía a intentarlo antes de irse a la cama, él había salido a cenar y sólo le susurraba un «buenas noches» sobre un fondo de risas y el tintineo de copas. Eran sólo tres horas de diferencia, pero para dos personas que trabajaban con horarios tan contrapuestos, era casi lo mismo que tratar de comunicarse a través de la línea internacional del cambio de fecha. Brooke intentaba ser paciente, pero la semana anterior habían pasado tres noches sin intercambiar nada más que unos pocos mensajes de texto y un apresurado «te llamo luego».
– Brooke, esto es una locura. Aquí están pasando todo tipo de cosas.