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Cuando finalmente salieron de la tienda, una hora y media más tarde, necesitaron las cuatro manos para llevar a casa toda la ropa nueva. Habían elegido juntas cuatro vaqueros clásicos y unos vaqueros negros desteñidos, además de un par de pantalones ceñidos de una pana suficientemente parecida al denim, según la señora Greene, para que Julian le diera su visto bueno. Habían pasado los dedos por varias pilas de camisetas blancas de marca, comparando la suavidad del punto de algodón de una con el algodón egipcio de otra, y debatiendo si una resultaba demasiado traslúcida y otra demasiado cuadrada, antes de seleccionar una docena, de diferentes estilos y géneros. Se separaron al llegar a la planta principal, y la madre de Brooke fue a comprarle a Julian varios productos faciales de Kiehl's, tras asegurarle a su hija que no conocía ningún hombre que no idolatrara su crema de afeitar y su loción para después del afeitado. Brooke tenía sus dudas de que Julian fuera a usar alguna vez algo diferente de la tradicional espuma Gilette en aerosol, que compraba por dos dólares en Duane Reade, pero agradecía el entusiasmo de su madre. Ella se dirigió a la sección de accesorios, donde eligió con mucho cuidado cinco gorros de lana (todos en colores apagados y uno de ellos con una sutil franja negra sobre el fondo negro), después de frotárselos por la mejilla, para asegurarse de que no picaran ni dieran calor.

El importe total de la jornada de compras alcanzó la astronómica cifra de 2.260 dólares, la suma más elevada que Brooke había cargado a su tarjeta de crédito en toda su vida, incluidas las compras de muebles. La sola idea del cheque que tendría que firmar cuando le llegara la factura de la tarjeta de crédito le cortaba la respiración, pero se obligó a permanecer concentrada en lo único importante: Julian estaba a punto de dar un gran paso adelante en su carrera y ella tenía que respaldarlo al cien por cien, por el bien de ambos. Además, se sentía muy satisfecha por haber permanecido fiel al estilo personal de su marido y haber respetado su estética de vaqueros clásicos, camiseta blanca y gorro de lana, sin intentar imponerle una nueva imagen. Aquella tarde fue una de las mejores que había tenido en mucho, muchísimo tiempo. Aunque la ropa no era para ella, le había resultado igualmente divertido elegirla y comprarla.

Cuando el domingo siguiente Julian llamó para decir que estaba en un taxi de camino a casa desde el aeropuerto, Brooke no cabía en sí de entusiasmo. Al principio, sacó las compras y las distribuyó por todas partes: dispuso artísticamente los vaqueros sobre el sofá; las camisetas, sobre las sillas del comedor, y los gorros, colgados de las lámparas y las estanterías, como adornos de Navidad; pero sólo unos instantes antes de que llegara Julian, cambió de idea y volvió a recogerlo todo. Dobló rápidamente las prendas y las devolvió a sus correspondientes bolsas, que escondió en el fondo de un armario, en el vestidor que compartía con Julian, imaginando lo mucho que se divertirían cuando sacaran una a una todas las novedades. Al oír que se abría la puerta y Walter empezaba a ladrar, salió corriendo del dormitorio y saltó a los brazos de Julian.

– Nena -murmuró él, mientras hundía la cara en su cuello e inspiraba profundamente-. ¡Dios, cuánto te he echado de menos!

Parecía más delgado, todavía más enjuto que de costumbre. Aunque pesaba unos diez kilos más que Brooke, era difícil entender por qué. Los dos medían exactamente lo mismo de estatura, y ella siempre sentía que lo envolvía y lo aplastaba con su cuerpo. Se apartó para mirarlo de arriba abajo, pero en seguida volvió a abrazarlo y apretó los labios contra los suyos.

– Yo también te he echado mucho de menos. ¿Cómo ha estado el avión? ¿Y el taxi? ¿Tienes hambre? Queda un poco de pasta; puedo calentarla.

Walter ladraba con tanta fuerza que era casi imposible oírse. Como no iba a calmarse hasta ser saludado como era debido, Julian se dejó caer en el sofá y le señaló con la mano el lugar a su lado; pero Walter ya le había saltado al pecho y había empezado a bañarle la cara a lametazos.

– ¡Uf! ¡Tranquilo, muchacho! -dijo Julian con una carcajada-. ¡Puaj! ¡Qué mal te huele el aliento! ¿No hay nadie que te lave los dientes, Walter Alter?

– ¡Estaba esperando a su papi! -exclamó alegremente Brooke desde la cocina, mientras servía un par de copas de vino.

Cuando volvió al cuarto de estar, Julian se encontraba en el baño. La puerta estaba entreabierta y lo vio de pie delante del inodoro. Walter estaba a sus pies, contemplando embelesado cómo orinaba.

– Tengo una sorpresa para ti -canturreó Brooke-. ¡Algo que te va a encantar!

Julian se subió la cremallera, hizo un intento desganado de pasar las manos por el agua del grifo y se reunió con ella en el sofá.

– Yo también tengo una sorpresa para ti -dijo-, y también estoy seguro de que te va a encantar.

– ¿En serio? ¿Me has traído un regalo?

Brooke sabía que estaba hablando como una niña pequeña, pero ¿a quién no le gustaban los regalos?

Julian sonrió.

– Bueno, sí, supongo que podría considerarse un regalo. En cierto sentido, es para los dos, pero creo que a ti te gustará incluso más que a mí. Pero tú primero. ¿Cuál es tu sorpresa?

– No, primero tú.

Brooke no quería arriesgarse a que su presentación de la ropa nueva se viera ensombrecida por ninguna otra cosa. Quería que Julian le dedicara toda su atención.

Julian la miró y sonrió. Se levantó, se dirigió al vestíbulo y volvió con una maleta rodante que Brooke no reconoció. Era una Tumi negra, absolutamente gigantesca. Julian la llevó rodando, se la puso delante y se la señaló con un amplio movimiento de la mano.

– ¿Me has comprado una maleta? -preguntó ella, un poco desconcertada. No había duda de que era preciosa, pero no era exactamente lo que esperaba. Además, esa maleta en concreto parecía llena casi a reventar.

– Ábrela -dijo Julian.

Con aire dubitativo, Brooke se inclinó y le dio un tironcito a la cremallera, que no se movió. Tiró un poco más fuerte, pero tampoco consiguió nada.

– Así -dijo Julian, mientras apoyaba la colosal maleta sobre un costado y abría la cremallera. Cuando levantó uno de los lados, dejó al descubierto… pilas y pilas de ropa pulcramente doblada. Brooke estaba más desconcertada que nunca.

– Parece… hum… ropa -dijo, preguntándose por qué estaría Julian tan contento.

– En efecto, es ropa, pero no una ropa cualquiera. Lo que ves aquí, mi querida Rookie, es la nueva y mejorada imagen de tu marido, por gentileza de la flamante estilista que le ha proporcionado la compañía discográfica. ¿No te parece genial?

Julian miró a Brooke con gesto expectante, pero a ella le llevó cierto tiempo procesar lo que acababa de oír.

– ¿Me estás diciendo que una estilista te ha comprado un vestuario nuevo?

Julian asintió.

– Total y completamente nuevo: un look fresco y totalmente único, o al menos eso fue lo que dijo la chica. Y te aseguro, Rook, que la mujer sabía lo que se hacía. No nos llevó más de un par de horas y lo único que tuve que hacer fue pasar un rato en un enorme salón privado en Barneys, mientras unas chicas y unos tipos con pinta de gays traían percheros llenos de ropa. Con todo eso formaron… no sé… conjuntos… y me enseñaron qué cosas tenía que ponerme con qué otras cosas. Bebimos un par de cervezas y yo me probé un poco de todo, mientras los demás opinaban sobre lo que me sentaba bien y lo que no. Al final, salí cargado con todo esto. -Señaló la maleta-. ¡Algunas cosas son una locura! ¡Ven a ver!

Hundió las manos en las pilas de ropa, sacó un buen montón y lo arrojó sobre el sofá, entre los dos. Brooke estuvo a punto de gritarle que tuviera más cuidado y que procurara mantener los dobleces y el orden de las pilas, pero hasta ella se dio cuenta de que habría sido una ridiculez. Se inclinó sobre el montón y sacó un jersey de cachemira verde musgo, con capucha. Estaba tejido en punto de abeja y era suave como la manta de un bebé. La etiqueta del precio marcaba 495 dólares.