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– Ven aquí -dijo, aun sabiendo que él no toleraba el agua caliente y que apenas soportaba el agua tibia-. Hay espacio de sobra para los dos.

Se echó un poco de champú en la mano, ajustó la temperatura del agua para que volviera a estar templada y le dio un beso en la mejilla.

– Ven, cariñito.

Se deslizó otra vez contra su cuerpo y sonrió, mientras él, con cierta vacilación, volvía a colocarse bajo la ducha. Le enjabonó el pelo y lo observó disfrutar del agua tibia.

Era uno de los cientos o quizá miles de pequeños detalles que cada uno conocía del otro, y ese conocimiento mutuo era siempre una fuente de intensa felicidad para ella. Le encantaba pensar que tal vez era la única persona del mundo en saber que Julian detestaba sumergirse en agua caliente (la evitaba escrupulosamente en la bañera, en la ducha, en los jacuzzis y en los baños termales), pero que era capaz de soportar sin una sola queja el agua templada e incluso la fría; que se bebía las bebidas calientes de un trago y él mismo reconocía que era un «tragafuegos» (bastaba dejarle delante una taza de café hirviendo o un cuenco con sopa humeante para que él se lo echara al gaznate sin un sorbito de prueba), y que tenía una resistencia al dolor poco frecuente, como había quedado demostrado la vez que se fracturó el tobillo y reaccionó solamente con un breve «¡Mierda!», pero en cambio gritaba y se retorcía como un niño pequeño cuando Brooke intentaba arrancarle un antiestético pelo del entrecejo. Incluso en aquel momento, mientras él se enjabonaba, Brooke sabía que él se alegraba de poder usar una pastilla de jabón, en lugar de gel de baño, pero que mientras el producto no oliera a lavanda o, peor aún, a pomelo, estaba dispuesto a usar cualquier cosa que tuviera a mano.

Ella se inclinó para besarle la barbilla sin afeitar y recibió un chorro de agua en los ojos.

– Te lo mereces -dijo Julian, dándole una palmadita en el trasero-. Así aprenderás a no meterte con un cantante que está en el número cuatro.

– ¿Qué opina don Número Cuatro de un achuchón rápido?

Julian le devolvió el beso, pero salió de la ducha.

– No seré yo quien le explique a tu padre que hemos llegado tarde a su fiesta porque su hija me ha asaltado en la ducha.

Brooke se echó a reír.

– Cobardica.

Cynthia ya estaba en el restaurante cuando llegaron, recorriendo como una tromba el salón privado, en un frenético despliegue de energía e instrucciones. Habían escogido Ponzu, que en su opinión era el nuevo restaurante de moda del sureste de Pennsylvania. Según Randy, sin embargo, la supuesta «fusión asiática» del lugar era un intento excesivamente ambicioso de servir sushi y teriyaki japoneses, rollitos de primavera de inspiración vietnamita, un pad thai que pocos tailandeses habrían reconocido y un plato «de autor» de pollo y brécol, que apenas se diferenciaba de los que ofrecían en los restaurantes chinos baratos. A nadie parecía preocuparle que no hubiera ningún plato de verdadera fusión, por lo que los cuatro mantuvieron la boca cerrada y de inmediato se pusieron a trabajar.

Los dos hombres colgaron dos enormes carteles de papel de aluminio que decían ¡felices 65! y enhorabuena por la jubilación, mientras Brooke y Michelle arreglaban las flores compradas por Cynthia en los jarrones proporcionados por el restaurante, suficientes para colocar dos arreglos por mesa. No habían terminado el primer arreglo, cuando Michelle dijo:

– ¿Habéis pensado qué vais a hacer con tanto dinero?

A Brooke casi se le caen las tijeras de las manos por la sorpresa. Nunca hasta entonces había hablado con Michelle de nada personal y una conversación sobre el potencial económico de Julian le parecía totalmente inapropiada.

– Oh, ya sabes. Todavía tenemos un montón de préstamos que devolver de nuestra época de estudiantes y una tonelada de facturas que pagar. No es tan fabuloso como parece -respondió, encogiéndose de hombros.

Michelle cambió una rosa por una peonía y ladeó la cabeza, para estudiar el efecto.

– ¡Vamos, Brooke! No te engañes. ¡Vais a nadar en dinero!

Sin saber cómo responder a eso, Brooke se limitó a soltar una risita incómoda.

Todos los amigos de su padre y de Cynthia llegaron a las seis en punto y se pusieron a circular por la sala, sirviéndose bocaditos de las bandejas que pasaban y bebiendo vino. Cuando por fin llegó el padre de Brooke a lo que ya sabía desde hacía tiempo que era su fiesta «sorpresa», el ambiente era adecuadamente festivo. Así lo demostraron los invitados, cuando el encargado del restaurante acompañó al señor Greene al salón privado y todos los presentes lo recibieron con gritos de «¡Sorpresa!» y «¡Felicidades!», mientras él pasaba por el ciclo de reacciones habituales en las personas que necesitan fingir asombro ante una fiesta sorpresa que en realidad no lo es. Aceptó la copa de vino que le tendió Cynthia y se la bebió de un trago, en un esfuerzo deliberado por disfrutar de la fiesta, aunque Brooke sabía que habría preferido mil veces quedarse en casa, preparando el calendario de partidos de pretemporada.

Por fortuna, Cynthia había preparado los brindis para la hora del cóctel. Brooke era una oradora nerviosa y no quería pasar toda la velada sufriendo. Pero con una copa y media de Vodka Tonic, todo le resultó un poco más fácil y pudo pronunciar sin ningún contratiempo el discurso que se había preparado. El público pareció disfrutar sobre todo con la historia de cuando Randy y ella visitaron a su padre por primera vez después del divorcio y lo encontraron metiendo pilas de revistas viejas y de facturas pagadas en el horno, porque tenía pocos armarios y no quería que el espacio del horno «se desperdiciara». Randy y Cynthia fueron los siguientes y, pese a la incómoda mención por parte de esta última de «la instantánea conexión» que habían sentido «en el momento mismo en que se conocieron» (cuando casualmente el padre de Brooke aún estaba casado con su madre), todo marchó a pedir de boca.

– ¡Eh, atención todo el mundo! ¿Puedo pediros que me prestéis atención sólo un minuto más? -preguntó el señor Greene, mientras se ponía en pie desde el puesto que ocupaba, en el centro de una mesa alargada de banquete.

El salón guardó silencio.

– Quiero daros las gracias a todos por haber venido. Agradezco especialmente a mi adorable esposa que haya organizado esta fiesta en sábado y no en domingo (¡por fin ha entendido la diferencia entre fútbol universitario y fútbol profesional!), y a mis cuatro queridos hijos, por estar aquí esta noche. ¡Vosotros hacéis que todo merezca la pena!

Los invitados aplaudieron. Brooke se sonrojó y Randy levantó la mirada al cielo, meneando la cabeza. Cuando Brooke miró a Julian, lo encontró tecleando furiosamente en su móvil, debajo de la mesa.

– Sólo una cosa más. Quizá algunos de vosotros sepáis que tenemos una estrella en ascenso en la familia…

Eso captó la atención de Julian.

– Pues bien, ¡tengo el placer de anunciar que el disco de Julian saldrá en el número cuatro de la lista de éxitos de la revista Billboard, la semana que viene! -Todos los presentes respondieron con aclamaciones y aplausos-. Os propongo un brindis por mi hijo político, Julian Alter, por conseguir lo que parecía casi imposible. Sé muy bien que hablo por todos, Julian, cuando digo que estamos muy orgullosos de ti.

Se acercó entonces a Julian, que estaba asombrado pero claramente encantado, y lo abrazó, y Brooke sintió una corriente de gratitud hacia su padre. Era exactamente lo que Julian llevaba toda la vida esperando que hiciera su propio padre, y si no iba a recibirlo de él, Brooke se alegraba de que al menos pudiera disfrutar del aprecio de su familia. Julian dio las gracias al padre de Brooke y rápidamente volvió a sentarse, y aunque estaba un poco sonrojado por ser el centro de la atención, era evidente que estaba muy complacido. Brooke le cogió la mano y se la apretó, y él le devolvió el apretón el doble de fuerte.