Intentó leer un rato, pero no dejaban de llegarle a la cabeza pensamientos que le producían ansiedad. Sabía que lo mejor habría sido apretarse contra Julian y pedirle que le masajeara la espalda o le rascara la cabeza; pero antes de que pudiera darse cuenta, estaba diciendo algo completamente distinto:
– ¿Te parece que tenemos suficiente sexo? -preguntó, mientras ajustaba el elástico de la máscara para dormir.
– ¿Suficiente? -preguntó Julian-. ¿Según qué criterios?
– Julian, lo digo en serio.
– Yo también. ¿Con quién nos estamos comparando?
– Con nadie en particular -replicó ella, con un matiz de exasperación cada vez más evidente-. Sólo con… no sé… lo normal.
– ¿Lo normal? No sé, Brooke, yo creo que somos bastante normales. ¿Y tú?
– Hum.
– ¿Lo dices por lo de esta noche? ¿Porque los dos estamos horriblemente cansados? No seas tan dura con nosotros.
– ¡Hace tres semanas desde la última vez, Julian! Lo más que habíamos llegado a estar sin hacerlo fueron quizá cinco días, ¡y eso fue cuando yo tuve la neumonía!
Julian suspiró y siguió leyendo.
– Rook, ¿podrías dejar de preocuparte por nosotros? Estamos bien, de verdad.
Brooke guardó silencio unos minutos, mientras pensaba en ello. En realidad, ella no quería más sexo (era cierto que estaba agotada), pero le habría gustado que él sí quisiera.
– ¿Has cerrado con llave la puerta de entrada cuando has llegado? -preguntó.
– Creo que sí -murmuró él, sin levantar la cabeza.
Estaba leyendo un artículo sobre los mejores técnicos de guitarra de Estados Unidos y ella sabía que no recordaría si la había cerrado o no.
– Pero ¿la has cerrado o no?
– Sí, seguro que la he cerrado.
– Porque si no estás seguro, me levanto y voy a ver. Prefiero treinta segundos de incomodidad a que me maten -dijo ella, con un suspiro profundo y dramático.
– ¿De verdad? -dijo él, tapándose todavía más con las mantas-. Yo pienso justo lo contrario.
– En serio, Julian. La semana pasada murió aquel tipo en esta misma planta. ¿No crees que deberíamos tener un poco más de cuidado?
– Brooke, cariño, aquel hombre era un borracho que se mató de tanto beber. No estoy seguro de que cerrar la puerta con llave hubiese cambiado mucho las cosas.
Ella ya lo sabía, por supuesto (sabía absolutamente todo lo que pasaba en la finca, porque el portero era un chismoso y no paraba de hablar), pero ¿iba a morirse Julian por prestarle un poco de atención?
– Es posible que esté embarazada -anunció.
– No estás embarazada -replicó él automáticamente, sin dejar de leer.
– No, pero ¿y si lo estuviera?
– Pero no lo estás.
– ¿Cómo lo sabes? Siempre puede haber fallos. Podría estar embarazada. ¿Qué haríamos entonces? -preguntó ella, con la voz quebrada por un falso sollozo.
Julian sonrió y finalmente (¡por fin!) dejó la revista.
– Cariño, ven aquí. Lo siento, debí darme cuenta antes. Quieres mimos.
Ella asintió. Su comportamiento había sido tremendamente inmaduro, pero estaba desesperada.
Él se deslizó hasta su lado de la cama y la envolvió en un abrazo.
– ¿Y no se te ha ocurrido decir: «Julian, marido adorado, hazme mimos, préstame atención», en lugar de ponerte a discutir conmigo?
Ella negó con la cabeza.
– Claro que no se te ha ocurrido -dijo él con un suspiro-. ¿De verdad te preocupa nuestra vida sexual o lo decías también para tratar de hacerme reaccionar?
– Sólo para que reaccionaras -mintió ella.
– ¿Y no estás embarazada?
– ¡No! -respondió ella, con un poco más de énfasis de lo que pretendía-. Ni por asomo.
Se resistió a preguntarle si sería lo peor del mundo que realmente estuviera embarazada. Después de todo, llevaban cinco años casados…
Se dieron un beso de buenas noches (él aguantó la crema hidratante, pero arrugando la nariz y exagerando unas arcadas), y ella esperó los diez minutos de rigor hasta que la respiración de Julian se volvió más pausada, para ponerse la bata y dirigirse de puntillas a la cocina. Después de comprobar que la puerta de entrada estuviera cerrada con llave (lo estaba), se sentó delante del ordenador para echar un rápido vistazo a Internet.
En los primeros tiempos de Facebook, había dedicado casi todo su tiempo de conexión al absorbente mundo del Espionaje al Ex Novio. Primero había localizado a los tres o cuatro noviecillos del instituto y la universidad, y después, a aquel venezolano con el que había salido un par de meses cuando estaba cursando el posgrado (y que habría podido ser algo más que una aventura si su inglés hubiera sido sólo un poquito mejor), y se había puesto al corriente de sus vidas. Había comprobado con agrado que todos estaban más feos que cuando ella los había conocido y se había preguntado en repetidas ocasiones lo mismo que se preguntaban otras muchas mujeres de veintitantos años: ¿por qué casi todas las chicas que conocía se habían vuelto mucho más guapas que en la universidad, pero todos los chicos estaban más gordos, más calvos y parecían muchísimo mayores?
Había pasado así un par de meses, hasta que empezó a interesarse por algo más que las fotos de los gemelos del chico con el que había asistido a la fiesta de graduación, y en poco tiempo empezó a acumular amigos de todas las épocas de su vida: del jardín de infancia en Boston (de cuando sus padres todavía estaban estudiando); del campamento de verano en Poconos; del instituto de secundaria en los alrededores de Filadelfia; docenas y docenas de amigos y conocidos de la Universidad de Cornell y de su programa de posgrado en el hospital, y últimamente, colegas de los dos empleos, el hospital y el colegio Huntley. Y aunque ni siquiera recordaba la existencia de muchos de los amigos cuyos nombres reaparecían en la carpeta de notificaciones, siempre se alegraba de recuperar el contacto y averiguar qué había sido de ellos en los últimos diez o incluso veinte años.
Aquella noche, hizo lo de siempre: aceptó la solicitud de amistad de una vecina de la infancia cuya familia se había mudado cuando aún estaban en el colegio; después, curioseó en su perfil, prestando atención a todos los detalles («soltera; estudió en la Universidad de Colorado en Boulder; residente en Denver; le gustan la bicicleta de montaña y los tíos con el pelo largo»), y finalmente le envió un mensaje breve y amable, pero poco entusiasta, sabiendo que probablemente ahí empezaría y acabaría todo su «reencuentro».
Pulsó el botón de inicio y fue transportada otra vez a la adictiva lista de noticias, donde hizo un repaso rápido de las actualizaciones de estado de sus amigos sobre el partido de los Cowboys, las monerías que hacían sus hijos, sus ideas de disfraces para Halloween, su alegría de que ya fuera viernes y las fotos que habían publicado de los variados sitios del mundo donde habían pasado las vacaciones. Sólo cuando llegó al final de la segunda página, vio la actualización de Leo, escrita toda en mayúsculas, por supuesto, como si le estuviera gritando directamente a ella.
Leo Walsh
preparándome para la sesión de fotos de julian alter, mañana en el soho. ¡modelos supercalientes! si queréis ir, mandadme un mensaje.
¡Puaj! Por fortuna, el programa de correo electrónico señaló con un sonido que tenía un mensaje entrante, antes de que pudiera pararse a pensar en el tono grosero de la actualización de Leo.