Se puso en pie y lo miró con intensidad, esperando de él una disculpa, un ataque o cualquier cosa, menos lo que hizo: mirar con expresión vacía la pantalla silenciosa del televisor, mientras meneaba la cabeza sin dar crédito a lo que acababa de oír y como diciendo: «Me he casado con una lunática.»
– Bueno, me alegro de que lo hayamos dejado claro -dijo ella en tono sereno, antes de dirigirse al dormitorio.
Esperaba que él fuera tras ella para hablar al respecto, abrazarla y recordarle que nunca se iban a la cama enfadados; pero cuando una hora más tarde volvió al cuarto de estar, lo encontró acurrucado en el sofá, bajo la manta morada, roncando suavemente. Se dio la vuelta y regresó a la cama, sola.
11 Metido hasta las rodillas en un mar de tequila y chicas de dieciocho años
Julian soltó una carcajada cuando la langosta más grande se puso en cabeza.
– ¡Setecientos gramos ya es líder! ¡Está a punto de tomar la curva! -dijo, en su mejor imitación de un comentarista deportivo-. ¡Creo que ya ha ganado!
Su rival, una langosta más pequeña de concha oscura y brillante, y unos ojos que a Brooke le parecieron enternecedores, se apresuró a reducir la distancia.
– No te precipites -dijo Brooke.
Estaban sentados en el suelo de la cocina, con la espalda apoyada en la isla central, animando a sus respectivas competidoras. Brooke se sentía vagamente culpable por poner a las langostas a jugar carreras, antes de echarlas en una olla de agua hirviendo, pero a ellas no parecía importarles. Sólo cuando Walter se puso a olfatear la suya, que se negó a avanzar un centímetro más, Brooke intervino y la rescató de ulteriores torturas.
– ¡Victoria por abandono del rival! -exclamó Julian, mientras levantaba el puño y chocaba con la mano en alto una de las pinzas de la langosta, cerradas con gomas.
Walter se puso a ladrar.
– El ganador las meterá en el agua -anunció Brooke, señalando con un gesto la olla para langostas que habían encontrado en la despensa de los Alter-. No creo que yo pudiera.
Julian se puso en pie y le tendió la mano a Brooke, para ayudarla a levantarse.
– Ve a ver el fuego, mientras yo me ocupo de estas chicas.
Ella aceptó la proposición y se fue al salón, donde un par de horas antes Julian le había enseñado a encender el fuego. Era algo que siempre habían hecho su padre y Randy, y a Brooke le encantó descubrir lo gratificante que resultaba apilar estratégicamente la leña y acomodarla con el atizador. Cogió un tronco mediano de la cesta que había junto al hogar, lo colocó con cuidado en diagonal, encima de la pila, y se sentó en el sofá, para contemplar fascinada las llamas. En la otra habitación, sonó el teléfono móvil de Julian.
Al cabo de un momento, Julian salió de la cocina con dos copas de vino en la mano y se sentó a su lado en el sofá.
– Estarán listas dentro de quince minutos. No han sentido nada, te lo prometo.
– Sí, seguro que les ha gustado. ¿Quién llamaba? -preguntó ella.
– ¿Que quién llamaba? Ah, no sé. Nadie, no importa.
– Chin-chin -dijo Brooke, mientras entrechocaba las copas.
Julian hizo una inspiración profunda y dejó escapar un suspiro de satisfacción que parecía decir que todo en el mundo era perfecto.
– ¡Qué bien se está aquí! -exclamó.
El suspiro y el sentimiento encajaban a la perfección con el momento, pero algo le olió mal a Brooke. Parecía como si Julian se esforzara demasiado por complacerla.
Las relaciones entre ambos habían sido notablemente tensas en las semanas anteriores a la fiesta de Sony. Julian había confiado hasta el último momento en que Brooke renunciaría a sus obligaciones en Huntley, y cuando no lo hizo (y él tuvo que viajar a los Hamptons sin acompañante), su reacción fue de indignación. En los diez días que habían pasado desde la fiesta, lo habían hablado lo mejor que habían podido; pero Brooke no podía quitarse de encima la sensación de que Julian seguía sin entender su punto de vista, y pese a los heroicos esfuerzos de ambos por seguir adelante y actuar como si nada hubiera pasado, las cosas no acababan de encajar entre los dos.
Brooke bebió un sorbo de vino y tuvo una sensación de tibieza en el estómago que no le era desconocida.
– ¡Se está más que bien! Esto es fabuloso -dijo ella por fin, en un tono extrañamente formal.
– No entiendo por qué mis padres no vienen nunca en invierno. Se pone muy bonito cuando nieva; tienen esta chimenea tan impresionante, y todo está desierto.
Brooke sonrió.
– Completamente desierto. ¡Eso es precisamente lo que no pueden soportar! ¿Para qué van a ir a comer a Nick & Tony's, si nadie puede verlos sentados a la mejor mesa?
– Sí, supongo que en ese sentido estarán mejor en Anguila, luchando con los otros turistas. Además, ahora en la isla todo estará dos o tres veces más caro, y eso les encanta, porque hace que se sientan especiales. Seguro que están felices.
Aunque a ninguno de los dos le gustaba admitirlo, ambos se alegraban de que los padres de Julian fueran propietarios de una casa en East Hampton. No pasaban allí ningún fin de semana con los padres de Julian, ni se atrevían a visitarla en los meses de verano (incluso habían celebrado su boda a principios de marzo, cuando todavía había nieve acumulada en el suelo); pero durante seis meses al año, la casa les ofrecía una lujosa posibilidad de huir de la ciudad. Durante los dos primeros años de casados, la habían aprovechado a fondo, para ver el inicio de la primavera, visitar los viñedos locales o pasear por la playa en octubre, cuando el tiempo empezaba a empeorar; pero con el frenético ritmo de los trabajos de ambos, hacía más de un año que no la visitaban. Había sido idea de Julian pasar allí la noche de fin de año, los dos solos, y aunque Brooke sospechaba que lo hacía por restablecer la paz y no por un auténtico deseo de intimidad, había aceptado de inmediato.
– Voy a preparar la ensalada -informó ella, poniéndose en pie-. ¿Quieres algo?
– Te ayudo.
– ¿Qué le has hecho a mi marido? -bromeó Brooke.
El teléfono volvió a sonar. Julian le echó un vistazo y se lo guardó otra vez en el bolsillo.
– ¿Quién era?
– No sé, número oculto. No sé quién podrá estar llamándome ahora -dijo él, mientras la seguía a la cocina.
Sin que ella se lo pidiera, escurrió las patatas y empezó a hacer el puré.
La conversación durante la cena fue más fluida y relajada, probablemente gracias al vino. Parecía como si hubieran llegado al acuerdo tácito de no mencionar el trabajo de ninguno de los dos. En lugar de eso, hablaron de Nola y de la promoción que acababa de recibir, de lo feliz que estaba Randy con la pequeña Ella y de la posibilidad de hacer una escapada juntos a algún lugar cálido, antes de que Julian tuviera la agenda de las giras mucho más ocupada.
Los bizcochitos de chocolate que Brooke había preparado para el postre le habían quedado menos firmes de lo que hubiera querido, y con la nata montada, el helado de vainilla y las virutas de chocolate por encima, parecían más bien un revuelto de bizcochitos, pero estaban muy buenos. Julian se puso todo el equipo de nieve para darle a Walter el último paseo del día, mientras Brooke fregaba los platos y hacía el café. Se encontraron otra vez delante del fuego. El teléfono de Julian volvió a sonar, pero él lo silenció una vez más, sin siquiera mirar la pantalla.
– ¿Cómo te sientes por no cantar esta noche? Habrá parecido bastante raro que rechazaras la invitación -preguntó Brooke, con la cabeza apoyada en el regazo de Julian.
Lo habían invitado a actuar en el programa de fin de año de la MTV desde Times Square y, después, a partir de la medianoche, a una fiesta llena de famosos en el Hotel on Rivington. Julian se había entusiasmado cuando Leo se lo dijo al principio del otoño; pero después, a medida que se fue acercando la fecha, la exaltación inicial se había ido enfriando. Cuando finalmente le pidió a Leo que lo cancelara todo con una semana de antelación, nadie se asombró tanto (ni se alegró tanto) como Brooke, sobre todo cuando la miró y le pidió que fuera con él a los Hamptons, para pasar la velada juntos en la casa de sus padres.