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– ¿Te he oído bien? ¿Has dicho «la pareja de J y Bro»? -preguntó Brooke, convencida de que se lo habría inventado.

– ¡Cienciología! -exclamó Julian, antes de que Brooke le indicara con un gesto que bajara la voz-. ¡Se creen que somos cienciólogos!

Brooke tuvo que hacer un esfuerzo mental para asimilarlo todo a la vez. ¿Clínicas de rehabilitación? ¿Terapia de pareja? ¿«J y Bro»? Que todo fuera una sarta de mentiras no era tan preocupante como el hecho de que contenía pequeños retazos de verdad. ¿Qué «fuente cercana a la familia» había mencionado a John Travolta, con quien Julian realmente había tenido cierto contacto, aunque sin ninguna relación con la cienciología? ¿Y quién estaba dando por sentado (por segunda vez en la misma revista) que Julian y ella estaban pasando por un mal momento de su relación? Brooke estuvo a punto de preguntarlo, pero al ver la cara de desesperación de Julian, se esforzó por mantener un tono despreocupado.

– Mira, no sé qué te parecerá a ti, pero entre la Iglesia de la cienciología, el loquero de fama mundial que no nos ha visto nunca y «la pareja de J y Bro», ya se puede decir que estás totalmente en la cima. Si ésos no son indicadores de fama, no sé qué pueden ser.

Lo dijo con una gran sonrisa, pero Julian parecía descorazonado.

Con el rabillo del ojo, Brooke vio un destello de luz, y por una fracción de segundo pensó que era muy raro ver un rayo durante una nevada. Antes de que pudiera hacer ningún comentario al respecto, la joven camarera volvió a aparecer junto a la mesa.

– Eh… Ah… -murmuró, logrando parecer a la vez avergonzada y entusiasmada-. Siento mucho lo de los fotógrafos ahí fuera…

Su voz se apagó justo a tiempo para que Brooke se volviera y viera a cuatro hombres con cámaras, pegados a las ventanas del café. Julian debió de haberlos visto antes que ella, porque alargó un brazo, la cogió de la mano y dijo:

– Tenemos que irnos.

– El jefe… eh… uh… les ha dicho que no podían entrar, pero no podemos obligarlos a marcharse de la acera -dijo la camarera.

Su expresión parecía decir: «Me faltan dos segundos para pedirte un autógrafo», y Brooke supo que tenían que irse de inmediato.

Sacó dos billetes de veinte de la cartera, se los arrojó a la chica y preguntó:

– ¿Hay una puerta trasera? -Ante el gesto afirmativo de la camarera, cogió a Julian de la mano-. Vámonos -dijo.

Cogieron los abrigos, los guantes y las bufandas, y salieron directamente por la puerta trasera del café. Brooke intentó no pensar en lo desarreglada que estaba, ni en lo mucho que hubiese querido evitar que el mundo entero viera fotos suyas en pantalones de chándal y rodete, porque aún más desesperadamente deseaba proteger a Julian. Por un afortunado milagro, su Jeep estaba aparcado detrás del café, por lo que consiguieron montarse, poner en marcha el motor y dar el giro necesario para salir del aparcamiento, antes de que los vieran los paparazzi.

– ¿Qué hacemos? -preguntó Julian, con algo más que una nota de pánico en la voz-. No podemos volver a casa, porque nos seguirán. Averiguarán la dirección.

– ¿No crees que probablemente ya lo saben? ¿No es por eso por lo que han venido aquí?

– No lo sé. Estamos en el centro del pueblo de East Hampton. Si buscas a alguien que sabes que está en los Hamptons en pleno invierno, lo más lógico es empezar por aquí. Creo que sólo han tenido suerte.

Julian siguió la Ruta 27, hacia el este, en dirección opuesta a la casa de sus padres. Por lo menos dos coches los estaban siguiendo.

– Podríamos volver directamente a Nueva York…

Julian golpeó el volante con la palma de la mano.

– ¡Todas nuestras cosas están en la casa! Además, es peligroso conducir con este tiempo. Podríamos matarnos.

Se quedaron un momento en silencio y finalmente Julian dijo:

– Marca el número de la policía local, el que no es para urgencias, y pon el manos libres.

Brooke no sabía exactamente cuál era su plan, pero no quería discutir. Marcó el número y, cuando una operadora respondió a la llamada, Julian empezó a hablar.

– Hola, soy Julian Alter y en este momento voy hacia el este por la Ruta 27, saliendo de East Hampton Village. Hay unos cuantos coches con fotógrafos y me están persiguiendo a velocidad peligrosa. Si vuelvo a casa, temo que intenten entrar en la finca. ¿Sería posible que nos esperara un agente en casa, para recordarles que es propiedad privada y que no pueden pasar?

La mujer aseguró que les enviaría a alguien en veinte minutos y, después de decirle la dirección de la casa de sus padres, Julian colgó.

– Has sido muy listo -dijo Brooke-. ¿Cómo se te ha ocurrido?

– No se me ha ocurrido a mí. Es lo que me dijo Leo que hiciera, si en algún momento estábamos fuera de Manhattan y empezaban a seguirnos. Ya veremos si funciona.

Siguieron moviéndose en círculos durante los siguientes veinte minutos, hasta que Julian consultó el reloj y giró por el pequeño camino rural que conducía a los prados donde los Alter tenían su casa, en una parcela de seis mil metros cuadrados. El jardín delantero era grande, bonito y muy cuidado, pero la casa no estaba lo bastante retirada para escapar a un teleobjetivo. Los dos sintieron alivio al ver un coche de policía aparcado en la intersección del camino rural con el sendero de entrada de la casa. Julian se detuvo a su lado y bajó la ventanilla. Los dos coches que los seguían se habían convertido en cuatro, y todos se detuvieron tras ellos. Al instante oyeron el ruido de las cámaras disparando, cuando el policía salió de su vehículo y se dirigió al Jeep.

– Buenos días, agente. Soy Julian Alter y ésta es Brooke, mi mujer. Sólo intentamos volver a casa en paz. ¿Podría ayudarnos?

El policía era joven, quizá de veintisiete o veintiocho años, y no parecía particularmente molesto por haber visto interrumpida su mañana de Año Nuevo. Brooke dirigió al cielo una silenciosa plegaria de agradecimiento y cruzó los dedos para que el agente reconociera a Julian.

El hombre no la defraudó.

– Julian Alter, ¿eh? Mi novia es fan suya. Nos había llegado el rumor de que sus padres vivían por aquí, pero no estábamos seguros. ¿Es ésta la casa?

Julian forzó la vista para ver la placa de identificación del policía.

– Así es, agente O'Malley -dijo-. Me alegro de que a su novia le gusten mis canciones. ¿Qué le parece si le mando un cedé del álbum autografiado?

El ruido de las cámaras continuaba y Brooke se preguntó con qué leyendas se publicarían las fotos. ¿«Julian Alter arrestado tras participar drogado en carrera clandestina.»? O quizá: «Agente expulsa a Alter del pueblo. "No queremos gente de su calaña", declara.» O tal vez el tema favorito de todos: «Alter intenta convertir a la cienciología a un agente de policía.»

La expresión de O'Malley se iluminó con la sugerencia.

– Seguro que le encantará.

Antes de que Julian pudiera decir una palabra más, Brooke abrió la guantera y le pasó una copia de Por lo perdido. Habían dejado allí un cedé sin abrir, para ver si los padres de Julian se decidían a escucharlo antes del verano siguiente, pero Brooke se dio cuenta de que le habían encontrado un uso mucho mejor. Rebuscó en el bolso y encontró un bolígrafo.

– Se llama Kristy -dijo el agente, que en seguida deletreó el nombre dos veces.

Julian arrancó el plástico que envolvía el cedé, retiró las notas de la crítica y escribió: «Para Kristy, con cariño, Julian Alter.»

– ¡Gracias! ¡No se lo va a creer! -dijo O'Malley, guardándose con cuidado el cedé en el bolsillo lateral de la cazadora-. Y ahora, ¿en qué puedo ayudarlo?