Pero no podía decir nada de eso, por supuesto, de modo que no dijo nada, como siempre, y simplemente se quedó mirando, mientras las puertas del ascensor se cerraban.
«No voy a pensar en nada de eso esta noche -se instruyó Brooke, mientras abría la puerta con la tarjeta magnética-. Ésta es la gran noche de Julian, ni más, ni menos.» Aquella noche haría que merecieran la pena todas las invasiones de su intimidad, la agenda horrorosamente llena y la parte de su vida convertida en espectáculo. Pasara lo que pasase (un nuevo rumor maligno sobre una infidelidad de Julian, una foto humillante tomada por alguno de los paparazzi o un comentario desagradable de alguien del entorno de Julian, hecho únicamente con ánimo de «ayudar»), Brooke estaba decidida a disfrutar cada segundo de una velada tan increíble. Apenas un par de horas antes, su madre se había puesto poética y le había dicho que una noche como aquélla era algo que se vivía sólo una vez en la vida y que su obligación era disfrutarla tan intensamente como le fuera posible. Brooke prometió que lo haría.
Entró en la suite y sonrió a una de las asistentes (¿quién podía recordarlos a todos?), que la condujo directamente a un sillón de maquillaje, sin saludarla siquiera. La angustia que pendía sobre la habitación como una manta mojada no era un augurio de que la noche en sí misma no fuera a ser fabulosa. No iba a permitir que los preparativos la deprimieran.
– ¡Control de la hora! -gritó una de las asistentes, de desagradable voz chillona, que resultaba aún más irritante por su marcado acento neoyorquino.
– ¡La una y diez!
– ¡Más de la una!
– ¡Ya pasa de la una! -replicaron simultáneamente otras tres voces, todas con tintes de pánico.
– ¡Muy bien, tenemos que darnos prisa! Disponemos de una hora y cincuenta minutos, lo que significa, a juzgar por el aspecto de todo esto… -Hizo una pausa, giró exageradamente para ver toda la habitación, cruzó la mirada con Brooke y se la sostuvo mientras terminaba la frase-…que nos falta mucho para estar presentables.
Con mucha cautela, Brooke levantó una mano, con cuidado para no molestar a las dos personas que estaban trabajando en sus ojos, y le hizo un gesto a la asistente, para que se acercara.
– ¿Sí? -preguntó Natalya, sin hacer el menor esfuerzo para ocultar su irritación.
– ¿Cuándo esperas que Julian esté de vuelta? Hay algo que necesito decirle…
Natalya echó a un lado la cadera prácticamente inexistente y consultó una tablilla portapapeles de metacrilato.
– Veamos. Ahora ha acabado el masaje relajante y va de camino al afeitado en caliente. Tiene que estar de vuelta exactamente a las dos, pero en cuanto llegue tendrá que ver al sastre, para asegurarnos de que finalmente está bajo control el problema de la solapa.
Brooke le sonrió con dulzura a la ajetreada joven y decidió cambiar de estrategia.
– Estarás ansiosa por que termine de una vez el día. Por lo que veo, no has parado de correr ni un segundo.
– ¿Es tu manera de decir que voy hecha una mierda? -contestó Natalya, mientras se llevaba automáticamente la mano al pelo-. Porque si es eso, deberías decirlo directamente.
Brooke suspiró. ¿Por qué sería imposible acertar con aquella gente? Quince minutos antes, cuando se había armado de valor y le había preguntado a Leo si el hotel de Beverly Hills donde se alojaban era el mismo donde se había rodado Pretty Woman, él le había contestado que no tenía tiempo para hacer turismo.
– No he querido decir eso, ni mucho menos -le dijo a Natalya-. Es sólo que el día está siendo una locura y creo que estás haciendo un gran trabajo.
– Alguien tiene que hacerlo -respondió Natalya, antes de marcharse.
Brooke estuvo a punto de llamarla para decirle dos palabras sobre los buenos modales y la cortesía, pero se lo pensó mejor cuando recordó al periodista que lo observaba todo a tres metros de distancia. Por desgracia, aquel hombre tenía permiso para seguirlos a todas partes durante las horas anteriores a la gala de los Grammy, como parte de su investigación para un artículo de fondo que su revista iba a publicar sobre Julian. Leo había negociado algún tipo de trato, por el cual garantizaba acceso sin restricciones a Julian durante una semana, si la revista New York se comprometía a dedicarle una portada; por eso, transcurridos cuatro días de la semana, todo el entorno de Julian seguía esforzándose por mantener una fachada de sonrisas y amor al trabajo, que sin embargo se estaba desmoronando miserablemente. Cada vez que Brooke sorprendía una mirada del periodista (que por lo demás parecía un tipo simpático), fantaseaba con la posibilidad de asesinarlo.
Estaba impresionada por la habilidad con que un buen reportero era capaz de confundirse con el paisaje. Antes de entrar en la vorágine de la fama, siempre le había parecido ridículo que alguien discutiera con su pareja, reprendiera a un empleado o incluso contestara al móvil delante de un periodista en busca de primicias jugosas, pero ahora comprendía muy bien a las víctimas. El hombre de la revista New York los acompañaba constantemente desde hacía cuatro días; pero al comportarse como si fuera ciego, sordo y mudo, había llegado a parecer tan poco amenazador como el papel pintado. Y Brooke sabía que era entonces cuando se volvía más peligroso.
Oyó el timbre de la puerta, pero no pudo volver la cabeza, so pena de mutilación con el rizador de pelo.
– ¿Será el almuerzo? -preguntó.
Una de las artistas del maquillaje resopló.
– Poco probable. No creo que la Nazi del Reloj considere prioritaria la comida. Y ahora no hables más, porque voy a intentar disimularte las líneas de la sonrisa.
Brooke ya casi no prestaba atención a ese tipo de comentarios. Incluso se alegraba de que la maquilladora no le hubiera preguntado todavía si no había pensado en algún tratamiento de aclarado para erradicar las pecas, un tema que en los últimos tiempos estaba a la orden del día. Intentó distraerse leyendo Los Ángeles Times, pero no pudo concentrarse con la agitación que había a su alrededor. Recorrió con la vista el dúplex de doscientos metros cuadrados y contó dos maquilladores, dos peluqueros, una experta en uñas, una estilista, una publicista, un agente, un productor, un periodista de la revista New York, una probadora enviada por Valentino y suficientes asistentes para cubrir las necesidades de la Casa Blanca.
Sin duda era ridículo, pero Brooke no podía evitar sentirse emocionada. Estaba en los Grammy (¡los Grammy!), a punto de acompañar a su marido por la alfombra roja, delante del mundo entero. Decir que todo era increíble era decir poco. ¿Alguien podía creerse lo que les estaba pasando? Desde la primera vez que había oído cantar a Julian en el destartalado Rue B, casi nueve años atrás, le había dicho a todo el mundo que iba a ser una estrella. Lo que nunca había previsto era la verdadera magnitud de la palabra estrella. ¡Una estrella de rock! ¡Una superestrella! Su marido, el mismo que todavía se compraba calzoncillos boxers de la marca Hanes en paquetes de tres, el mismo que se moría por los palitos de pan del Olive Garden y se hurgaba la nariz cuando creía que ella no lo estaba mirando, era una estrella de la canción internacionalmente aclamada, con millones de fans que lo adoraban y chillaban por él. No podía imaginar un momento, ni siquiera en el futuro, en que fuera capaz de abarcar mentalmente aquella realidad.