Sonó el timbre por segunda vez, y una de las jovencísimas asistentes corrió a abrir la puerta y soltó un gritito.
– ¿Quién es? -preguntó Brooke, que no podía abrir los ojos, mientras se los delineaban.
– El guardia de seguridad de la joyería Neil Lane -oyó que le respondía Natalya-. Viene a traer tus cosas.
– ¿Mis cosas? -repitió Brooke.
Para no soltar un gritito ella también, apretó los labios e intentó no sonreír.
Cuando finalmente llegó la hora de ponerse el vestido, creyó que iba a desmayarse de emoción (y de hambre, porque incluso con un ejército de ayudantes en la suite, nadie parecía preocupado por la comida). Dos asistentes desplegaron el magnífico modelo de Valentino y otra le sostuvo la mano mientras ella se metía en el vestido. La cremallera le subió sin problemas por la espalda y el traje le enfundó las caderas recién estilizadas y el pecho levantado con trucos de experto como si estuviera hecho a medida, lo cual era cierto, por supuesto. El corte de sirena realzaba la cintura esbelta y disimulaba por completo el volumen del trasero, y el escote corazón festoneado le acentuaba el surco del pecho de la mejor manera posible. Aparte de su color (un dorado profundo, pero no metálico, sino semejante a una reluciente piel bronceada), el vestido era toda una lección de cómo una tela fabulosa y un corte perfecto siempre serán mucho más eficaces que todos los volantes, crinolinas, cuentas, perlas, cristales y lentejuelas para convertir un vestido bonito en algo absolutamente espectacular. Tanto la probadora de Valentino como su estilista asintieron para expresar su aprobación, y Brooke se alegró enormemente de haber redoblado los ejercicios en el gimnasio durante los dos meses anteriores. ¡Había merecido la pena!
Después les llegó el turno a las joyas y ya fue demasiado. El guardia de seguridad, un hombre bajo de estatura pero con hombros de jugador de fútbol americano, entregó tres estuches de terciopelo a la estilista, que los abrió inmediatamente.
– Perfecto -declaró, mientras sacaba las piezas de las cajas de terciopelo.
– Dios -murmuró Brooke, nada más ver los pendientes.
Eran de gota, con sendos diamantes en forma de pera que destacaban sobre un delicado pavé de brillantes, muy al estilo del viejo Hollywood.
– Date la vuelta -le ordenó la estilista, que con mano experta le puso los pendientes en los lóbulos de las orejas y le acomodó en la muñeca derecha un brazalete de estilo similar.
– Son preciosos -exhaló Brooke, mientras contemplaba los diamantes que le relucían en el brazo. Se volvió hacia el guardia de seguridad-. Esta noche tendrá que acompañarme al lavabo, porque tengo la costumbre de «perder» joyas todo el tiempo.
Rió para mostrar que era una broma, pero el guardia ni siquiera le devolvió la sonrisa.
– ¡La mano izquierda! -ladró la estilista.
Brooke alargó el brazo izquierdo y, antes de que pudiera decir nada, la mujer le quitó la sencilla alianza de oro de matrimonio, la que Julian había mandado grabar con la fecha de su boda, y puso en su lugar un anillo con un diamante del tamaño de una fresa.
Brooke retiró la mano en cuanto se dio cuenta.
– No, esto no. Será mejor que no, porque esa alianza…
– Julian lo entenderá -dijo la mujer, que se ratificó en su decisión cerrando bruscamente el estuche del anillo-. Voy a traer la Polaroid para hacer unas cuantas tomas de prueba y asegurarnos de que todo sale bien en las fotos. No te muevas.
Finalmente sola, Brooke dio una vuelta delante del espejo de cuerpo entero, instalado en la suite especialmente para la ocasión. No recordaba haber estado nunca tan guapa. El maquillaje la hacía sentirse una versión más bonita pero real de sí misma, y la piel le resplandecía de salud y color. Por todas partes refulgían los diamantes. El peinado, con el pelo recogido en la nuca en una gruesa trenza, resultaba elegante pero natural, y el vestido era absolutamente perfecto. Se miró encantada al espejo y cogió el teléfono de la mesilla, ansiosa por compartir aquel momento.
El teléfono sonó antes de que pudiera marcar el número de su madre, y Brooke sintió un sobresalto de angustia en la boca del estómago, cuando el número del Centro Médico de la Universidad de Nueva York apareció en la identificación de la llamada. ¿Para qué la llamarían? Otra nutricionista, Rebecca, le había cambiado dos guardias por otras dos guardias, un día festivo y un fin de semana. El trato era bastante injusto, pero ¿qué otra opción tenía? ¡Eran los Grammy! Otra idea le pasó fugazmente por la cabeza, antes de que pudiera apartarla de su pensamiento. ¿No la estaría llamando Margaret para decirle que pensaba asignarle todo el turno de pediatría?
Se permitió un instante de esperanzada emoción, antes de decirse que probablemente sólo era Rebecca, para pedirle que le aclarara algún detalle de un gráfico. Se aclaró la garganta y contestó la llamada.
– ¿Brooke? ¿Me oyes?
La voz de Margaret sonó con potente claridad a través de la línea.
– Hola, Margaret. ¿Todo en orden? -preguntó Brooke, intentando que su voz sonara tan calma y confiada como le fue posible.
– Ah, sí, hola. Ahora te oigo. Oye, Brooke, me estaba preguntando cómo estarías. Estaba empezando a preocuparme.
– ¿A preocuparte? ¿Por qué? Aquí todo va muy bien.
¿Habría leído Margaret algo de la basura a la que se había referido la periodista del ascensor? Rezó para que no fuera así.
Margaret suspiró audiblemente, casi con tristeza.
– Mira, Brooke. Ya sé que es un gran fin de semana para Julian y para ti. No hay ningún otro sitio donde debieras estar y me duele mucho tener que llamarte ahora; pero tengo un equipo que dirigir y no puedo hacerlo si voy corta de personal.
– ¿Corta de personal?
– Ya sé que probablemente eso es lo último que te ha pasado por la cabeza, teniendo en cuenta cómo se han desarrollado las cosas últimamente; pero si vas a faltar al trabajo, es imperativo que encuentres a alguien que cubra tus guardias. La tuya empezaba esta mañana a las nueve y ya son más de las diez.
– ¡Dios mío! ¡Lo siento muchísimo! ¡Margaret! Estoy segura de que puedo arreglarlo todo, si me concedes cinco minutos. Te llamo en seguida.
Brooke no esperó respuesta. Cortó la comunicación y buscó entre sus contactos el número de Rebecca. Rezó todo el tiempo mientras sonaba el teléfono y sintió una oleada de alivio cuando oyó la voz de su colega.
– ¿Rebecca? Hola. Soy Brooke Alter.
Hubo un segundo de vacilación.
– Eh… ¡Ah, hola! ¿Cómo estás?
– Yo bien, pero Margaret acaba de llamarme para preguntarme dónde estoy, y como tú y yo cambiamos las guardias…
Brooke dejó la frase inconclusa, por miedo a decir algo ofensivo si continuaba.
– Ah, sí. Habíamos quedado en eso -respondió Rebecca, en tono meloso y risueño-, pero al final te dejé un mensaje diciéndote que me era imposible.
Brooke se sintió como si le hubieran dado una bofetada. Oyó que un hombre joven prorrumpía en una exclamación de júbilo en el salón de la suite y sintió deseos de asesinarlo, quienquiera que fuese.
– ¿Me dejaste un mensaje?
– Sí, claro. Vamos a ver… Si hoy es domingo… debo de habértelo dejado… hum… el viernes por la tarde.
– ¿El viernes por la tarde?
Brooke había salido para el aeropuerto hacia las dos. Rebecca había debido de llamar al teléfono de su casa y le habría dejado un mensaje en el contestador. Sintió una fuerte oleada de náuseas que iba en aumento.