– ¿Has visto ya las fotos de Julian Alter? -preguntó a su amiga la de voz más chillona.
– No. ¿De verdad son tan escandalosas?
– ¡Ni te lo imaginas! La chica se le está frotando por todo el cuerpo. En una de las fotos, parece como si lo estuvieran haciendo por debajo de la falda de ella.
– ¿Quién es la chica? ¿Se sabe ya?
– Nadie, una desconocida, una chica cualquiera que fue al Chateau a divertirse.
Por enésima vez aquella noche, a Brooke se le cortó la respiración. En los lavabos había mucho movimiento: mujeres que entraban y salían, que se lavaban las manos, se corregían imaginarios defectos del peinado o se aplicaban un poco más de pintalabios aunque no lo necesitaran. Pero ella sólo tenía oídos para aquellas dos voces. No era bueno para ella, pero la curiosidad era más fuerte que su voluntad. Tras comprobar que la puerta del compartimento estaba bien cerrada con el pestillo, alineó los ojos con la ranura del lado de las bisagras para espiar el exterior. Junto a la línea de los lavabos, había dos mujeres, las dos de unos veinticinco o treinta años, probablemente actrices o cantantes en ascenso, aunque Brooke no reconoció a ninguna de las dos.
– ¿En qué estaría pensando para hacerlo en el Chateau? Si iba a engañar a su mujer, al menos podría haber sido más discreto.
La otra soltó una risita burlona.
– ¡Oh, como si importara mucho dónde lo hacen! Al final, siempre los descubren. ¡Mira lo que le pasó a Tiger! Los hombres son así de estúpidos.
El comentario hizo que su amiga se riera.
– Julian Alter no es Tiger Woods y su mujer está muy lejos de ser una supermodelo sueca.
Brooke sabía muy bien que no era ninguna supermodelo sueca, pero no necesitaba que se lo dijeran. Deseaba desesperadamente salir de aquellos lavabos, pero le disgustaba tanto la idea de volver con Julian y Leo, como la de quedarse en el baño escuchando conversaciones ajenas. Una de las mujeres sacó un cigarrillo.
– ¿Crees que ella va a dejarlo? -preguntó a Voz Chillona su amiga, la del moderno flequillo supercorto.
Se oyó un resoplido.
– No creo que vaya a irse a ningún sitio, a menos que él quiera.
– Es maestra de escuela o algo así, ¿no?
– Enfermera, creo.
– ¿Te lo imaginas? Eres una chica normalita y, de la noche a la mañana, tu marido se convierte en superestrella.
Voz Chillona soltó una carcajada particularmente estruendosa.
– No creo que Martin corra peligro de convertirse en «supernada». Supongo que tendré que esforzarme yo sola, si quiero llegar a algún sitio.
Flequillo exhaló un último aro de humo y apagó la colilla en el lavabo.
– Están en un callejón sin salida -anunció, con la seguridad de quien lo ha visto todo, ha estado en todas partes y conoce a todo el mundo-. Ella es tímida y buena chica, y él es un dios. Los dioses no se mezclan con enfermeras.
«¡Nutricionista! -habría querido gritar Brooke-. ¡Al menos no digáis lo que no es, mientras diseccionáis mi matrimonio y me hacéis pedazos!»
Las dos se introdujeron sendos chicles entre los labios recién pintados, cerraron los bolsos y se marcharon sin decir nada más. El alivio de Brooke era palpable, tanto que cuando finalmente salió del compartimento, ni siquiera vio a la mujer que estaba apoyada en el extremo más alejado de la línea de los lavabos, tecleando en un teléfono móvil.
– Perdona por inmiscuirme, pero ¿no eres Brooke Alter?
Brooke hizo una brusca inspiración al oír su nombre. En aquel momento, habría preferido un pelotón de fusilamiento antes que otra conversación.
La mujer giró la cara hacia ella, le tendió la mano y Brooke la reconoció de inmediato como una prestigiosa actriz de cine y televisión, enormemente famosa. Intentó disimular que lo sabía todo acerca de ella: desde los personajes que había interpretado en un sinfín de comedias románticas a lo largo de los años, hasta lo mucho que había padecido cuando su marido la había abandonado por una tenista profesional prácticamente menor de edad, estando ella embarazada de seis meses. Pero era inútil fingir que no había reconocido a Carter Price. ¿Acaso era posible que alguien no reconociera a Jennifer Aniston o a Reese Witherspoon? ¡Por favor!
– Sí, soy Brooke -respondió, con una voz tan suave y contenida que hasta a ella misma le pareció triste.
– Yo soy Carter Price… Oh… No me había dado cuenta… Lo siento mucho…
Inmediatamente, Brooke se llevó las manos a la cara. Carter la estaba mirando con tanta compasión, que pensó que debía de estar espantosa.
– Has oído todo lo que han dicho esas dos vacas, ¿verdad?
– Bueno… En realidad…
– ¡No puedes escuchar a esa gente, a nadie que sea como ellas! Son mezquinas, tontas, ridículas… Creen que lo saben todo, que son capaces de imaginar lo que es tener los entresijos de tu matrimonio a la vista del público, pero no tienen ni idea. No entienden nada.
No era lo que Brooke esperaba, pero la reconfortó oírlo.
– Gracias -dijo, alargando la mano para aceptar el pañuelo de papel que le tendía Carter.
Se dijo que no debía olvidar contarle a Nola que Carter Price le había dado un pañuelo de papel, pero en seguida se sintió estúpida por pensarlo.
– Mira, tú y yo no nos conocemos -dijo Carter, gesticulando en el aire con sus dedos largos y gráciles-, pero me habría gustado que alguien me hubiera dicho en su momento que las cosas poco a poco mejoran. Todas las historias, por muy escandalosas o tristes que sean, al final pasan. Los buitres siempre necesitan miserias frescas para alimentarse; por eso, si conservas la calma y te niegas a hacer comentarios, verás que todo poco a poco irá mejorando.
Brooke estaba tan deslumbrada por el hecho de tener a Carter Price delante, hablando implícitamente de su relación con su ex (quizá el actor más fascinante, talentoso y respetado de su generación), que se olvidó de hablar.
Debió de estar callada más tiempo del que le pareció, porque Carter se volvió otra vez hacia el espejo, con la barra correctora en una mano.
– Vaya, ya veo que no era asunto mío, ¿verdad? -dijo, mientras se aplicaba la barra sobre una imaginaria bolsa bajo el ojo izquierdo.
– ¡No! Todo lo que me has dicho ha sido tan, pero tan útil… Y te lo agradezco tanto, tanto… -dijo Brooke, consciente de que estaba hablando como una adolescente analfabeta.
– Toma -dijo Carter, pasándole una copa llena de champán-. Tú la necesitas más que yo.
En cualquier otra circunstancia, Brooke habría rechazado cortésmente el ofrecimiento, pero esa vez aceptó la copa de manos de Carter, la fabulosa estrella de cine, y se bebió todo el champán de un trago. Habría dado cualquier cosa por otra copa más.
Carter la miró con expresión aprobadora y asintió.
– Es como si hubieran invitado a todo el mundo a tu casa y todos tuvieran algo que decir al respecto.
¡Era tan simpática! ¡Y tan normal! Brooke se sintió culpable por todas las veces que le había dicho a Nola si no habría sido el mal genio de Carter o su chapucera operación de aumento de mamas lo que había empujado a su ex a los brazos de aquella tenista. Nunca más volvería a opinar acerca de alguien que no conocía.