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– Tenemos que hablar de esas fotos. No es buen momento, lo sé, pero no puedo aguantar más la incertidumbre. Si supieras las cosas que dice la gente… las cosas que me han estado diciendo…

– Chis -dijo él, apoyándole un dedo sobre los labios-. Hablaremos de todo eso y lo solucionaremos, pero ahora disfrutemos de este momento. ¡Descorchemos una botella de champán! Leo ha dicho que nos ha metido en la lista de invitados a la fiesta que organiza Usher en la Geisha House, después de la gala, ¡y te aseguro que va a ser increíble!

Un millón de imágenes desfilaron una tras otra por la mente de Brooke y todas incluían periodistas, flashes y un corro de mujeres engañadas que le ofrecían consejos, sin que ella se los pidiera, sobre la mejor manera de superar el dolor y la humillación. Antes de que pudiera decirle a Julian que necesitaba saber la verdad en ese mismo instante, alguien llamó a la puerta.

Ninguno de los dos dijo que se podía pasar, pero Leo entró de todos modos. Samara iba tras él y los dos miraron a Brooke.

– Hola, Brooke. ¿Qué tal estás? -preguntó Samara, sin el menor rastro de interés en la voz.

Brooke fingió una sonrisa.

– Escuchad, chicos, la CBS quiere una entrevista después de la actuación.

– Samara… -empezó Julian, pero Leo lo interrumpió.

– Una entrevista a los dos -dijo, como si les estuviera comunicando la fecha de su ejecución.

– ¡Oh, por favor, tíos! ¡Vamos!

– Ya lo sé, Julian, y créeme que lo siento, pero tengo que insistir en que salgas ahí fuera. Brooke puede decidir si quiere acompañarte o no. -Samara hizo una pausa-. Pero quiero que quede claro que todos en Sony apreciarían muchísimo que saliera a hablar. Obviamente, esas fotos han despertado mucho interés. Tenéis que salir y mostrarle al mundo que todo va bien.

Todos guardaron silencio un momento, hasta que Brooke se dio cuenta de que la estaban mirando a ella.

– ¿Qué es esto? ¿Una broma? Julian, díselo…

Julian no respondió. Cuando Brooke reunió valor para mirarlo, él tenía la vista fija en sus propias manos.

– No iré -dijo Brooke.

– ¿Cinco minutos más de solidaridad? Iremos ahí fuera, sonreiremos, diremos que todo va bien y después podremos hacer lo que queramos.

Leo y Samara hicieron gestos de asentimiento ante la sabiduría y el sentido común de Julian.

Brooke notó que llevaba el vestido terriblemente arrugado. La cabeza le estallaba de dolor. Se puso en pie, pero no lloró.

– Brooke, ven aquí, hablemos de esto -dijo Julian, con su voz de «manejar a la loca de mi mujer».

Ella pasó al lado de Samara y quedó cara a cara con Leo delante de la puerta del camerino.

– ¿Me permites? -dijo.

Al ver que él no se apartaba, se escurrió entre su cuerpo y la pared para abrir la puerta. Por última vez a lo largo de aquel día, sintió la mano sudorosa de Leo apoyada en su piel.

– Brooke, espera un minuto. -Su irritación era evidente-. No puedes irte así. Hay diez mil reporteros con sus cámaras fuera del centro. Te comerán viva.

Brooke se volvió y miró a Leo, conteniendo la respiración cuando sus caras estuvieron demasiado cerca.

– Considerando cómo están las cosas aquí, creo que me arriesgaré. Ahora quítame del cuello esa mano asquerosa y déjame pasar.

Y sin decir nada más, se marchó.

14 Eso de quitarse la ropa

Nola había pedido que el coche la esperara en un cruce específico detrás del Staples Center, y por algún milagro (o quizá porque la gente no suele marcharse a mitad de la gala), Brooke consiguió salir por la parte de atrás y meterse en el coche sin que la vieran los paparazzi. Encontró su maleta abierta en el asiento trasero, con todas sus cosas pulcramente dobladas, gracias a la amabilidad de una empleada del Beverly Wilshire. El conductor le anunció que saldría un momento del vehículo, para que pudiera cambiarse y ponerse ropa de calle con la necesaria intimidad.

Rápidamente, Brooke llamó a Nola.

– ¿Cómo has hecho todo esto? -preguntó, sin siquiera saludarla-. ¿Sabes que tienes un gran futuro como asistente?

Era más fácil bromear que tratar de explicarle cómo había sido realmente la velada.

– Oye, no creas que vas a salvarte. Quiero que me lo cuentes todo, pero ha habido un cambio de planes.

– ¿Un cambio de planes? ¡Por favor, no me digas que tengo que quedarme esta noche en Los Ángeles!

– No tienes que quedarte, pero tampoco puedes venir. Tengo la casa rodeada de paparazzi. Debe de haber unos ocho, o quizá diez. Ya he desconectado el teléfono fijo. Si así están las cosas en mi casa, no quiero ni imaginar cómo debe de estar la tuya. No creo que te apetezca meterte en el lío que hay aquí.

– Nola, no sabes cuánto lo siento…

– ¡Por favor! Esto es, con diferencia, lo más emocionante que me ha pasado en la vida, así que cállate, por favor. Te he reservado una plaza en el vuelo directo de US Airways a Filadelfia y he llamado a tu madre para decírselo. Sales a las diez de la noche y llegas poco antes de las seis de la mañana. Tu madre irá a buscarte al aeropuerto. ¿Te parece bien?

– Me parece perfecto. No tengo palabras para agradecértelo.

El conductor aún estaba fuera del coche, hablando por el móvil, y Brooke quería empezar a moverse antes de que alguien la descubriera.

– Recuerda ponerte calcetines bonitos, para cuando te quites los zapatos en los controles del aeropuerto, porque te aseguro que habrá alguien haciendo fotos. Sonríe todo lo que puedas y ve a la sala de espera de primera clase. Probablemente no estarán allí.

– Muy bien.

– Ah, y deja todas las prendas prestadas en el asiento trasero del coche. El conductor las llevará al hotel y ellos se encargarán de devolvérselas a la estilista.

– No sé cómo darte las gracias.

– No hace falta, Brooke. Tú harías exactamente lo mismo por mí si mi marido se convirtiera en megaestrella de la noche a la mañana y me persiguieran los paparazzi; aunque claro, para que eso sucediera, tendría que casarme, lo cual es sumamente improbable, y mi hipotético marido tendría que tener un mínimo de talento, lo cual es aún menos probable…

– Estoy demasiado cansada para discutir, pero quiero que sepas que tus probabilidades actuales de felicidad y éxito en una relación de pareja son por lo menos diez mil veces superiores a las mías, así que deja de dar la lata. Te quiero mucho.

– Yo también te quiero. Recuerda: ponte unos calcetines monos y llámame.

Brooke pasó todo el trayecto del Staples Center al aeropuerto de Los Ángeles guardando con cuidado el vestido en la funda que le habían proporcionado, metiendo los zapatos en sus correspondientes bolsas contra el polvo y colocando las joyas y el bolso de mano en sus estuches de terciopelo pulcramente alineados en el asiento, a su lado. Sólo cuando se quitó la piedra gigantesca del dedo anular izquierdo cayó en la cuenta de que la estilista todavía tenía en su poder su sencilla alianza de matrimonio, por lo que tomó nota mentalmente de pedirle a Julian que la recuperara, pero se resistió al impulso de considerar que aquello era una especie de señal.

Durante el vuelo, dos Bloody Marys y una píldora de Zolpidem le garantizaron las cinco horas de inconsciencia que necesitaba, pero tal como le reveló la reacción de su madre en la zona de recogida de equipajes, hicieron muy poco por mejorar su apariencia. Brooke sonrió y saludó a su madre con la mano, al verla al final de la escalera mecánica, y estuvo a punto de derribar al hombre que tenía delante.

La señora Greene la abrazó con fuerza y después se echó atrás, con los brazos extendidos, para mirarla de arriba abajo. Repasó el chándal, las zapatillas y la coleta de Brooke, y declaró:

– Estás horrible.

– Gracias, mamá. Me siento todavía peor.

– Vamos a casa. ¿Has facturado algo?

– No, sólo llevo esto -respondió Brooke, señalando con un gesto la pequeña maleta con ruedecitas-. Cuando tienes que devolver el vestido, los zapatos, el bolso, las joyas y la ropa interior, no queda mucho que guardar.