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Su madre empezó a circular entre la gente, hacia el ascensor.

– Me he prometido no hacerte ninguna pregunta hasta que estés lista para hablar al respecto.

– Gracias, no sabes cuánto te lo agradezco.

– Entonces…

– Entonces, ¿qué? -preguntó Brooke.

Salieron del ascensor. El aire frío de Filadelfia golpeó a Brooke en la cara, como si necesitara un recordatorio de que ya no estaba en California.

– Entonces… esperaré. Estaré esperando, por si en algún momento te apetece hablar… de cualquier cosa.

– Muy bien, mamá, muchas gracias.

Su madre levantó las manos al aire, antes de abrir el coche.

– ¡Brooke! Me estás torturando.

– ¿Torturándote? -respondió ella, fingiendo incredulidad-. Lo único que hago es aceptar tu amable ofrecimiento de dejarme un poco de espacio para respirar.

– Sabes perfectamente bien que el ofrecimiento no era sincero.

Brooke metió su escaso equipaje en el maletero y se sentó en el asiento del acompañante.

– ¿No vas a concederme ni siquiera el trayecto en coche, antes de empezar el interrogatorio? Créeme que, en cuanto empiece, no vas a ser capaz de hacerme callar.

Fue un alivio para ella que su madre charlara sin parar durante todo el camino hasta su casa en el centro y le contara todo acerca de la gente que había conocido en su nuevo club de jogging. Incluso mientras aparcaban el coche en el garaje subterráneo del edificio y mientras subían en ascensor hasta el apartamento de dos dormitorios en el quinto piso de la finca, la señora Greene mantuvo su animado soliloquio. Sólo cuando entraron y cerraron la puerta, se volvió hacia Brooke, que se preparó para lo que iba a venir.

Su madre, en un gesto poco frecuente de intimidad, le puso una mano sobre una mejilla.

– Primero, ve a ducharte. Hay toallas limpias en el baño y también encontrarás ese champú nuevo de lavanda que tanto me gusta. Después, conviene que comas algo. Te haré una tortilla francesa (sólo con las claras, ya lo sé) y te prepararé unas tostadas. Y a continuación, dormirás un poco. Tienes los ojos rojos; supongo que no has podido dormir mucho en el avión. La cama está hecha en el segundo dormitorio y ya he puesto el aire acondicionado al máximo.

Retiró la mano y se dirigió a la cocina.

Brooke exhaló el aire que había contenido, llevó rodando la maleta al dormitorio y se desmoronó en la cama. Se quedó dormida antes de poder quitarse los zapatos.

Cuando se despertó con una necesidad tan atroz de orinar que ya no podía seguir conteniendo, el sol se había movido hasta su posición vespertina, detrás del edificio. Según el reloj, eran las cinco menos cuarto. Oyó a su madre en la cocina, vaciando el lavavajillas. En algo así como diez segundos, se le vino encima todo lo sucedido la noche anterior. Cogió el teléfono móvil y sintió a la vez tristeza y satisfacción al ver doce llamadas perdidas y otros tantos mensajes de texto, todos ellos de Julian, enviados a partir de las once de la noche, hora de California, y durante toda la madrugada y la mañana.

Hizo un esfuerzo para levantarse de la cama y fue primero al baño y después a la cocina, donde encontró a su madre delante del lavavajillas, mirando un pequeño televisor instalado debajo de un armario. Oprah estaba abrazando a una invitada que Brooke no supo identificar y su madre meneaba la cabeza.

– Hola -dijo Brooke, preguntándose por enésima vez qué haría su madre si alguna vez dejaban de emitir el programa de Oprah-. ¿Quién es la invitada?

La señora Greene ni siquiera se volvió.

– Mackenzie Phillips -respondió-, ¡otra vez! ¿Te lo puedes creer? Oprah quiere ver cómo le ha ido después del anuncio inicial.

– ¿Y cómo le ha ido?

– Es una heroinómana en rehabilitación que durante diez años tuvo relaciones sexuales con su padre. No soy ninguna psicóloga, pero diría que su pronóstico a largo plazo no debe de ser muy bueno.

– Cierto.

Brooke cogió de la despensa un paquete de Oreos de cien calorías y lo abrió. Se metió un par en la boca.

– ¡Dios, qué buenas están! ¿Cómo es posible que tengan sólo cien calorías?

Su madre resopló.

– Porque sólo te dan unas migajas. Tienes que comer cinco paquetes para quedar remotamente satisfecha. Son un timo.

Brooke sonrió.

Su madre apagó el televisor y se volvió hacia Brooke.

– Ahora sí que te voy a hacer la tortilla y las tostadas. ¿Qué te parece?

– Sí, muy bien. Me estoy muriendo de hambre -dijo, mientras vaciaba directamente en la boca lo que quedaba del contenido del paquete.

– ¿Recuerdas cuando erais pequeños Randy y tú, y yo hacía «desayuno» para cenar, un par de veces al mes? A los dos os encantaba.

Sacó una sartén de un cajón y la roció con aceite vegetal en aerosol hasta que pareció que estuviera mojada.

– Sí, claro que me acuerdo. Pero estoy casi segura de que lo hacías dos o tres veces por semana, y no un par de veces al mes, y estoy completamente segura de que sólo a mí me gustaba. Papá y Randy solían encargar una pizza, cada vez que tú hacías huevos por la noche.

– ¡No, Brooke! ¡Tan a menudo, no! ¡Me pasaba la vida cocinando!

– Sí, sí, claro.

– Todas las semanas hacía un puchero enorme de chili con pavo. Eso sí que os encantaba a todos.

Rompió media docena de huevos en un cuenco y empezó a batirlos. Brooke abrió la boca para oponerse cuando su madre añadió a la mezcla su famosa «salsa especial» (un chorrito de leche de soja con sabor a vainilla, que daba a los huevos un nauseabundo sabor dulzón), pero se contuvo. Ya le pondría un montón de ketchup a la tortilla, y se la comería, como siempre.

– ¡Pero si el chili venía preparado! -exclamó Brooke, mientras abría otro paquete de Oreos-. Lo único que hacías era añadir el pavo y un frasco de salsa de tomate.

– No negarás que estaba delicioso.

Brooke sonrió. Su madre sabía que era una cocinera espantosa y nunca había pretendido lo contrario, pero las dos se divertían con aquel pequeño juego.

La señora Greene usó una pala metálica para retirar la tortilla de huevos vainillados de la sartén antiadherente, y la repartió entre dos platos. Sacó cuatro rebanadas de pan de la tostadora y las repartió también, sin darse cuenta de que no había pulsado el botón para tostarlas. Le pasó uno de los platos a Brooke y le señaló con un gesto la mesita que había junto a la puerta de la cocina.

Llevaron los platos a la mesa y se sentaron en sus lugares habituales. La madre de Brooke regresó rápidamente a la cocina y volvió con dos latas de Coca-Cola Light, dos tenedores, un cuchillo, un frasco de crema de cacahuete baja en calorías con sabor a uva y un aerosol de mantequilla, y lo puso todo sobre la mesa, sin ceremonias.

– Bon appetit! -canturreó.

– ¡Qué rico! -dijo Brooke, mientras movía por el plato la tortilla con sabor a vainilla.

Roció con el aerosol de mantequilla sus rebanadas de pan sin tostar y levantó la lata.

– ¡Chin-chin!

– ¡Chin-chin! Por… -Brooke notó que su madre se contenía, probablemente para no decir algo sobre estar juntas o sobre un nuevo comienzo, o para no hacer alguna otra referencia poco sutil a Julian. En lugar de eso dijo-: ¡Por la alta gastronomía y la buena compañía!

Comieron con rapidez y Brooke se sorprendió agradablemente de que su madre siguiera sin preguntarle nada. Pero aquello, por supuesto, tuvo el efecto deseado de hacerle sentir unas ganas desesperadas de hablar de la situación, lo que su madre seguramente esperaba desde el principio. Brooke se apresuró a enchufar la tetera eléctrica, y cuando ambas estuvieron sentadas en el sofá, con sendas tazas de Lipton en las manos y el plan de ver los tres últimos episodios de «Cinco hermanos» grabados en vídeo, ya se sentía a punto de estallar.