«¿Eso de quitarse la ropa?» ¡Qué forma tan rara de decirlo! ¡Qué manera tan fría y distante de decirlo! Sintió que la bilis le subía por la garganta al imaginar a Julian tendido desnudo en la cama con otra.
– ¿Brooke? ¿Sigues ahí?
Sabía que él estaba hablando, pero no oía lo que le estaba diciendo. Se apartó el teléfono de la oreja y miró la pantalla. Lo que vio fue una foto de Julian, con la cara apretada contra la de Walter.
Estuvo unos diez segundos más sentada en la cama, o quizá veinte, mirando la foto de Julian y escuchando la marea lejana de su voz en el teléfono. Hizo una inspiración profunda, se llevó el panel del micrófono a los labios y dijo.
– Julian, voy a colgar. No me llames más, por favor. Quiero estar tranquila.
Antes de arrepentirse, apagó el teléfono, le quitó la batería y guardó ambas cosas por separado en el cajón de la mesilla. No habría más conversaciones aquella noche.
15 No soy de las que lloran en la ducha
– ¿Estás segura de que no quieres que entremos, ni siquiera unos minutos? -preguntó Michelle, contemplando la fila de todoterrenos con cristales tintados aparcados delante del portal de Brooke.
– Completamente -respondió Brooke, intentando que su respuesta pareciera definitiva.
El trayecto de dos horas en coche desde la casa de su madre hasta Nueva York, con su hermano y Michelle, le había dado tiempo más que suficiente para ponerlos al corriente de la situación de Julian, y justo cuando estaban llegando a Manhattan, empezaron a hacer el tipo de preguntas sobre su marido que ella no estaba preparada para responder.
– ¿Quieres que te ayudemos a llegar al portal? -preguntó Randy-. Siempre he deseado darle un puñetazo a uno de esos paparazzi.
Ella rechinó los dientes y sonrió.
– Gracias a los dos, pero creo que puedo arreglármelas yo sola. Probablemente están aquí desde la gala de los Grammy y todavía se quedarán unos cuantos días más.
Randy y Michelle intercambiaron una mirada de escepticismo, de modo que Brooke insistió.
– Lo digo en serio. Os quedan otras tres horas de viaje, como mínimo, y se está haciendo tarde, así que lo mejor será que salgáis ahora mismo. Yo iré andando por la acera, haré como que no los veo cuando salgan de los coches y mantendré la cabeza alta. Ni siquiera les diré «sin comentarios».
Randy y Michelle estaban invitados a una boda en Berkshire y habían planeado llegar un par de días antes, en su primera salida sin la niña. Brooke volvió a echar un vistazo furtivo al vientre impresionantemente plano de Michelle y meneó la cabeza, asombrada. Era prácticamente un milagro, sobre todo porque el embarazo había convertido su figura antes esbelta en una masa compacta y achaparrada, sin la menor delineación entre el pecho y la cintura o entre la cintura y los muslos. Brooke había pensado que pasarían años antes de que Michelle recuperara la figura, pero sólo cuatro meses después del nacimiento de Ella, estaba mejor que nunca.
– Bueno, de acuerdo -dijo Randy, arqueando las cejas.
Después le preguntó a Michelle si quería entrar en casa de Brooke para ir al lavabo.
A Brooke no le sentó bien la idea. Se moría por quedarse sola unos minutos, antes de que llegara Nola y empezara la segunda ronda de interrogatorios.
– No, no hace falta -respondió Michelle, y Brooke suspiró aliviada-. Si el tráfico va a estar difícil, lo mejor será que vayamos saliendo. ¿Estás segura de que estarás bien?
Brooke sonrió y se inclinó sobre al asiento delantero para darle un abrazo a Michelle.
– Te prometo que estaré más que bien. Vosotros concentraos en dormir mucho y beber todo lo que podáis, ¿de acuerdo?
– No te extrañes si pasamos toda la boda durmiendo -masculló Randy, asomándose por la ventanilla para recibir el beso de Brooke.
Hubo un cercano estallido de flashes. El hombre que los estaba fotografiando desde la otra acera obviamente los había descubierto antes que los demás, a pesar de que Randy había aparcado a una manzana de distancia del portal de Brooke. Vestía sudadera azul con capucha y pantalones de explorador, y no parecía dispuesto a hacer el menor esfuerzo para disimular sus intenciones.
– ¡Éste sí que está a la que salta! No ha desperdiciado ni un segundo -dijo su hermano, asomándose por la ventana para verlo mejor.
– A éste ya lo había visto antes. Ya verás que en menos de cuatro horas aparecen fotos de nuestro beso en Internet, con leyendas como:
«Esposa despechada no pierde el tiempo y se arroja en brazos de un nuevo amante» -dijo ella.
– ¿Dirán que soy tu hermano?
– ¡Claro que no! Tampoco dirán que tu mujer iba sentada a tu lado en el coche. Aunque pensándolo bien, quizá cuenten que nos montamos un trío.
Randy sonrió con tristeza.
– Qué mal, Brooke. Lo siento. Siento mucho todo esto.
Brooke le apretó el brazo.
– ¡Deja de preocuparte por mí y disfruta del viaje!
– Llama si necesitas algo, ¿de acuerdo?
– Lo haré -replicó ella, fingiendo más despreocupación de lo que habría creído posible-. ¡Conduce con cuidado!
Se quedó allí de pie, saludando, hasta que doblaron la esquina, y después se dirigió en línea recta hacia su portal. No había andado treinta metros, cuando los otros fotógrafos (probablemente alertados por los flashes anteriores) parecieron salir volando de los distintos todoterrenos y se congregaron en un grupo ruidoso y agitado a las puertas de su finca.
– ¡Brooke! ¿Por qué no vas a las fiestas posgala con Julian?
– ¡Brooke! ¿Has echado a Julian de casa?
– ¿Sabías ya que tu marido estaba teniendo una aventura?
– ¿Por qué tu marido aún no ha vuelto a casa?
«Buena pregunta -pensó Brooke-. Ahora somos dos los que nos preguntamos exactamente lo mismo.» Los fotógrafos gritaban y le ponían las cámaras delante de la cara, pero ella procuró no establecer contacto visual con ninguno de ellos. Fingiendo una serenidad que no sentía, abrió primero la puerta de calle, la cerró, y a continuación abrió con la llave la puerta del vestíbulo. Los destellos de los flashes continuaron, hasta que las puertas del ascensor se cerraron tras ella.
En el apartamento había un silencio sepulcral. Tenía que reconocer, siendo sincera consigo misma, que se había permitido esperar contra toda esperanza que Julian lo dejara todo y volviera a casa en el primer avión, para hablar con ella. Sabía que su agenda estaba completamente ocupada por compromisos inaplazables (al estar ella en la lista de las personas con derecho a «copias carbónicas», recibía todas las mañanas por correo electrónico la agenda diaria de Julian, su información de contacto y sus planes de viaje), y sabía perfectamente que no podía cancelar ninguna de las oportunidades que se le habían presentado en la prensa después de los Grammy sólo para volver a casa un par de días antes. Pero eso no impedía que Brooke deseara desesperadamente que lo hiciera. Estaba previsto que Julian aterrizase en el JFK dos días después, el jueves por la mañana, para realizar otra ruta por los medios de comunicación y los programas de entrevistas neoyorquinos, y ella intentaba no pensar en ello hasta que sucediera.
Sólo tuvo tiempo de darse una ducha rápida y poner una bolsa de palomitas en el microondas, antes de que sonara el timbre. Nola y Walter irrumpieron en el diminuto vestíbulo, en un feliz enredo de abrigos y correas, y Brooke rió a carcajadas por primera vez en varios días cuando Walter dio un salto vertical de más de un metro por el aire, para lamerle la cara. Cuando finalmente lo cogió en brazos, se puso a gemir como un cerdito y le llenó la boca de besos.
– No esperes que yo te salude como él -dijo Nola, con una mueca de disgusto.
Pero en seguida transigió y la abrazó con fuerza, de modo que las dos parecieron una tienda india encima de Walter. Nola le dio un beso a Brooke en la mejilla y otro a Walter en el hocico, y después se fue directamente a la cocina, para servir vodka con hielo, con un poco de salmuera de aceitunas.