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– No lo sé, Nola. Espero que no, de verdad. Pero no sé cómo vamos a hacer para superarlo.

Brooke intentó no prestar atención a la sensación de náuseas que le recorría el cuerpo. Por mucho que había hablado en los últimos dos o tres días de «tomarse un tiempo», de que necesitaba «un espacio propio» o de que era preciso «arreglar las cosas», nunca se había permitido considerar seriamente la posibilidad de que Julian y ella no fueran a superar la crisis.

– Oye, Nol, no sabes cuánto me fastidia hacer esto, pero voy a tener que echarte. Necesito dormir.

– ¿Por qué? Estás en el paro. ¿Qué demonios tienes que hacer mañana por la mañana?

Brooke se echó a reír.

– Gracias por tu sensibilidad, pero te comunico que no estoy del todo en el paro. Todavía me quedan las veinte horas semanales en Huntley.

Nola se sirvió otros dos dedos de vodka, pero esta vez no se molestó en echarle el agua de las aceitunas.

– No tienes que ir hasta mañana por la tarde. ¿De verdad tienes que irte a dormir ahora mismo?

– No, pero necesito un par de horas para llorar en la ducha, hacer un esfuerzo para no buscar a la chica del Chateau Marmont en Google y después llorar hasta quedarme dormida cuando la busque a pesar de todo -respondió Brooke.

Lo dijo en tono de broma, claro, pero una vez dicho, sonó muy triste.

– Brooke…

– Es una broma. No soy de las que lloran en la ducha. Además, lo más probable es que me dé un baño.

– No pienso dejarte así.

– Entonces tendrás que dormir en el sofá, porque yo pienso meterme en la cama. Estoy bien, Nola, de verdad. Creo que me hace falta estar un tiempo sola. Mi madre ha sido increíblemente discreta, pero aun así hasta ahora no he tenido ni un solo segundo para mí misma. Aunque por otro lado, supongo que en el futuro tendré tiempo de sobra…

Le llevó otros diez minutos convencer a Nola para que se fuera, y cuando finalmente se marchó, Brooke no se sintió tan aliviada como esperaba. Se dio un baño, se puso el pijama de algodón más cómodo y el albornoz más viejo, y se sentó encima del edredón, después de llevarse el portátil a la cama. Al principio de su matrimonio, había acordado con Julian no tener nunca un televisor en el dormitorio y la prohibición se había ampliado para abarcar también los ordenadores; pero teniendo en cuenta que Julian estaba desaparecido en combate, le pareció casi apropiado descargar 27 Vestidos o cualquier otra película para chicas y quedarse dormida. Por un momento pensó en ir a buscar un poco de helado, pero al final decidió que no quería parecerse tanto a Bridget Jones. La película resultó ser una distracción excelente, sobre todo gracias a su disciplina para mantenerse concentrada en la pantalla y no dejar vagar la mente; pero en cuanto terminó, cometió un error garrafal. O mejor dicho, dos.

Su primera decisión desastrosa fue escuchar los mensajes del buzón de voz. Le llevó unos veinte minutos escuchar los casi veinte mensajes que le habían dejado desde el día de los Grammy. El cambio entre el domingo, cuando sus amigos y familiares la llamaban para desearle buena suerte, y ese mismo día, cuando todos los mensajes parecían de condolencia, era asombroso. Muchos eran de Julian y todos incluían una versión más o menos desganada del «puedo explicártelo». Aunque todos tenían un adecuado tono de súplica, ninguno incluía un «te quiero». Había sendos mensajes de Randy, de su padre, de Michelle y de Cynthia, todos para ofrecerle su apoyo y darle ánimos; había cuatro de Nola, enviados en diversos momentos, para preguntar cómo iba todo y darle noticias de Walter, y uno de Heather, la consejera vocacional de Huntley con la que se había encontrado en la pastelería italiana. El resto eran de antiguos amigos, de (ex) compañeros de trabajo y de conocidos diversos, y todos sonaban como si hubiera muerto alguien. Aunque no había tenido ganas de llorar antes de escucharlos, cuando terminó tenía un nudo en la garganta.

Su segunda y posiblemente peor jugada de principiante fue mirar el Facebook. Estaba segura de que muchos de sus amigos habrían actualizado sus estados con emocionados comentarios sobre la actuación de Julian. Después de todo, no pasaba todos los días eso de que un viejo amigo del instituto o la universidad cantara en la gala de los Grammy. Lo que no había previsto, quizá por ingenuidad, fue el torrente de comentarios de apoyo que le habían dedicado. Su muro estaba inundado de mensajes de todo tipo, desde «Eres fuerte y lo superarás», escrito por la madre de una amiga, hasta «Esto es una demostración más de que todos los hombres son unos gilipollas. No se preocupe, señora Alter. Estamos con usted», escrito por Kaylie. En circunstancias menos humillantes habría sido maravilloso sentirse el objeto de tanto cariño y ánimos, pero en aquel momento le resultó muy doloroso. Todos esos mensajes eran la prueba incontrovertible de que sus miserias privadas se estaban aireando de una manera muy pública, y no sólo ante desconocidos. Por algún motivo que no sabía explicar, había sido más fácil para ella pensar que las fotos de su marido y la chica del Chateau Marmont estaban en manos de una masa de personas sin nombre ni rostro; pero en cuanto se dio cuenta de que también las habían visto su familia, sus amigos, sus compañeros de trabajo y sus conocidos lejanos, la idea le pareció casi insoportable.

La doble dosis preventiva de Zolpidem que tomó aquella noche fue suficiente para dejarla atontada y con resaca al día siguiente, pero no lo bastante fuerte para sumirla en la inconsciencia profunda que deseaba desesperadamente. La mañana y el mediodía pasaron en una neblina, interrumpida únicamente por los ladridos de Walter y las constantes llamadas telefónicas, que ella ignoró. Si no le hubiera aterrorizado la idea de perder también el empleo de Huntley, habría llamado para decir que no se encontraba bien. Sin embargo, en lugar de eso, se obligó a ducharse, comió un sándwich de pan integral con mantequilla de cacahuete y se encaminó hacia el metro, con tiempo suficiente para llegar al Upper East Side a las tres y media. Llegó al colegió quince minutos antes de la hora y, tras pararse a admirar un momento la fachada cubierta de hiedra de la antigua mansión, notó un gran revuelo a la izquierda de la entrada.

Había un pequeño grupo de fotógrafos y probablemente dos reporteros (uno con un micrófono y otro con una libreta), en torno a una mujer rubia de baja estatura con un abrigo de piel de oveja hasta los tobillos, el pelo recogido en un pulcro rodete y una mueca desagradable en la cara. Los fotógrafos estaban tan atentos a la mujer que no advirtieron la llegada de Brooke.

– No, no diría que es nada personal -dijo la mujer, meneando la cabeza. Escuchó un momento y después volvió a negar-. No, nunca he tenido ninguna relación con ella. Mi hija no necesita asesoramiento nutricional, pero…

Brooke dejó de escuchar por una fracción de segundo, cuando comprendió que aquella mujer de aspecto extraño estaba hablando de ella.

– Digamos que no soy la única en pensar que este tipo de atención es inapropiada en un entorno escolar. Mi hija debería concentrarse en el álgebra y el hockey sobre hierba, y en lugar de eso, no hace más que recibir llamadas de periodistas, que le piden declaraciones para los tabloides de difusión nacional. Es inaceptable; por ese motivo, la Asociación de Padres y Madres solicita la dimisión inmediata de la señora Alter.

Brooke se quedó sin aliento. La mujer la vio. Las otras diez o doce personas que formaban un corro a su alrededor (para entonces, Brooke vio que había otras dos madres al lado de la señora rubia) se volvieron para mirarla y de inmediato empezaron los gritos.

– ¡Brooke! ¿Ya conocías a la mujer que aparece en las fotos con Julian?

– Brooke, ¿piensas dejar a Julian? ¿Has vuelto a verlo desde la noche del domingo?

– ¿Qué comentario te merece la solicitud de dimisión de la Asociación de Padres de Huntley? ¿Culpas por esto a tu marido?