Era como volver a vivir la gala de los Grammy, sólo que esta vez sin el vestido, ni el marido, ni la línea de cuerdas que la separaba de los paparazzi. Por fortuna, esta vez contaba con el guardia de seguridad del colegio, un hombre amable de más de sesenta y cinco años, que aunque no tenía mucha fuerza, levantó el brazo delante de los periodistas y les ordenó que retrocedieran, al tiempo que les recordaba que si bien la acera era pública, la escalera que conducía a la puerta principal era propiedad privada. Con una mirada de agradecimiento, Brooke se apresuró a entrar en el edificio. Estaba atónita y enfadada a partes iguales, sobre todo consigo misma, por no prever ni tan siquiera sospechar que toda la infernal atención de los medios de información iba a seguirla hasta la escuela.
Hizo una inspiración profunda y se dirigió a su despacho en la planta baja. Rosie, la auxiliar administrativa adscrita a los programas de guía y asesoramiento, la miró desde su escritorio, cuando Brooke entró en la antesala a la que daban los despachos de Heather y de otras tres asesoras, y el suyo propio. Rosie nunca se había caracterizado por su discreción, pero Brooke supuso que ese día iba a ser aún peor que de costumbre y se preparó para la inevitable referencia a las fotografías de Julian, el alboroto que había en la calle o ambas cosas.
– Hola, Brooke. Avísame cuando te hayas recuperado de toda la… ejem… locura de ahí fuera. Rhonda quiere hablar contigo unos minutos, antes de que empieces a recibir a las chicas -dijo Rosie, con suficiente nerviosismo para que también Brooke se pusiera nerviosa.
– ¿Ah sí? ¿Tienes idea de por qué?
– No -respondió Rosie, aunque se notaba que era mentira-. Me ha pedido que la avise en cuanto llegaras.
– Muy bien. ¿Me dejas que me quite el abrigo y vea si tengo mensajes? ¿Dos minutos?
Entró en su despacho, tan pequeño que sólo cabían una mesa de escritorio, dos sillas y un perchero, y cerró la puerta sin hacer ruido. A través de la puerta de cristal, vio que Rosie cogía el teléfono para informar a Rhonda de que había llegado.
No habían pasado treinta segundos, cuando llamaron a la puerta.
– ¡Pasa! -dijo Brooke, intentando que su tono fuera acogedor.
Respetaba a Rhonda, que además le parecía una persona muy agradable. Sin embargo, aunque no era raro recibir una visita de la directora, esperaba no tener que encontrarse con ella precisamente aquel día.
– Me alegro de que hayas venido, porque quería hablarte de Lizzie Stone -dijo Brooke, con la esperanza de llevar la conversación hacia su propio terreno, mencionando a una de las estudiantes a las que atendía-. No me parece adecuado que confiemos el bienestar de estas chicas al entrenador Demichev -prosiguió Brooke-. Me parece fantástico que sea capaz de crear competidoras olímpicas prácticamente de la nada, pero uno de estos días una de sus chicas se morirá de hambre.
– Brooke -dijo Rhonda, poniendo en su nombre un énfasis desusado-, me interesa lo que me dices y quizá podrías enviarme un informe. Pero ahora tenemos que hablar.
– ¿Hay algún problema?
Sentía el corazón desbocado en el pecho.
– Me temo que sí. Lamento mucho tener que decirte esto, pero…
Brooke lo supo por la expresión de Rhonda. La decisión no era suya, le dijo Rhonda. Aunque era la directora, respondía ante muchos otros, en particular los padres y las madres, quienes pensaban que la atención de la prensa concentrada en Brooke no era buena para el colegio. Todos comprendían que la culpa no era suya y que a ella tampoco podía gustarle el escrutinio de la prensa, y por eso querían que se tomara un tiempo libre (pagado, por supuesto), hasta que las cosas se calmaran.
– Espero que comprendas que sólo es una medida temporal y que es un último recurso que a ninguno de nosotros nos gusta tener que utilizar -añadió Rhonda.
Para entonces, Brooke ya se había despedido mentalmente.
No le dijo a la directora que no era ella quien había atraído la atención de la prensa, sino la madre hostil que en ese mismo instante estaba celebrando una rueda de prensa a las puertas del colegio. También se abstuvo de recordarle que nunca había mencionado el nombre del colegio en ninguna entrevista y que siempre había respetado la intimidad de las estudiantes, hasta el punto de que nunca había explicado a nadie la naturaleza de su trabajo, excepto al círculo más inmediato de familiares y amigos. En lugar de eso, se obligó a poner el piloto automático y dar las respuestas que se esperaban de ella. Le aseguró a Rhonda que lo comprendía y que sabía que la decisión no había sido suya, y añadió que se marcharía en cuanto arreglara un par de asuntos que tenía pendientes. Menos de una hora después, cuando salía a la antesala con el abrigo puesto y el bolso colgado del hombro, se encontró con Heather.
– ¡Eh! ¿Ya has terminado por hoy? ¡Qué envidia!
Brooke tosió, para deshacer el nudo que sentía en la garganta.
– Y no sólo por hoy, sino por el futuro próximo.
– He oído lo que ha pasado -susurró Heather, aunque estaban solas en la habitación.
Brooke se preguntó cómo lo sabría ya, pero en seguida recordó que los rumores se difunden con rapidez en un colegio. Se encogió de hombros.
– Sí, ya ves. Es parte del trato. Si yo fuera madre y pagara cuarenta mil dólares al año para que mi hija estudiara en este colegio, supongo que no me haría gracia verla acosada por los paparazzi cada vez que sale de la escuela. Rhonda me ha dicho que varias chicas han recibido mensajes, a través de sus cuentas de Facebook, de periodistas que querían saber cómo me comportaba en el colegio y si alguna vez les hablaba de Julian. ¿Te lo imaginas? -Suspiró-. Si de verdad es así, probablemente deberían despedirme.
– ¡Qué ruines! ¡Qué gente tan ruin! Escucha, Brooke, creo que deberías conocer a mi amiga, aquella de la que te hablé, la chica casada con el ganador de «American Idol». Supongo que muy poca gente entenderá realmente lo que estás pasando, pero ella sí, créeme…
La voz de Heather se apagó y su expresión se volvió nerviosa, como si tuviera miedo de haber llegado demasiado lejos.
Brooke tenía un interés menos que nulo en conocer a la amiga de Heather, una chica de Alabama mucho más joven que ella, para comparar los problemas de ambas con sus respectivos maridos; pero aun así, asintió.
– Sí, claro. Dame su correo y le escribiré un mensaje.
– Oh, no hace falta. Ya le diré a ella que se ponga en contacto contigo, si a ti te parece bien.
No le parecía nada bien, pero ¿qué podía decir? Solamente quería salir de allí, antes de encontrarse con alguien más.
– Sí, desde luego. Como quieras -replicó torpemente.
Después, forzó una sonrisa, saludó con la mano y se dirigió a toda prisa hacia la puerta principal. Por el camino, se cruzó con un grupo de chicas y una de ellas la llamó por su nombre. Consideró la posibilidad de fingir que no la había oído, pero no pudo seguir caminando como si nada. Cuando se volvió, Kaylie estaba caminando hacia ella.
– ¿Señora Alter? ¿Adónde va? ¿No tenemos sesión hoy? Me han dicho que hay un montón de periodistas en la calle.
Brooke miró a la niña, que como de costumbre estaba girando nerviosamente entre los dedos dos mechones de pelo rizado, y sintió una oleada de culpa.
– Hola, cariño. Parece ser que… bueno… parece ser que voy a tomarme unos días libres. -Al ver que la expresión de Kaylie cambiaba, se apresuró a añadir-: Pero no te preocupes. Estoy segura de que sólo será temporal. Además, tú estás muy bien.
– Pero, señora Alter, no creo que…
Brooke la interrumpió y se le acercó un poco más, para que ninguna de las otras estudiantes oyera lo que iba a decirle.
– Kaylie, tú ya no me necesitas -dijo, con una sonrisa que esperaba que fuera tranquilizadora-. Eres sana, fuerte y sabes cuidar de ti misma, probablemente mejor que cualquiera de las chicas del colegio. No sólo has encontrado tu lugar, sino que eres una de las protagonistas de la obra de fin de curso. Estás estupenda y te sientes bien… ¡Mierda! ¿Qué más quieres que haga por ti?