– Puede que lo quisiéramos los dos, y créeme si te digo que me alegro sinceramente por ti, pero el éxito no es mío. No es mi vida, ni tampoco es nuestra vida. Es sólo tu vida.
Él abrió la boca para decir algo, pero ella levantó una mano.
– No tenía idea de cómo iba a ser. No podía prever nada de esto, cuando tú pasabas los días en el estudio, grabando tu álbum. Era una probabilidad en un trillón, por muy bueno, talentoso y afortunado que fueras. ¡Pero ha sucedido! ¡Te ha pasado a ti!
– Nunca había imaginado que iba a ser así, ni siquiera en mis fantasías más extravagantes o en mis pesadillas -dijo él.
Ella hizo una inspiración profunda y se obligó a decir lo que llevaba tres días pensando.
– No sé si puedo con esto.
Hubo un largo silencio después de sus palabras.
– ¿Qué estás diciendo? -dijo Julian después de lo que pareció una eternidad-. Brooke, ¿qué estás diciendo?
Ella empezó a llorar. No eran sollozos histéricos y entrecortados, sino un llanto tranquilo y silencioso.
– No sé si soy capaz de vivir así. No sé dónde está mi sitio en todo esto, ni si quiero tenerlo. Ya era bastante difícil antes, sin que pasara nada como esto… Y ahora sé que seguirá pasando una y otra vez.
– Eres el amor de mi vida, Brooke. Eres mi mejor amiga. No tienes que encontrar ningún sitio. Todo el sitio es tuyo.
– No. -Brooke se enjugó las lágrimas de las mejillas con el dorso de la mano-. No hay vuelta atrás.
Él parecía extenuado.
– No siempre será así.
– ¡Claro que sí, Julian! ¿Cuándo cambiará? ¿Con el segundo álbum? ¿Con el tercero? ¿Y cuando te envíen de gira por todo el mundo? Estarás fuera durante meses. ¿Qué vamos a hacer entonces?
Al oír aquello, la expresión de Julian cambió, como si de pronto lo hubiera entendido. Parecía a punto de ponerse a llorar también.
– Es una situación imposible. -Brooke sonrió un poco y se secó una lágrima-. La gente como tú no se casa con gente como yo.
– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó él, con expresión de absoluta desolación.
– Ya sabes lo que quiero decir, Julian. Tú eres muy famoso y yo soy una persona corriente.
Se quedaron mirándose sin decir nada durante diez segundos, que en seguida se convirtieron en treinta segundos y en un minuto completo. No había nada más que decir.
Cuando oyó que llamaban a la puerta a las diez de la mañana de un sábado, una semana y media más tarde, Brooke supuso que sería el conserje, que por fin acudiría a desatascar el desagüe de la ducha. Se miró los pantalones manchados, que eran los del chándal de Cornell, y la camiseta con agujeros, y decidió que el señor Finley tendría que aguantarse. Incluso compuso una sonrisa superficial antes de abrir la puerta.
– ¡Cielo santo! -exclamó Nola horrorizada, mientras miraba a Brooke de arriba abajo. Olfateó hacia el apartamento e hizo una mueca-. Creo que voy a vomitar.
Como siempre, Nola estaba fabulosa, con botas de tacón, vaqueros oscuros ceñidos, jersey de cachemira de cuello alto y uno de esos plumíferos caros, que de alguna manera hacían que pareciera delgada y llena de estilo, en lugar de dar la impresión de que se había envuelto en un saco de dormir de alta montaña. Tenía las mejillas brillantes por el frío de la calle, y el ondulado pelo rubio, agitado por el viento, resultaba tremendamente sexy.
– Uf. ¿De verdad tienes que presentarte aquí con ese aspecto tan impresionante? -le preguntó Brooke, inspeccionándola a su vez de la cabeza a los pies-. A propósito, ¿cómo has entrado?
Nola la apartó para entrar al apartamento, dejó caer el abrigo y se sentó en el sofá del cuarto de estar. Después, hizo una mueca de disgusto, mientras empujaba con los dedos un cuenco de cereales que llevaba varios días en la mesa.
– Todavía tengo la llave, de cuando venía a cuidar a Walter. ¡Dios, esto está todavía peor de lo que imaginaba!
– Por favor, Nola, no me lo digas. -Brooke se sirvió un vaso de zumo de naranja y se lo bebió de un trago, sin ofrecerle nada a su amiga-. Quizá sería mejor que te fueras.
Nola resopló.
– Créeme que me gustaría, pero no puedo. Tú y yo vamos a salir hoy de aquí, y vamos a salir juntas.
– Ni lo sueñes. De aquí no me muevo.
Brooke se recogió el pelo grasiento en una coleta y se sentó en el sillón pequeño frente al sofá, el mismo sillón que Julian y ella habían comprado en una tienda de segunda mano en el Lower East Side, porque Julian había dicho que el terciopelo color arándano del tapizado le recordaba al pelo de Brooke.
– Claro que te vas a mover. No me había dado cuenta de que las cosas estaban tan mal. Mira, ahora tengo que salir corriendo a la oficina y cumplir con mis obligaciones -dijo, echando un vistazo al reloj-, pero volveré a las tres y saldremos a comer.
Brooke abrió la boca para protestar, pero Nola se lo impidió:
– Primero, limpia un poco este basurero. Después, arréglate tú. Pareces acabada de salir de un casting para el personaje de amante abandonada y desdichada.
– Gracias.
Nola recogió con las uñas un envase vacío de Häagen-Dazs y se lo pasó a Brooke, con una mirada severa.
– Pon un poco de orden y arréglate, ¿de acuerdo? Nos vemos dentro de unas horas. Ni se te ocurra pensar en desobedecerme, porque ya no serás mi amiga.
– Nola…
Su voz sonó como un gemido derrotado.
Nola ya estaba en la puerta del apartamento.
– Volveré. Y me llevo la llave, así que no creas que puedes huir o esconderte.
Y diciendo esto, se marchó.
Después de enterarse de sus vacaciones forzosas en Huntley y de sobrevivir a aquella espantosa conversación con Julian, Brooke se había metido en la cama y prácticamente no se había levantado en una semana Hizo todo lo habitual en un caso semejante: leyó los números atrasados de Cosmopolitan, comió litros de helado, bebió cada noche una botella de vino blanco y vio en el portátil las tres primeras temporadas de Sin cita previa, una y otra vez, en un bucle infinito. Y por alguna extraña razón, casi lo disfrutó. No había descansado ni holgazaneado tanto desde que contrajo la mononucleosis en su primer semestre en Cornell y tuvo que pasar en cama las cinco semanas completas de las vacaciones de Navidad. Pero Nola tenía razón, y además, empezaba a sentirse disgustada consigo misma. Era hora de levantarse.
Se resistió al impulso de meterse otra vez bajo las mantas, y en lugar de eso, se puso las zapatillas deportivas y los leotardos de lana para correr en invierno, y corrió cinco kilómetros a orillas del Hudson. Hacía un tiempo increíblemente templado para ser la primera semana de febrero y toda la nieve gris de la tormenta de la semana anterior se había fundido. Revigorizada y orgullosa por haber tenido la motivación de salir a correr, Brooke se dio una larga ducha caliente. Después, se recompensó con veinte minutos vagueando bajo las mantas, dejando que el pelo se le secara solo, mientras leía un par de capítulos del libro que tenía empezado. Finalmente, se levantó y se preparó un refrigerio sano: un cuenco de fruta cortada en rodajas, un cuarto de taza de queso fresco y una magdalena de trigo integral. Sólo entonces se sintió con fuerzas para atacar el apartamento.
La limpieza general le llevó tres horas e hizo más por su estado mental de lo que habría podido imaginar. Por primera vez en meses, quitó el polvo, pasó la aspiradora, fregó el suelo y limpió la cocina y los baños. Arregló toda su ropa en los armarios (pero no prestó atención a la de Julian), separó las prendas que ya no usaba o estaban demasiado viejas, organizó el armario de los abrigos del vestíbulo, ordenó los cajones del escritorio del cuarto de estar y, por último, después de lo que parecían años de aplazamientos, cambió el cartucho de tinta de la impresora, llamó a Verizon para reclamar un error en la factura y se prometió pedir hora para su revisión ginecológica anual, cita con el dentista para ella y para Julian (por mucho daño que le hubiera hecho, no le deseaba que tuviera caries) y cita con el veterinario, para comprobar que Walter Alter tuviera la vacunación al día.