– ¡No agobiemos a Brooke! ¿Qué os parece si le contamos un poco nuestras experiencias, para que se sienta a gusto entre nosotras? Amber, empieza tú.
Amber dio un mordisquito a un langostino.
– Todas conocéis mi historia. Me casé con mi novio del instituto de secundaria, que por otra parte era un completo tarado en el colegio, y al año siguiente de casarnos, va y gana el programa «American Idol». Digamos que Tommy no perdió el tiempo, en cuanto pudo disfrutar de la fama. Cuando terminó el recorrido por Hollywood, se había acostado con más chicas que jerseys con cuello en pico tiene Simon, el presentador. Pero eso no fue más que el calentamiento, porque ahora ya debe de llevar un número próximo a las tres cifras.
– Lo siento muchísimo -murmuró Brooke, sin saber qué otra cosa decir.
– No, no lo sientas -replicó Amber, mientras cogía otro langostino-. Me llevó un tiempo comprenderlo, pero estoy mucho mejor sin él.
Diana y Kenya asintieron.
Kenya volvió a servirse vino y bebió un sorbo.
– Sí, yo pienso lo mismo, aunque no creo que lo pensara cuando lo mío estaba tan reciente como lo tuyo -dijo, mirando a Brooke.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Brooke.
– Sólo que después de la primera chica, pensé que no volvería a pasar nunca, e incluso que mi marido no había hecho nada malo. Pensé que quizá le habían tendido una trampa. Pero después siguieron llegando las acusaciones y al poco empezaron los arrestos, y las chicas eran cada vez más jóvenes: dieciséis años, quince… Al final, ya no lo pude negar.
– Sé sincera, Kenya. A ti te pasó lo que a mí. La primera vez que detuvieron a Quincy, no creíste que hubiera hecho nada malo -dijo Diana.
– Es cierto. Pagué la fianza. Pero cuando «48 Hours» mostró imágenes tomadas con cámara oculta de mi marido acechando a las chicas en un partido de fútbol escolar y tratando de hablar con ellas, entonces empecé a creérmelo.
– Oh -dijo Brooke.
– Fue espantoso. Pero al menos la mayor parte del horror mediático se concentró en mostrarlo a él como el absoluto cretino que es. Para Isabel Prince, que no ha podido venir esta noche, fue mucho peor.
Brooke sabía que Kenya se refería al vídeo de contenido sexual que el marido de Isabel, el famoso rapero Major K, había enviado deliberadamente a los periódicos y canales de televisión. Julian lo había visto y se lo había descrito a Brooke. Al parecer, mostraba imágenes de Isabel y de Major K metidos en el jacuzzi de una terraza, bebidos, desnudos y desinhibidos, y captados por la cámara profesional de alta definición del propio Major K, el mismo que poco después había enviado el vídeo a toda la prensa de Estados Unidos. Brooke recordaba haber leído entrevistas en las que le preguntaban por qué había traicionado la confianza de su mujer. Su respuesta había sido: «Porque es una máquina, tío, y creo que todo el mundo merece disfrutar al menos una vez de lo que yo disfruto todas las noches.»
– Sí, fue espantoso para ella -dijo Amber-. Recuerdo que las revistas publicaban fotogramas del vídeo sexual y señalaban con círculos rojos las mollas de Isabel. Los presentadores de los programas nocturnos estuvieron haciendo bromas a su costa durante semanas. Debió de ser horrible.
Hubo un momento de silencio, mientras todas reflexionaban al respecto, y Brooke se dio cuenta de que empezaba a sentirse sofocada, atrapada. El piso blanco y espacioso le parecía cada vez más una jaula y aquellas mujeres tan amables (que unos minutos antes le habían parecido simpáticas y acogedoras) la hacían sentirse todavía más sola e incomprendida. Sentía pena por sus problemas y le parecían agradables, pero no eran como ella. El mayor delito de Julian había sido emborracharse y tener un lío con una chica corriente de su edad, algo que tenía muy poco que ver con la difusión de vídeos pornográficos, la adicción al sexo, la pederastia o la prostitución.
Algo en su expresión debió de revelar lo que estaba pensando, porque Diana chasqueó la lengua y dijo:
– Estás pensando que tu situación es muy diferente de la nuestra, ¿verdad? Ya sé que es difícil, querida. Tu marido sólo ha tenido una o dos aventuras fugaces en una habitación de hotel, ¿y qué hombre no las ha tenido? Pero no te engañes, por favor. Puede que así sea como empieza… -Hizo una pausa y señaló con un movimiento de la mano el espacio en torno al sofá-. Y así es como termina.
Eso fue la gota que colmó el vaso. Brooke no pudo aguantar más.
– No, no es eso. Es que… Veréis, aprecio muchísimo vuestra hospitalidad y agradezco que me hayáis invitado esta noche, pero ahora me tengo que ir -dijo, quedándose casi sin voz, mientras recogía el bolso y evitaba el contacto visual con todas ellas.
Sabía que estaba siendo grosera, pero no pudo contenerse. Tenía que salir de aquel lugar cuanto antes.
– Espero no haberte ofendido -dijo Diana en tono conciliador, aunque Brooke notó que estaba disgustada.
– No, no, en absoluto. Lo siento, es sólo que…
La frase se perdió en la nada. En lugar de buscar algo que decir, para llenar el silencio, Brooke se puso en pie y se volvió hacia sus interlocutoras.
– ¡Ni siquiera te hemos dejado contar tu historia! -dijo Amber, que parecía consternada-. Ya te dije que hablamos demasiado.
– Lo siento mucho. Por favor, no quiero que penséis que ha sido algo que ha dicho alguna de vosotras. Es sólo que… Supongo que todavía no estoy preparada para esto. Gracias a todas otra vez. Muchas gracias, Amber. Lo lamento -dijo, mascullando las palabras, mientras cogía el bolso y el abrigo y se dirigía a la escalera, donde vio que uno de los chicos iba subiendo.
Tras apartarlo para bajar con más fuerza de la necesaria, oyó que murmuraba:
– ¡Qué imbécil!
Y un momento después, en voz alta:
– ¡Mamá! ¿Hay más Coca-Cola? Dylan se la ha bebido toda.
Fue lo último que oyó mientras atravesaba la pista de baloncesto, antes de bajar por la escalera, en lugar de usar el ascensor. En seguida estuvo fuera y el aire frío le azotó la piel, lo que le hizo sentir que ya podía respirar de nuevo.
Un taxi libre pasó a su lado y después otro, y aunque la temperatura debía de rondar los cero grados, no les prestó atención y empezó a caminar o casi correr hacia su casa. La cabeza le funcionaba a toda velocidad, mientras repasaba todas las historias que había oído aquella noche, para desecharlas una a una, tras encontrar en cada una las lagunas o los detalles que la diferenciaban de su historia con Julian. Era ridículo pensar que Julian y ella iban a acabar así, sólo por un único tropiezo, por un solo error. Se adoraban. Estaban pasando por una época difícil, pero eso no significaba que su matrimonio estuviera condenado. ¿O sí que lo estaba?
Brooke cruzó la Sexta Avenida y después la Séptima y la Octava. Las mejillas y los dedos se le estaban empezando a entumecer, pero no le importaba. Había salido de esa casa y estaba lejos de todas aquellas historias espantosas, de todas aquellas predicciones de que su matrimonio no iba a durar. Esas mujeres no conocían a Julian ni a ella, ni sabían cómo eran. Cuando logró calmarse, aminoró el paso, hizo una inspiración profunda y se dijo que todo iba a terminar bien.
¡Si sólo hubiese podido deshacerse de la vocecita tenaz que le repetía lo mismo una y otra vez! «¿Y si tienen razón?»
18 Loca antes de llegar al mostrador del hotel
Sonó el teléfono de la mesilla y Brooke se preguntó por milésima vez por qué los hoteles no ofrecerían el servicio de identificación de llamada; pero como cualquier otra persona la habría llamado al móvil, alargó el brazo, descolgó el auricular y se preparó para la arremetida.
– Hola, Brooke. ¿Sabes algo de Julian?
La voz del doctor Alter sonó en el teléfono como si le estuviera hablando desde la habitación contigua, que era precisamente donde estaba, pese a los esfuerzos de Brooke para que no fuera así.