Выбрать главу

– ¿Te apetece un café? -lo interrumpió Brooke, en un intento desesperado de distraerlo de lo inevitable.

Él pareció confuso durante un momento, pero en seguida negó con la cabeza. Metió la mano en el bolso de lona que tenía apoyado en el suelo, sacó un sobre de papel marrón y dijo:

– Quería preguntarte si no te importaría darle esto a Julian en mi nombre. Ya me imagino que estará terriblemente ocupado, y de entrada te digo que no tengo ni la décima parte de su talento, pero llevo mucho tiempo dedicándole a mi música el poco tiempo libre que tengo, y… bueno, ya sabes, me gustaría que me diera su opinión.

Y a continuación, sacó del sobre un cedé metido en una funda y se lo dio a Brooke.

Ella no supo si reír o llorar.

– Hum, claro, desde luego. O mejor, ¿qué te parece si te doy la dirección de su estudio y se lo envías tú mismo por correo?

La cara de Isaac se iluminó.

– ¿De verdad? Sería genial. Creía que con todo lo que está pasando… Bueno, pensaba que ya no…

– Sí, todavía pasa todo el tiempo en el estudio, trabajando en su próximo álbum. Oye, Isaac, ahora tengo que subir a la habitación a hacer una llamada. Nos vemos esta noche, ¿de acuerdo?

– Claro, sí, de acuerdo. Eh… ¡Brooke! Otra cosa… Mi novia, que todavía no ha venido (vendrá esta noche), tiene un blog en el que habla de famosos, fiestas de sociedad y ese tipo de cosas. Bueno, verás, le encantaría hacerte una entrevista. Me ha pedido que te lo diga, por si necesitas un foro justo e imparcial donde contar tu versión de la historia. En cualquier caso, estoy seguro de que le gustaría mucho que…

Brooke sintió que si no se marchaba en ese instante, iba a decir algo horrible.

– Gracias, Isaac. Dile que le agradezco que haya pensado en mí, pero de momento no necesito nada. Gracias.

Antes de que él pudiera articular una palabra más, Brooke se metió en el ascensor.

Cuando volvió a su habitación, se encontró que se la estaban limpiando, pero no podía arriesgarse a volver al vestíbulo. Le sonrió a la señora de la limpieza, que en todo caso parecía agotada y necesitada de un descanso, y le dijo que lo dejara todo como estaba. Cuando la limpiadora recogió sus cosas y se marchó, Brooke se dejó caer en la cama deshecha e intentó mentalizarse para trabajar un poco. No tenía que empezar a arreglarse hasta seis horas más tarde y había resuelto dedicar ese tiempo a buscar ofertas de empleo, enviar su curriculum y escribir un par de cartas generales de presentación, que podría personalizar cuando llegara el momento.

Sintonizó en la radio despertador una emisora de música clásica, como pequeña rebelión contra Julian, que le había llenado el iTunes no sólo con su música, sino con la de todos los otros artistas que Brooke «debía» escuchar, y se sentó a la mesa de escritorio. Durante la primera hora, mantuvo maravillosamente la concentración (lo cual no fue fácil, teniendo en cuenta que aún le dolía la cabeza) y consiguió enviar el curriculum a las principales webs de búsqueda de empleo. En la segunda hora, pidió al servicio de habitaciones una ensalada de pollo asado y se distrajo viendo en el portátil un episodio antiguo de Prison Break. A continuación, hizo una siesta de media hora. Cuando poco después de las tres recibió una llamada sin identificar en el móvil, estuvo a punto de no contestar, pero lo hizo, pensando que quizá fuera Julian.

– ¿Brooke? Aquí Margaret, Margaret Walsh.

La sorpresa fue tal que el teléfono estuvo a punto de caérsele de las manos. Su primera reacción fue de miedo (¿habría vuelto a perderse una guardia?), pero en seguida recuperó la lógica y recordó que lo peor ya había pasado. Fuera cual fuese el motivo de la llamada de Margaret, Brooke podía estar razonablemente segura de que no la llamaba para despedirla.

– ¡Margaret! ¿Cómo estás? ¿Todo bien?

– Sí, todo está muy bien. Escucha, Brooke. Siento molestarte en fin de semana, pero no he querido dejar esto pendiente hasta la semana próxima.

– No es ninguna molestia. De hecho, ahora mismo estaba enviando mi curriculum a diferentes sitios -dijo, sonriendo al teléfono.

– Bueno, me alegro de oírlo, porque creo que tengo un sitio adonde puedes enviarlo.

– ¿En serio?

– Acaba de llamarme una colega, Anita Moore. En realidad, es una ex empleada mía, pero de hace muchos años. Trabajó durante años en el Hospital Mount Sinai, pero lo ha dejado hace poco y está a punto de abrir un centro sanitario.

– Ah, qué interesante.

– Ella misma te contará todos los detalles, pero creo haber entendido que le han concedido una subvención federal, para establecer una especie de centro de intervención temprana, en una zona de riesgo elevado. Está buscando un logopeda especializado en niños y un nutricionista con experiencia en asesoramiento prenatal y posnatal, así como para la lactancia y el puerperio. El centro funcionará en un barrio sin acceso regular a la atención prenatal, con pacientes que no tienen ni la más remota idea de nutrición, por lo que gran parte del trabajo será muy básico (habrá que convencer a las futuras mamás de que se tomen el ácido fólico y ese tipo de cosas), pero creo que por eso mismo será interesante y gratificante. Como mi amiga no se quiere llevar a ninguno de los nutricionistas actualmente en plantilla en el Mount Sinai, me ha llamado para ver si podía recomendarle a alguien.

– ¿Y me has recomendado a mí?

– Así es. Te seré sincera, Brooke. Le conté todo acerca de Julian, los días que faltaste y la vida agitada que llevas, pero también le dije que eras una de las mejores y más brillantes nutricionistas que han trabajado a mis órdenes. De este modo, nadie podrá llamarse a engaño.

– ¡Margaret, me parece una oportunidad fabulosa! No sé cómo agradecerte que me hayas recomendado.

– Brooke, sólo te pido una cosa. Si crees que tu agitada vida seguirá interfiriendo en tu trabajo, te ruego que seas sincera con Anita. No creo que pueda cumplir con sus objetivos si no puede contar con todas las personas de su equipo.

Brooke asintió frenéticamente con la cabeza.

– Ni siquiera hace falta que lo digas, Margaret. Te lo aseguro. La carrera de mi marido no volverá a interferir en mi trabajo. Os lo prometo a Anita y a ti.

Casi incapaz de contenerse para no gritar de felicidad, Brooke copió con cuidado la información de contacto de Anita y le dio profusamente las gracias a Margaret. Después de abrir una lata de Coca-Cola Light que encontró en el minibar, con el dolor de cabeza mágicamente curado, abrió un mensaje nuevo en su correo electrónico y empezó a teclear. ¡Iba a conseguir ese trabajo!

19 El baile de la compasión

Brooke sonrió lánguidamente al doctor Alter, mientras él le abría la puerta trasera del coche alquilado y le hacia un gesto galante con la mano.

– Después de ti, querida -le dijo su suegro.

Por fortuna, parecía haber superado la ira de la víspera contra Hertz y casi no hubo rabietas durante el trayecto.

Brooke se sintió orgullosa de sus modales por no hacer ningún comentario respecto al nuevo sombrero de Elizabeth, que esta vez consistía en un mínimo de medio kilo de tafetán pinzado y un ramillete de peonías artificiales, todo ello combinado con un espléndido vestido de fiesta de YSL, un elegantísimo bolso Chanel y unos Manolos preciosos, con adornos de cuentas. Esa mujer era una lunática.

– ¿Has sabido algo de Julian? -preguntó su suegra, mientras giraban para entrar en el camino privado.

– Hoy no. Me dejó varios mensajes por la noche, pero volví demasiado tarde para devolverle la llamada. ¡Dios! ¡Esos estudiantes de medicina saben ir de fiesta y les importa muy poco si estás casada o no!

A través del espejo retrovisor por el que Elizabeth la miraba, Brooke vio que su suegra arqueaba bruscamente las cejas, y sintió una pequeña nota de júbilo ante su pequeña victoria. Prosiguieron en silencio el resto del camino. Cuando llegaron a la impresionante valla con portón gótico que rodeaba la casa de Fern, Brooke vio que su suegra asentía casi imperceptiblemente en señal de aprobación, como diciendo: «Si no tienes más remedio que vivir fuera de Manhattan, ésta es exactamente la manera de hacerlo.» El sendero entre el portón y la casa serpenteaba entre añosos cerezos y altísimos robles, y era lo suficientemente largo para decir que aquello era una «finca», y no una simple casa. Aunque era febrero y hacía frío, la sensación era de exuberante verdor y, en cierto modo, de salud. Un sirviente vestido de esmoquin se hizo cargo de su coche y una joven encantadora los acompañó al interior. Brooke notó que la chica miraba con el rabillo del ojo el sombrero de su suegra y que por educación evitaba quedarse mirando.