Rezaba para que los Alter la dejaran en paz, y sus suegros no la defraudaron, porque se apartaron de ella en el instante en que localizaron a los camareros con corbata de pajarita que servían las copas. Brooke se sintió transportada a su época de soltería. Era curioso lo rápido que había olvidado cómo era asistir sola a una boda o a cualquier otra fiesta en la que todos los demás estuvieran en pareja. Se preguntó si así sería su vida a partir de entonces.
Sintió que su teléfono vibraba dentro del bolso y, tras recoger, para darse fuerzas, una copa de champán de una bandeja que pasó a su lado, se metió en un aseo cercano.
Era Nola.
– ¿Cómo va todo?
La voz de su amiga fue como una manta tibia y acogedora, en aquella mansión fría y de aspecto intimidante.
– Si quieres que te diga la verdad, me está costando bastante.
– ¿Qué te había dicho? Todavía no puedo entender para qué te sometes a esa…
– No sé en qué estaría pensando. ¡Dios! Hacía por lo menos seis o siete años que no iba sola a una boda. ¡Es horrible!
Nola resopló.
– Gracias, amiga mía. Tienes razón, es horrible. No hacía falta que fueras hasta allí para descubrirlo, porque yo misma habría podido decírtelo.
– Nola, ¿qué estoy haciendo? No me refiero solamente a este momento, sino en general.
Brooke se daba cuenta de que estaba hablando en tono agudo y con cierto pánico en la voz, y sintió que el teléfono se le empezaba a deslizar de la mano sudorosa.
– ¿Qué quieres decir, corazón? ¿Qué te pasa?
– ¿Que qué me pasa? ¡Querrás decir qué no me pasa! Estamos en esa extraña tierra de nadie donde ninguno de los dos sabe qué hacer a continuación, incapaces de olvidar o perdonar, y sin saber si podremos salir adelante o no. Yo lo quiero, pero no confío en él y siento que nos hemos distanciado. Y no es sólo por lo de la chica, aunque eso no me deja dormir, sino por todo lo demás.
– ¡Calma, tranquilízate! Mañana estarás en casa. Estaré en tu portal (soy incapaz de ir a buscar a nadie al aeropuerto) y hablaremos de todo. Si hay alguna manera de que Julian y tú superéis este problema y arregléis lo vuestro, te aseguro que la encontrarás. Y si decides que no es posible, yo estaré contigo para acompañarte, y también mucha gente más.
– Dios mío, Nola… -gimió Brooke, por la tristeza y el temor de oír que alguien considerara la posibilidad de que Julian y ella no lograran salir adelante.
– Pero ve poco a poco, Brooke. Esta noche, lo único que tienes que hacer es apretar los dientes y sonreír durante toda la ceremonia, los cócteles y los aperitivos. En cuanto recojan los platos de la cena, llama a un taxi y vete al hotel. ¿Me oyes?
Brooke asintió.
– ¿Sí o no, Brooke?
– Sí -dijo ella.
– Escucha, sal ahora mismo del baño y sigue mis instrucciones, ¿de acuerdo? Nos veremos mañana. Todo saldrá bien. Ya lo verás.
– Gracias, Nol. Sólo una cosa: ¿cómo estás tú? ¿Sigue todo bien con Andrew?
– Sí, de hecho estoy con él en este momento.
– ¿Estás con él en este momento? Entonces ¿por qué me llamas?
– Estamos en el entreacto y ha ido al lavabo.
Algo en el tono de Nola le sonó sospechoso a Brooke.
– ¿Qué obra estáis viendo?
Hubo una pausa.
– El rey León.
– ¿Has ido a ver El rey León? ¿En serio? ¡Ah, sí, ya lo entiendo! Estás practicando tu nueva función de madrastra.
– Sí, bueno. El niño está aquí con nosotros. ¿Qué tiene de malo? Es una monada.
A su pesar, Brooke tuvo que sonreír.
– Te quiero, Nola. Gracias.
– Yo también te quiero, y si alguna vez le cuentas esto a alguien…
Brooke seguía sonriendo cuando salió del lavabo y se topó directamente con Isaac… y su novia la bloguera.
– ¡Oh, hola! -dijo Isaac, con el entusiasmo sexualmente neutro del que ha pasado toda la noche anterior flirteando con alguien con propósitos puramente egoístas-. Brooke, te presento a Susannah. Creo que ya te he dicho antes cuánto le gustaría…
– Entrevistarte -completó la frase Susannah, mientras le tendía la mano.
La chica era joven, sonriente y razonablemente guapa, y Brooke pensó que ya no podría soportar mucho más la situación, de modo que recurrió a una olvidada reserva de aplomo y confianza en sí misma, miró a Susannah directamente a los ojos y le dijo:
– Me alegro muchísimo de conocerte. Espero que me disculpes, pero tengo que ir ahora mismo a contarle una cosa a mi suegra.
Susannah asintió.
Agarrada a su copa alta de champán como si fuera un salvavidas, Brooke casi se sintió aliviada cuando encontró a los Alter en la carpa instalada para la ceremonia, con un asiento reservado para ella.
– ¿No os encantan las bodas? -preguntó Brooke en el tono más risueño que consiguió fingir.
Era una tontería, pero ¿qué otra cosa habría podido decir?
Su suegra se miró en el espejo de la polvera y se corrigió una mancha casi invisible en la barbilla.
– Me parece simplemente asombroso que más de la mitad de los matrimonios acaben fracasando, y sin embargo, ninguna pareja va hacia el altar pensando que les va a pasar a ellos.
– Hum -murmuró Brooke-. ¿A que es fantástico estar hablando de los índices de divorcio en una boda?
Era probablemente lo menos amable que le había dicho a su suegra desde que la conocía, pero ella ni se inmutó. El doctor Alter levantó la vista de su BlackBerry, donde estaba siguiendo la cotización de unas acciones, pero cuando vio que su mujer no reaccionaba, volvió a concentrarse en la pantalla.
Por fortuna, empezó la música y todo el recinto guardó silencio. Trent y sus padres fueron los primeros en entrar en la carpa, y Brooke sonrió cuando vio que su amigo parecía auténticamente feliz y nada nervioso. Uno a uno, los padrinos, las damas de honor y las niñas del cortejo entraron detrás del novio, y después le llegó el turno a Fern, flanqueada por sus padres, resplandeciente como suelen estarlo las novias. La ceremonia fue una perfecta combinación de las tradiciones judía y cristiana, y pese a la tristeza que sentía Brooke, fue un placer ver a Fern y a Trent mirándose de aquella manera tan especial.
Sólo cuando el rabino empezó a explicar por qué un toldo cubre a los novios durante la ceremonia judía, diciendo que simboliza el nuevo hogar que construirá la pareja, que los protegerá del mundo exterior, pero a la vez estará abierto a los cuatro vientos para recibir a la familia y a los amigos, Brooke empezó a derramar lágrimas. Había sido la parte que más le había gustado de su propia boda y era el momento en que Julian y ella solían cogerse de la mano en todas las bodas a las que habían asistido desde entonces. En ese instante, se miraban de la misma manera en que lo estaban haciendo Trent y Fern. Pero en aquella boda, además de estar sola, era imposible no reconocer lo evidente: que su apartamento hacía mucho tiempo que no parecía un hogar, y que Julian y ella estaban a punto de convertirse en un número más de las estadísticas de su suegra.