– Adiós, señor -Rosamund concluyó el diálogo y le dio una amigable palmadita en el brazo.
Thomas Bolton, que había oído la conversación de principio a fin, acercó a su prima fingiendo que acababa de entrar en el salón.
– ¿Estás lista, querida? Permíteme que te acompañe hasta el caballo. Ayer mandé un mensajero para avisar al bueno de tu marido que regresabas a casa. Los guardias de Friarsgate te escoltarán hasta la frontera y luego seguirás viaje con los hombres de Claven's Carn. No te preocupes por Johnnie, llegará sano y salvo a St. Cuthbert. – Tomándola del brazo, la condujo fuera del salón.
– ¡Escuchaste todo, viejo ladino!
– No todo -mintió-, apenas lo suficiente para saber que no te opones al enlace entre el bastardo de Grayhaven y la heredera de Friarsgate.
Lord Cambridge se conmovió al descubrir que la llama del amor que Rosamund había sentido por Patrick Leslie aún no se había extinguido del todo, y seguía ardiendo secretamente en su corazón. ¡Quién podría olvidar una pasión tan intensa!
Elizabeth los esperaba afuera.
– Cabalgaré un trecho contigo, mamá.
Lord Cambridge despidió a Rosamund con gran efusividad y exclamó en tono dramático:
– ¡Quién sabe cuándo volveremos a vernos, mi paloma!
– Querido Tom -replicó Rosamund mirándolo desde lo alto de su cabalgadura-, te aseguro que será muy pronto. ¿Cuándo piensas regresar a Otterly?
– Will llegó anoche. Mi ala está a medio terminar. La malvada de tu hija convenció al constructor de colocar una puerta entre mi nueva morada y el resto de la casa. Pero Will logró que la quitaran y taparan el agujero con ladrillos. Además, retó severamente a Banon y al constructor. Parece que no podré regresar a Otterly hasta octubre, si la nieve lo permite, claro está. Le escribiré a mi heredera regañándola por lo que hizo, te lo aseguro. -Estrechó la mano de Rosamund entre las suyas y la besó-. Buen viaje, mi niña, y dale mis más calurosos saludos a tu marido.
Las dos mujeres y los guardias armados partieron rumbo a Claven’s Carn. El día estaba nublado, hacía calor y amenazaba lluvia.
– Me gusta el escocés -dijo Rosamund a su hija-. Sí logras llevarlo al altar, cuentas con mi consentimiento.
– Gracias, mamá. ¿Y qué dirá Logan?
– Por ahora, no se enterará de nada. No querrás que tu padrastro te mande un ejército de pretendientes escoceses mientras intentas conquistar a Baen MacColl. Le explicaré a Logan que no encontraste un buen partido en la corte y que Tom está considerando otras posibilidades entre las familias que él conoce. Logan cree en mí, de modo que no insistirá en el tema.
– ¡Pobre! Lo manipulas con total descaro y él no se da cuenta.
– ¡Por supuesto que no! Los escoceses son muy orgullosos, ten eso muy en cuenta, Elizabeth. Me gusta Baen. Será un buen marido y respetará tus derechos, como lo hizo tu papá. Lo único que me preocupa es la excesiva lealtad hacia el padre. Sospecho que en algún momento tendrás que recurrir al amo de Grayhaven, si deseas desposar a su hijo. Y en ese caso conviene pedir a Logan que interceda, pues sólo un escocés es capaz de comprender a otro escocés.
– Si Baen no me ama lo bastante para quedarse a mi lado, entonces no me interesa. No soy un trofeo, mamá.
– ¡Sí que lo eres, hija mía! Cuando el señor de Grayhaven comprenda que la vida que le ofreces a Baen es mucho mejor que la que él puede brindarle, no dudará en entregarte a su hijo. Esa es tu ventaja; no la desperdicies por el orgullo, ¡te lo suplico!
– Si Baen me ama se quedara a mi lado -insistió-. La decisión ha de ser suya y de nadie más.
Rosamund prefirió no contradecir a su hija y se quedó en silencio. Si seguía discutiendo, lo único que lograría era afianzar aun más la posición de Elizabeth.
La joven acompañó a su madre hasta la frontera con Escocia, donde Logan Hepburn y media docena de hombres de su clan esperaban a la señora de Claven's Carn para escoltarla hasta la casa.
Tras desmontar de su corcel, lord Hepburn se acercó a saludar a su esposa y a su hijastra. Cuando besó la mano de Rosamund, sus miradas se encontraron y brotó la pasión que aún existía entre ellos. No necesitan palabras para expresarla.
– ¿Has conseguido marido, pequeña? -preguntó sin circunloquios a Elizabeth mientras sus vibrantes ojos azules la miraban con ansiedad.
– No, a ninguno de los petimetres de la corte le interesa Friarsgate, Logan. Mamá te contará las novedades. Si me apresuro, podré llegar a casa para terminar las tareas del día. Adiós, mamá. Gracias por tu visita. ¡Te mucho! -gritó tirando besos al aire y luego hizo girar a su caballo.
– ¡Adiós, querida mía!
Respiró aliviada, pues había logrado eludir el interrogatorio de su padrastro. Su madre se ocuparía de Logan y ella se ocuparía del otro escocés. Baen era orgulloso, como había señalado Rosamund, pero la quería. Elizabeth no era una experta en lo tocante a las relaciones entre hombres y mujeres, pero sabía cuándo un hombre amaba a una mujer. Y tenía la intención de acosarlo hasta que él no pudiera resistirse a sus insinuaciones. Lo tenía en sus manos, aunque él no lo supiera. Sonriendo, espoleó a su caballo y salió disparada como una flecha. Los hombres de Friarsgate la seguían detrás.
Contempló con satisfacción los campos verdes, el heno secándose al sol antes de ser almacenado para el invierno, los rebaños sanos y robustos. Empezarían a esquilar los animales la semana siguiente, después del 24 de junio. Durante el resto del verano y el otoño, las ovejas volverían a recuperar el pelo y podrían protegerse de los fríos invernales. La lana de la última esquila era hilada en hebras cada vez más largas y resistentes. El secreto de los excelentes tejidos de Friarsgate residía en ese procedimiento. Había sido una buena temporada para los rebaños, pues no habían perdido ninguna oveja por enfermedad o por la acción de los depredadores.
Esa noche, el salón parecía más vacío sin Rosamund. Había sido el alma de Friarsgate durante tanto tiempo que su ausencia siempre provocaba cierta tristeza.
Mientras conversaban después de la cena, Edmund comentó que no se sentía bien y de pronto se cayó de la silla. Maybel gritó y Baen saltó para socorrer al hombre desmayado. Lo levantó en andas y lo cargó escaleras arriba hasta la alcoba que compartía el matrimonio. Elizabeth se le había adelantado y le abrió la puerta. Baen acostó al anciano sobre la cama. Maybel lo apartó de un empujón y comenzó a desabrocharle la camisa lanzando gemidos de consternación.
– Dé… Déjenme… solo -musitó Edmund abriendo los ojos.
Con suma delicadeza, Baen corrió a Maybel a un lado y se inclino sobre el enfermo para hablarle al oído.
– ¿Dónde le duele? -le preguntó.
– La cabeza. No… no… puedo moverme.
– Debe descansar, Edmund, y dejar que Maybel lo cuide. Mañana se sentirá mejor. Ha estado trabajando mucho.
– Sí -asintió Edmund y volvió a cerrar los ojos.
– ¿Qué le pasó? -dijo Maybel con tonto implorante-. Siempre fue un hombre fuerte. ¿Qué le pasó?
– No conozco el nombre -respondió Baen-, pero he visto casos parecidos en personas ancianas. Si Dios quiere, recuperará la movilidad de los miembros, pero no será tan fuerte como antes. Manténgalo abrigado y dele vino aguado si tiene sed. El mejor remedio es dormir.
– Prepararé una jarra de vino -ofreció Elizabeth-. Y le agregaré un somnífero para que pueda descansar. Quédate junto a él, enseguida regreso.
– ¡Como si fuera a abandonarlo! -bufó Maybel. Los jóvenes se retiraron de la habitación y bajaron las escaleras a toda prisa.
– ¡Pobre Edmund! -exclamó Elizabeth. Luego llamó a Albert y le ordenó que buscara unas hierbas-. ¿Por qué se habrá puesto así? No es un hombre que suela enfermarse.
– No creo que Edmund vaya a morir, pero es muy improbable que recupere todas sus fuerzas.