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– Entonces voy a necesitar tu ayuda, Baen. Tendrás que tomar su lugar y yo misma te enseñaré todo lo que debes saber sobre los rebaños y la lana.

– Haré lo que digas con tal de ayudarte, pero no reemplazaré a Edmund. Sería un agravio de mi parte. ¿Qué va a pensar la gente de Friarsgate si ocupo un lugar que no me corresponde? Van a odiarme, y con razón.

– Él se recuperará muy pronto, si es cierto lo que dices. Además, basta con que yo te dé la venia para que la gente te acepte. ¡Por favor, Baen! Solo hasta que Edmund se cure. No puedo recurrir a nadie más. Edmund jamás necesitó ayuda y a nadie se le ocurrió que llegaría un momento en que ya no podría cumplir con su deber. -Lo miró con ojos suplicantes y llenos de angustia-. ¡Por favor!

– De acuerdo, pero solo hasta que se recupere.

– ¡Gracias! -exclamó; lo abrazó efusivamente y le dio un beso.

– ¡No, no, no, pequeña! -fingió que la retaba al tiempo que la apretaba contra su cuerpo-. ¿Quieres armar un escándalo?

– ¿Por qué?

– ¡Elizabeth! -Logró desprender los brazos de su cuello-. Ahí viene Albert con las hierbas. Más vale que prepares la poción; Maybel debe de estar nerviosa.

Ella tomó el recipiente y le guiñó un ojo al mayordomo, que no pudo evitar sonreír.

– Gracias, Albert -le dijo dulcemente. Luego procedió a hacer la mezcla: agregó unos polvos al vino, colocó un tapón en la botella y la agitó bien-. Llevaré esto a Maybel. Por favor, quédate en el salón hasta que regrese -dijo a Baen-. Tenemos que seguir hablando.

Cuando entró en la alcoba, colocó la botella en una mesita, vertió el líquido en una taza de barro y se la entregó a la vieja nodriza.

– Fíjate que lo beba todo.

Maybel obligó a su esposo a terminar el vino y le entregó la taza a Elizabeth, que la colocó junto a la botella. Edmund se quedó profundamente dormido.

– ¿Qué tiene? -preguntó Maybel con voz trémula-. ¿Qué va a pasar con él? ¿Morirá? ¿Quién te ayudará ahora?

– Tardará en recuperarse pero se pondrá bien, Maybel. Edmund Bolton es pariente de sangre además de empleado. El puesto sigue siendo suyo, pero mientras se reponga, Baen tomará su lugar. Se lo pedí expresamente. ¿Te parece correcta mi decisión, Maybel? Edmund jamás permitió que lo ayudaran ni adiestró a nadie para que lo sustituyera el día de mañana.

– A nadie le gusta pensar que morirá -dijo con la voz estrangulada-. Baen MacColl es un buen muchacho; estoy segura de que mi Edmund aprobará tu elección. Gracias por tu amabilidad, pequeña.

– ¿Amabilidad? ¡Tú y Edmund son mi familia!

Maybel meneó la cabeza.

– Si estuvieras casada, mi esposo y yo nos retiraríamos a nuestra casita. No queremos abandonarte ni que te ocupes sola de Friarsgate -hizo una pausa, como si sopesara lo que iba a decir a continuación-. El escocés es un buen hombre y he notado que se agradan mutuamente. La mayoría de la gente se casa por mucho menos que eso. Si tu madre lo aprueba, Baen MacColl sería la solución a tus problemas.

– Mamá me dio permiso para conquistarlo, Maybel, y es lo que pienso hacer a partir de ahora.

Una amplia sonrisa iluminó el rostro de la anciana.

– ¿Y él lo sabe? Parece un hombre independiente.

– Aún no lo sabe, pero se enterará muy pronto. ¿Por qué no bajas al salón y le dices a Baen que estás de acuerdo en que reemplace a Edmund por un tiempo? Se sentirá más tranquilo si sabe que cuenta con tu aprobación. Yo me quedaré cuidando al tío.

– Lo entiendo. No es como esos muchachos que imponen su presencia allí donde nadie los requiere. Le diré que estoy sumamente agradecida por su ayuda y su buena disposición. Enseguida regreso, pequeña.

Elizabeth se sentó junto a la cama. Edmund dormía plácidamente, pero su aspecto era preocupante. La comisura derecha de la boca se le torcía hacia abajo. Las manos estaban rígidas y medio abiertas. No se movía; el único indicio de vida era el pecho que subía y bajaba al compás de la respiración. Ella sufrió una gran conmoción al ver a su tío abuelo en ese estado, tan frágil y vulnerable. Siempre había sido sano y vigoroso, pero ahora tenía más de setenta años.

La joven exhaló un suspiro de tristeza. Nunca había pensado seriamente en el paso del tiempo. Los años no solo transcurrían para ella sino para las personas que estaban a su alrededor. Se dio cuenta de que Edmund y Maybel no estarían a su lado para siempre. Era hora de que descansaran y gozaran de su adorada casita, que no visitaban desde hacía varios días. Elizabeth también se preocupó por el futuro de Friarsgate. Ninguno de sus sobrinos podía heredar las tierras. Por primera vez en su vida, comprendió la importancia del matrimonio. ¿Por qué había rechazado tan obstinadamente la idea del casamiento?

Por cierto, sabía la respuesta. Rosamund había encontrado el amor tres veces en su vida; Philippa y Banon eran muy felices en su matrimonio, y ella no se conformaría con una pareja mediocre, quería gozar de la misma dicha que su madre y sus hermanas. Sin embargo, hasta la llegada de Baen MacColl, había perdido toda esperanza de hallar un hombre a quien pudiera amar y que la amara tal como era: la dama de Friarsgate. Baen parecía reunir esas condiciones. El único problema era convencerlo de llevarla al altar.

La anciana tomó las manos del escocés, las besó y estalló en lágrimas.

– Agradezco a Dios y a la santa Virgen María por poder contar con tu ayuda en estos momentos difíciles, muchacho. Estaríamos perdidos sin ti.

Baen sintió el impulso de abrazar a la afligida mujer.

– Vamos, Maybel, Edmund se pondrá bien. Me quedaré a colaborar hasta que recupere la salud. ¿Cómo está ahora?

– Duerme. Elizabeth lo está cuidando en mi lugar. Debo regresar junto a mi esposo -dijo Maybel apartándose del grato cobijo que le brindaban esos brazos robustos.

– ¿Necesitas algo más? -preguntó lord Cambridge entrando en el salón.

– No, gracias, por ahora no -respondió Maybel antes de subir a su alcoba.

– Es una suerte que estés aquí, querido mío. Todas las mujeres de Friarsgate creen que pueden arreglárselas solas, pero tarde o temprano terminan precisando la ayuda de un hombre. ¡Pobre Edmund! Ya no es un jovencito. Rosamund y yo tampoco, pero él es el mayor de los Bolton.

Elizabeth regresó al salón y ordenó a Albert que sirviera la comida. El padre Mata llegó de la iglesia, donde había estado enseñando latín eclesiástico a sus acólitos. La muchacha le contó lo ocurrido y luego agregó:

– Cene primero y después vaya al cuarto de Maybel. Si no lo obligo a comer, es capaz de pasarse toda la noche junto a la cama de Edmund con el estómago vacío.

Después de decir las oraciones, el párroco devoró uno tras otro los platos que le iban sirviendo los criados: cordero con zanahorias y puerros, trucha con manteca y perejil, pan y queso. Una vez saciado su apetito, se dirigió a las escaleras. Al rato apareció Maybel, se sentó a la mesa por invitación de Elizabeth, comió tan rápido como el padre Mata y regresó a la habitación donde Edmund dormía. Thomas Bolton y Will Smythe jugaron al ajedrez y luego se retiraron del salón, dejando solos a los jóvenes.

– Sentémonos junto al fuego -propuso ella. Le ofreció la silla tapizada de respaldo alto y, sin pudor, se sentó en el regazo del escocés-. ¿Te agrada? -preguntó acurrucándose contra su pecho.

– Sí-asintió Baen rodeándola con sus brazos-. ¿Acaso intentas seducirme? -La delicada fragancia de su cabellera era cautivante.

– Así es. ¿Te molesta?

– Ay, pequeña. No me parece una buena idea -dijo en tono algo sombrío.

– ¿Por qué no? ¿No quieres que te seduzca?

– SÍ no fueras quien eres, sucumbiría con placer a tus maravillosos encantos -replicó. ¿Por qué lo torturaba de ese modo? No debería permitirle semejante conducta. Tenía que resistir.