Выбрать главу

– Bah, soy una persona común y corriente -objetó la joven. Los brazos de Baen eran cálidos y protectores, y sintió deseos de permanecer allí por siempre.

– Eres una rica terrateniente y yo soy un bastardo de las Tierras Altas. Ya hemos hablado del tema, sabes muy bien a lo que me refiero. -Baen trató en vano de separarla de su regazo.

– Claro que lo sé, pero tus argumentos carecen de sentido -dijo desatándole los lazos de la camisa-. Yo soy rica e inglesa y tú eres pobre y escocés. Conozco muy bien la cantilena y, aun así, no comprendo por qué no podemos satisfacer nuestro deseo. -Metió la mano debajo de la camisa y acarició la suave piel de su pecho.

Baen se excitó ante el contacto de sus dedos. Elizabeth se acomodó en su regazo y, bajando la cabeza, comenzó a lamerle las tetillas.

– ¡Basta! -imploró, pero en realidad no quería que ella se detuviera. Sus labios eran suaves como plumas y ¡tan excitantes! Le alzó la cabeza y le dio un apasionado beso, al tiempo que le desataba la trenza y hundía su mano en la rubia cabellera. No podía dejar de besarla. Sus bocas se fundieron una y otra vez hasta que la joven, con los labios casi morados, lanzó un gemido de placer.

Luego Baen comenzó a besarle la garganta, emitiendo voluptuosos sonidos. Le desató la blusa y le lamió los pechos apasionadamente. Elizabeth gritó, presa de un violento espasmo.

– ¡Oh, Baen!

¿Por qué no lo detenía? ¿Por qué no defendía su honor y les pedía a los sirvientes que lo azotaran por su insolencia?

– ¡Elizabeth, Elizabeth! -gimió el escocés, embriagado por el aroma a brezos. Metió la cabeza entre sus pequeños senos y escuchó los latidos de su corazón. Hacía meses que la amaba y anhelaba estrecharla en sus brazos, besarla…

Ella hundió los dedos en la oscura cabellera de Baen; se sentía extasiada por los besos y quería más. ¿Sería capaz de inducirlo a que le revelara los misterios de la pasión? Lanzó un suspiro de alegría.

Baen volvió en sí al oír el sonido de su voz cantarina. Estaba enamorado, pero no tenía derecho a poseerla. Era un hombre experimentado y sabía que si continuaban con esa gozosa actividad, la desgracia se abatiría sobre ambos, y en especial sobre Elizabeth Meredith. Cerró los ojos unos instantes; luego alzó la cabeza y dijo con voz firme:

– Basta, o terminaremos en la cama.

– ¿Y qué problema hay?

– ¿Qué haré contigo, pequeña? -dijo, incapaz de contener la risa-. Dímelo.

– Pienso que es lo mejor para nosotros.

– ¿Nosotros? ¡No podemos hablar de nosotros! -exclamó con rudeza.

Ella se incorporó de un salto y le espetó:

– ¡Claro que podemos hablar de nosotros, Baen MacColl! ¡Soy la dama de Friarsgate y quiero hacerlo! Y suelo cumplir mis deseos.

– ¡Maldición! ¿Por qué no lo entiendes?

– ¿Por qué no lo entiendes tú? -replicó dándole una patada. Lo miró de arriba abajo y notó el prominente bulto entre sus muslos ¡Mira cómo me deseas! No se te ocurra dar a alguna de mis criadas lo que yo quiero, Baen MacColl, ¡pues asesinaré a la muchacha con mis propias manos! ¿Me entiendes? Si deseas satisfacer la comezón que te he causado, lo harás conmigo y con nadie más.

– Mátame si quieres, pero no lo haré.

– Tú me matarás de placer primero -susurró apretando la boca contra la de Baen. Luego le acarició la entrepierna y volvió a sentarse encima de él.

– ¡No pareces una virgen, Elizabeth Meredith! -protestó, apartándola de su regazo.

– Hay una sola manera de averiguarlo, Baen MacColl.

– ¡Vete a la cama! -le ordenó, reprimiendo el impulso de poseerla allí mismo.

– ¿Sola? -preguntó frunciendo sensualmente los labios-. ¿No vendrás conmigo ni te acostarás a mi lado? Quiero que me hagas el amor y tú también lo deseas.

Por toda respuesta, el hombre salió disparado del salón mientras oía la risa burlona de Elizabeth. ¡Maldita sea, niña viciosa! ¿Qué demonio la había poseído? ¿Por qué actuaba de ese modo? Si ella lo seguía acosando, él ya no podría resistirse y finalmente sucumbiría a la tentación. Se frotó el miembro erecto porque le dolía. No tenía intención de satisfacer sus urgencias con otra mujer.

Elizabeth tenía la esperanza de que él acallara sus risas con besos ardientes. Besos que irremediablemente desembocarían en algo más. Sabía que terminaría seduciéndolo, aunque él insistiera en mostrarse como un hombre recto y honorable. Los juegos amorosos de esa noche la habían dejado satisfecha. La súbita enfermedad de Edmund, tan lamentable por cierto, había sido providencial para ella. Baen había caído en sus redes y ya no tenía escapatoria. Por fin sería suyo, sí, ¡todo suyo!

El estrépito de un trueno rompió el silencio de la noche. La tormenta que había amenazado todo el día estaba a punto de estallar. Una ligera lluvia golpeteaba las ventanas y a los pocos minutos cayó un feroz aguacero. Elizabeth recorrió toda la casa para asegurarse de que las puertas que daban al exterior tuvieran bien puesta la tranca. En su alcoba, Nancy la estaba esperando.

– ¿Por qué no te fuiste a la cama? Sabes que puedo arreglármelas sola.

– Se supone que debo atenderla, señorita. Usted es una mujer adulta y sabe muy bien que la dama de Friarsgate necesita una doncella Además, mi deber es cuidarla; de lo contrario, estaría trabajando en el campo, en la cocina o en la lavandería. Y la verdad es que prefiero servirla a usted, señorita.

– De acuerdo -rió Elizabeth y dejó que Nancy le preparara la cama.

– ¿Cómo se encuentra Edmund?

– Mañana tendremos más noticias -respondió y luego procedió a repetir la explicación que le había dado Baen.

– ¡Pobre viejo! Friarsgate no será igual sin él. Ahora tendrá que hacer todo el trabajo sola, señorita.

– El escocés va a ayudarme. Edmund quiere que lo reemplace hasta que se recupere.

– Es un joven muy apuesto -señaló Nancy con una sonrisa pícara-. Todas hemos coqueteado con él, pero no muestra el menor interés. No creo que sea como lord Tom y su William. Tal vez tenga una noviecita en las Tierras Altas y quiera serle fiel.

Sin hacer ningún comentario, Elizabeth se metió en la cama y le dio las buenas noches a su doncella. Jamás se le había ocurrido que Baen tuviera una novia, y la idea la inquietaba.

Al día siguiente, mientras se dirigían al establo donde se esquilaba a las ovejas, le preguntó sin rodeos:

– ¿Te espera alguna mujer en las Tierras Altas?

– No -respondió y al instante se dio cuenta de que habría sido mejor decirle que sí para que lo dejara en paz.

– ¡Qué bien! No me gustaría que la defraudaras.

– Y suponiendo que hubiera una mujer, ¿cómo podría defraudarla?

– Casándote con otra.

– Nunca me casaré.

– ¿Por qué no?

– Porque no tengo nada para ofrecer a una esposa.

– Te equivocas, pero no discutamos ese asunto ahora.

– Tus palabras me reconfortan -rió el joven.

– ¿Sabes por qué esquilamos las ovejas más tarde que la mayoría de la gente?

– Sí, pero cuéntamelo de nuevo -replicó Baen, aliviado por el abrupto cambio de tema.

_Como el vellón es más grueso, y los pelos son más largos y fuertes, los tejidos son más compactos, abrigados y más resistentes a la lluvia.

– Y, según me dijo Tom, ustedes regulan la producción de la lana azul de Friarsgate.

– Así es. Es la mejor que existe y tiene mucha demanda.

– Te brillan los ojos cada vez que hablas de tu empresa. Elizabeth soltó la risa.

– Ahora comprendes por qué un caballero de la corte sería un marido desastroso para mí. Necesito ocuparme de mi trabajo. Por supuesto, me encantaría darle hijos a mi esposo, pero no pienso pasarme la vida sentada junto al fuego sin hacer nada.

– Hay que ser un hombre excepcional para vivir contigo.

– Y valiente.

– Muy valiente -acordó Baen, riendo.