Mientras el escocés observaba cómo esquilaban a las ovejas, ella montó su caballo y regresó a la casa. Su barco regresaría pronto del norte de Europa y estaba ansiosa por conocer las novedades del mercado. El resto del día se encerró en la biblioteca para revisar los libros contables. Ahora que Edmund se hallaba enfermo, ese trabajo recaía en ella.
Ese día, el anciano mostró signos de mejoría: la voz era más potente, había desaparecido el rictus en la boca y podía mover el brazo izquierdo. En cambio, la mano derecha seguía tan rígida como la garra de un pájaro. El padre Mata lo ayudó a bajar al salón y lo sentó en una silla. Maybel, que no había dormido en toda la noche, se quedó en su cuarto tratando de recuperar el sueño. Lo necesitaba realmente, pues ya no tenía la fuerza de la juventud.
Lord Cambridge asomó la cabeza por la puerta de la biblioteca.
– ¿Dónde está el escocés, querida? No deberías perderlo de vista.
– Está aprendiendo cómo se esquila la lana.
– ¿Y eso le servirá cuando decida esquilarte? -preguntó con una risita perversa.
– Lo más probable es que yo lo esquile primero. Es un hombre muy testarudo y de lealtades férreas, tío. Si lo dejo pensar mucho, no podré atraparlo. Se asombrará de las tácticas de seducción a las que puede recurrir una virgen como yo. Gracias al ejemplo de mamá y mis hermanas, he adquirido bastantes conocimientos en la materia.
– No lo dudo, querida. ¿Serías tan amable de contarme tus planes? ¿O también quieres sorprenderme?
– ¿No te gustan las sorpresas? Sé muy bien que te encantan, así que prefiero mantener en secreto mi estrategia.
– ¡Por Dios! Ese pobre hombre no tiene idea de lo perversamente calculadora que puedes ser. Pero ten cuidado, querida; Baen es inteligente y podría pergeñar una estrategia mejor que la tuya.
– No lo creo, tiene un corazón demasiado puro.
– Me parece que te has enamorado del bello escocés.
– Tal vez. Ahora déjame sola, tío. Tengo que hacer un montón de cuentas complicadas antes de ir al salón. Edmund manejaba los libros contables a la perfección. Nunca entendí cómo lo hacía, pero parecía todo tan fácil.
Thomas Bolton asintió, le tiró un beso y se retiró.
Finalmente Elizabeth logró terminar su tarea. Los dedos le quedaron manchados de tinta negra. Subió deprisa a su alcoba para limpiarlos y se encontró con una grata sorpresa: Nancy la esperaba con un baño caliente.
– ¡Dios te bendiga!
– ¡No toque la ropa con esas manos mugrientas! -se alarmó la doncella, y ayudó al ama a desvestirse.
– ¡Aaaah! -dijo Elizabeth con una sonrisa radiante mientras se sumergía en la tina de roble.
– Supuse que le sentaría bien un baño ahora y no más tarde. Pero recuerde que pronto servirán la comida, señorita.
– Sí, sí. Asentar números, línea por línea, página por página, es agotador. Prefiero mil veces cabalgar por los campos al aire libre. Cuando Edmund se recupere, va… ¡Basta! Debo dejar de pensar que todo sigue igual, Nancy. Edmund está viejo y cuando se recupere irá con Maybel a su casa. Ha trabajado aquí durante más de cincuenta años. -Se enjabonó los dedos y los frotó con un lienzo para quitar las manchas de tinta, mientras Nancy le restregaba la espalda con un cepillo.
– Es cierto, está muy viejo. Sufrió varios ataques este año, pero el pobre no quería decirle nada a Maybel ni a usted, señorita. Tenía miedo de que no pudiera arreglárselas sin él.
– He sido una egoísta. Solo he pensado en mis deseos y no en los de quienes me sirven y sirven a Friarsgate. He sido un ama desconsiderada, Nancy, pero no me daba cuenta. A partir de ahora las cosas van a cambiar. ¡Tienen que cambiar!
– Siempre ha sido justa con nosotros, señorita. Nadie diría que usted es un ama desconsiderada. -Le tendió un lienzo a Elizabeth-. Tome, salga de la tina. El sol se está poniendo, muy pronto servirán la cena y usted debe estar presente para decir las oraciones.
Mientras se secaba, se miró al espejo, preguntándose si Baen la hallaba atractiva, si su cuerpo era apetecible. Luego se puso una camisa limpia, dos enaguas, una falda negra de lino y una blusa blanca. Se colocó un ancho cinturón de cuero y se sentó para que Nancy peinara su larga cabellera y le hiciera una trenza. Finalmente metió los pies en unas zapatillas de cuero negro y salió de la habitación.
Fue hasta la habitación donde Edmund estaba durmiendo. Maybel se puso de pie cuando Elizabeth abrió la puerta y corrió hacia ella.
– Está cansado, pero se encuentra mejor. Lo único que no puede mover es la mano derecha.
– Cuando se sienta bien, regresarás a tu casa, Maybel. Edmund ha sido un fiel servidor de Friarsgate durante demasiado tiempo. Es hora de que descanse, y tú también. Sé que mamá estará de acuerdo con mi decisión. Esta mañana le envié una carta contándole de la enfermedad de tu esposo, pero no le pedí que viniera. Tú y yo cuidaremos a Edmund.
– ¿Y quién se ocupará de la casa ahora?
– Elige el sucesor que desees. Yo me inclino por Albert.
Maybel asintió.
– Mi casa está sucia -susurró como si hablara para sí.
– Mandaré a alguien para que se ocupe de la limpieza. Vamos a comer ahora. Le diremos a una de las sirvientas que se quede cuidando a Edmund mientras nos ausentamos.
El salón estaba lleno de gente: los habitantes de la casa, los hombres armados que custodiaban la propiedad, los sirvientes y un vendedor ambulante que había pedido un lugar donde dormir.
– Denos su bendición, padre -dijo Elizabeth ocupando su lugar en la mesa.
– Los ojos de todos a ti te aguardan, Señor -comenzó a orar el párroco.
– Y Tú les das la carne en el momento debido -replicaron los presentes.
El padre continuó hasta concluir la plegaria diciendo:
– Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
– El mundo fue, es y será siempre infinito. Amén -remató el coro.
Baen ocupó el lugar que le correspondía a Edmund, a la derecha de Elizabeth. Se sentía algo incómodo, pero nadie hizo ningún comentario adverso.
– ¿Aprendiste algo hoy?
– Sí, que las ovejas son muy ágiles y no se dejan esquilar muy fácilmente. Pero tenías razón, el vellón es maravilloso.
Los criados les sirvieron vino en sus copas. Elizabeth cortó en dos el pollo relleno con pan, cebolla y salvia, colocó una mitad en su plato y la otra en el de Baen, y le agregó varias fetas de jamón. Él no dijo una palabra, pero estaba sorprendido porque lo trataba como a un igual. Miró a su alrededor esperando descubrir caras de asombro ante las atenciones que la dama de Friarsgate prodigaba al bastardo escocés. No vio nada raro, y dio las gracias en voz baja. Comió y bebió hasta que, en un momento, dejándose llevar por la fantasía, comenzó a imaginar cómo sería su vida si fuera el señor del lugar y estuviera casado con Elizabeth. Sería maravilloso, pero al rato volvió a la realidad y el cálido rubor que había encendido sus mejillas desapareció súbitamente.
– No deberías servirme -le dijo cuando ella le puso varios trozos de queso en el plato.
– ¿Por qué no?
– Porque no merezco ocupar este lugar ni soy digno de ti.
– Esa decisión me corresponde tomarla a mí, Baen. Después de todo, soy la dama de Friarsgate. Francamente, tu maldita humildad empieza a resultarme irritante. No te queda bien y estoy segura de que tu padre opinaría lo mismo que yo. Ya te he dicho que tengo la intención de casarme contigo.
– No digas esas cosas -susurró Baen.
– Las seguiré diciendo hasta que seas sincero conmigo y expreses lo que siente tu corazón.
– ¿Cómo sabes lo que siente mi corazón? Jamás te he dicho una palabra.
– Tus miradas son muy elocuentes, Baen. En la corte he aprendido a interpretar la expresión de los ojos, que muchas veces no concuerda con lo que dicen los labios. Podría haberme enamorado de Flynn Estuardo, el medio hermano del rey Jacobo, por lo que vi en sus ojos. Ahora los tuyos me dicen que me deseas y me amas. Pero, como te rehúsas a expresar tus sentimientos, me veo obligada a hablar por los dos. Quiero que seas mi esposo.