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– ¡Qué delicia! Así vale la pena vivir.

– ¿Cómo te las ingeniarás para concretar ese matrimonio?

– ¿Yo? Querido mío, yo no haré nada, salvo sentarme en una silla y dejar que mi sobrina arregle el asunto. Ella es lo bastante astuta para lograrlo. Por lo demás, el escocés goza de la aprobación de Rosamund y de mis simpatías. Los antecedentes familiares de ambos son muy parecidos. El padre de Elizabeth era un caballero. El suyo pertenece a la pequeña nobleza. Para mí es suficiente. Las cosas se arreglarán por sí solas, y deseo que ello suceda lo antes posible. Quiero estar en Otterly en otoño. Por consiguiente, debes volver y procurar que el ala izquierda se termine a tiempo y que no se comunique en absoluto con la casa de Banon. Tendremos privacidad.

"¡Imagínate, Will, gozar finalmente de un poco de paz y quietud! Pasaremos el invierno tan cómodos y calentitos como dos ratones en un granero repleto. Por otra parte, cuando estuvimos en Londres descubrí un escondrijo donde vendían libros y manuscritos por una ganga. Sin duda pertenecían a algún anciano noble cuyo heredero era, evidentemente, un bárbaro carente de toda educación. Los compré y los hice enviar a Otterly. Así pues, nos dedicaremos a catalogar mi hallazgo. ¡Es un auténtico tesoro, querido Will! Tal vez te necesiten en Friarsgate.

– No. Elizabeth sabe manejar por sí sola la situación. En unas pocas semanas viajaré a casa y todo se arreglará.

En ese momento, Baen MacColl entró en el salón, precedido por e| perro.

– Querido muchacho, ¿has disfrutado de tu paseo con Friar?

– Por cierto, milord. Es una noche bellísima y el aire, a defiere del de las Tierras Altas, tiene una frescura encantadora.

– Proviene del mar -murmuró Thomas Bolton-. Por eso el cutis de mis sobrinas es tan terso, especialmente el de Elizabeth. Otterly está más lejos del mar y la casa de Philippa en Brierewode se halla rodeada de tierra, sin una gota de agua salada a la vista. Elizabeth es adorable, ¿no te parece, muchacho? Es la más hermosa de las hijas de Rosamund.

– Sí, es adorable -repuso Baen ruborizándose.

Al ver las encendidas mejillas del joven, lord Cambridge sonrió Luego se puso de pie y, dejando la copa de vino sobre una mesa, dijo:

– Querido muchacho, me voy a la cama. Estoy lisa y llanamente exhausto. Elizabeth no ha bajado aún y puede que no lo haga. ¿Tendrías la amabilidad de verificar si todo está en orden?

– Sí, milord, lo haré con gusto -respondió Baen inclinándose en señal de respeto.

– Buenas noches entonces, mi querido -dijo Thomas Bolton. Después enlazó su brazo en el de Will Smythe y ambos abandonaron el salón.

Friar se había echado junto al fuego y dormitaba. Baen se encaminó a la puerta principal de la casa y corrió el cerrojo. Acto seguido, se paseó por la planta baja de la residencia, asegurándose de que el fuego de las chimeneas ardiera al mínimo y quitando la pavesa de las velas. Satisfecho de que todo estuviera bien, se sentó por un momento junto al hogar. Le parecía de lo más natural realizar las tareas propias del dueño de casa. Con un suspiro se levantó y subió las escaleras, rumbo a su dormitorio.

El fuego ardía en el pequeño hogar y las danzarinas llamas se reflejaban, oscuras, en las paredes. No se molestó en prender la vela, pues podía ver lo suficiente para desvestirse. Cuando se dirigió a la cama, advirtió que algo se movía debajo de la manta, al tiempo que la autoritaria voz de Elizabeth le ordenaba meterse en el lecho.

– Te pescarás un resfrío si no lo haces, Baen -dijo, incorporándose en la cama y suavizando el tono.

Él quedó perplejo, y avergonzado como nunca de su desnudez, tiró de la manta y se escudó tras ella. La joven lanzó una risita.

– Ya he visto todo cuanto tienes para ofrecer, Baen MacColl, y te aseguro que me siento de lo más impresionada.

Luego apartó las sábanas y se mostró tal como su madre la había traído al mundo.

– ¡Estás desnuda! -dijo Baen con voz ronca.

No podía dejar de mirarla. Era delgada donde un hombre quiere que la mujer sea delgada, y curvilínea donde un hombre quiere que la mujer tenga curvas. Su piel era de un delicioso color crema y sus rubios cabellos se esparcían sobre los hombros como una cascada.

– Métete en la cama -insistió ella, mirándolo directamente a los ojos.

– ¿Estás loca, muchacha? -exclamó retrocediendo.

– ¿Acaso no me creíste cuando dije que quería que fueras mi compañero? -le preguntó con voz serena.

El corazón le martillaba el pecho y estaba lejos de sentirse tan audaz como aparentaba. Era un hombre demasiado grande. Grande por todos lados. Y aunque sabía por sus hermanas cuáles eran las partes involucradas en el acto sexual, nunca pensó que el miembro masculino pudiera tener semejante tamaño.

– Si me meto en la cama, Elizabeth, no habrá vuelta atrás para ninguno de los dos. Y no podrás decir que he abusado de tu inocencia.

– ¿Por qué diría tal cosa? Después de todo, eres mi pareja.

– Pero si pierdes la virginidad conmigo, ningún hombre querrá desposarte.

– Soy virgen y solamente te quiero a ti.

– Tan pronto como termine mis tareas en Friarsgate regresaré a Grayhaven, muchacha -intentó razonar con ella-. La lealtad a mi padre es incuestionable.

Elizabeth le tendió la mano y se limitó a murmurar un suavísimo:

"Ven".

– Si lo hago… -comenzó el joven.

– Me desflorarás y franquearemos de una vez por todas la bendita barrera de la virginidad, amor mío.

Baen tragó saliva y, con enorme esfuerzo, le dio la espalda y se alejó del lecho.

– No, muchacha, no te deshonraré.

Elizabeth saltó de la cama y sus pies aterrizaron estrepitosamente en el suelo. Baen se volvió, sorprendido por el ruido, y ella aprovechó la ocasión para arrojarse en sus brazos. El esbelto cuerpo de la muchacha se apretó contra el sólido cuerpo masculino. Luego le tomó el rostro entre las manos y exclamó:

– ¡No se te ocurra dejarme, Baen MacColl! ¡Sería indigno de ti!

Él perdió definitivamente el control y, estrechándola en sus brazos, la besó con una violencia que la hizo estremecer de pies a cabeza.

– ¡Eres una bruja descarada, Elizabeth Meredith, y lo que suceda ahora entre nosotros es de tu exclusiva responsabilidad! ¿Entiendes?

El corazón le saltaba del pecho y ella sintió que se estaba derritiendo a causa del calor producido por el contacto de sus cuerpos.

– ¡Sí! -murmuró con inusitada fiereza-. ¡Entiendo perfectamente!

– ¡Entonces, que así sea! -Baen la cargó en sus brazos y la depositó suavemente en la cama, antes de unirse a ella-. Te he deseado desde el momento en que te vi.

– Lo sé. No eres muy bueno para ocultar tus sentimientos, Baen MacColl. Me resultó sumamente halagador y me dio confianza en mí misma cuando estuve en la corte. -Tomó su oscura cabeza, la atrajo hacia sí y le estampó un dulce y prolongado beso en la boca.

– Yo no te enseñé a besar de esta manera -dijo él, un tanto celoso ante su destreza.

– No -replicó Elizabeth sonriendo-. Tú me diste el primer beso. Desde entonces, he besado a otros caballeros, pero nunca volveré a besar a nadie más que a ti, te lo prometo.

– Algún día tendrás un marido.

– ¿Crees que soy tan poco honorable como para desposarme con otro después de haberte entregado mi virginidad? Eres mi hombre y no habrá nadie más. -Hundió la mano en su negra cabellera y le acaricio lentamente la nuca-. Tendrás que enseñarme lo que debo hacer le dijo al oído.

Él se estremeció y cerró los ojos. Estaba cometiendo una locura. Ella seguía besándolo y su virilidad se había erguido cual una serpiente. La muchacha era tan suave y olía tan bien… Al fin y al cabo, él era un simple mortal, no un santo. Y meneó la cabeza como quien se sabe derrotado de antemano por un enemigo poderoso. Abrió los ojos y miró su rostro adorable.