Pero no era sencillo disuadir a Elizabeth. Al día siguiente, lo atrapó en un establo y antes de darse cuenta ya la estaba fornicando con entusiasmo en un pesebre repleto de fragante heno. Una tarde, lo arrastró desvergonzadamente hasta un matorral, en la pradera donde pastaban las ovejas, y se acoplaron a despecho de sus protestas. Lo provocaba con maliciosas caricias y besos cuando nadie los veía. Iba todas las noches a su dormitorio y a él le resultaba imposible rechazarla. Se sentía un ser completo sólo cuando estaba con ella. Cuando la llenaba con su pasión. Cuando Elizabeth yacía bajo su cuerpo aullando de placer. Aunque fuese una locura, ninguno de los dos podía abstenerse del otro, tan grande era el deseo que los consumía. Por otra parte, ella estaba convencida de que su plan tendría éxito y de que muy pronto él sería suyo para siempre.
– Seguramente quedarás preñada -le advirtió una noche, mientras yacían en el lecho con los miembros entrelazados-. No quiero avergonzarte con un bastardo, como le ocurrió a mi madre, ni quiero que el niño sufra debido a su nacimiento ilegitimo.
– ¿Por qué no nos casamos provisoriamente? -dijo Elizabeth con aire despreocupado-. De esa manera, si regresas a la casa de tu padre, el fruto de nuestro amor será legítimo. Esa clase de matrimonio solo es válida durante un año y un día, Baen. Si en ese lapso no tengo un niño, nadie saldrá perjudicado. Pronto será San Miguel y muchos se casan en secreto en esa fecha. Si piensas dejarme, entonces un casamiento de ese tipo me protegerá.
– Sabes que no puedo quedarme -repuso con tristeza.
– Pero puedes volver. No creo que tu padre te necesite más que yo. Tiene dos hijos legítimos. Si no fueras tan testarudo, lo entenderías. Somos iguales en muchos aspectos, mi querido. ¿Acaso vas a decirme que tu padre es un tirano capaz de prohibirte desposar a una rica heredera o de impedir que seas feliz?
– ¡Te lo advertí! -rugió Baen, confundido por esas palabras.
Ella le tomó la cabeza entre las manos y lo besó apasionadamente.
– Sí, me lo advertiste -admitió-. Pero jamás pensé que después de convertirte en mi amante me harías a un lado como si tal cosa -dijo, y le acarició el rostro.
El contacto de los expertos y cálidos dedos le hizo hervir la sangre Elizabeth lo montó con todo descaro, sintiendo cómo su erecta virilidad se deslizaba en su íntima caverna hasta llenarla por completo
– ¿Puedes abandonarme con tanta facilidad, mi amor?-le preguntó, mientras cabalgaba con la mirada fija en los ojos grises de su amado, ahora vidriosos por la creciente lujuria.
Baen le apretó los senos con fuerza.
– Nos casaremos en secreto porque te amo, bruja fronteriza de sangre caliente, y porque deseo proteger al fruto de nuestra pasión.
La obligó a ponerse de espaldas y, una vez convertido en jinete, la poseyó con inusitada violencia.
– ¡Por el amor de Dios! -gritó Elizabeth, a medias furiosa y a medias complacida-. ¡Eres un bastardo! -murmuró entre dientes.
Él se echo a reír.
– Nunca ha habido la menor duda al respecto, preciosa.
Se amaban con tanta energía y apasionamiento que el aire parecía chisporrotear. El deseo que sentían el uno por el otro se había intensificado durante las semanas que siguieron al primer encuentro. Y aunque ambos admitían estar enamorados, el hecho no cambiaba las cosas. Sus lealtades estaban divididas y ninguno de los dos daría el brazo a torcer.
– ¡Te odio! -gritó ella, presa de un incontenible deseo.
– ¡Embustera! -se burló Baen, besándola hasta dejarle la boca amoratada.
Elizabeth trató de contener las lágrimas. Después de todo, tema tiempo de sobra. Él aún estaba en Friarsgate y si se casaban provisoriamente, terminaría por atraparlo. Pero la pasión que compartían le impidió seguir pensando y los arrastró como una poderosa ola hasta que ambos culminaron al unísono.
Lo que había comenzado en secreto era ahora de conocimiento público. En Friarsgate nadie ignoraba que el ama no solo estaba enamorada del escocés, sino que compartía su lecho. Maybel, preocupa recurrió a lord Cambridge, que se preparaba para regresar a Otterly.
– ¿Te das cuenta, Tom? Ha perdido gratuitamente la virginidad. ¿Quién querrá desposarla en esas condiciones?
– Mi querida, ella lo quiere solamente a él.
– ¿A un escocés? ¿Qué dirá Rosamund?
– Fue ella quien la alentó, encantada de que su hija hubiera encontrado finalmente a un hombre capaz de enamorarla y de compartir Friarsgate, Maybel. Pero piensa regresar a Escocia. Él mismo lo dijo. Ahora que Edmund ha vuelto a cumplir con algunas de sus obligaciones, se irá.
– Es cierto, se irá -terció Elizabeth, cuya presencia no habían advertido-.
– Y en adelante, tú y Edmund vivirán en su casita, pues mi tío abuelo ya no está en condiciones de hacerse cargo de estas tierras. Si Baen me deja, administraré la propiedad sin ayuda de nadie. ¿Acaso no me he entrenado toda mi vida para desempeñar este papel?
– ¿Y se puede saber quién cuidará de ti? Eres más fuerte que la mayoría de las mujeres, lo admito, pero no eres invencible, mi niña -repuso Maybel.
– Nancy cuidará de mí, gracias a tus buenos oficios -dijo Elizabeth abrazando con fuerza a la anciana-. Jane se encargó de dirigir a las criadas mientras cuidabas a nuestro Edmund. Tú le enseñaste, Maybel, y has de reconocer que ella es muy competente. -Luego se volvió hacia lord Cambridge-: ¿Cuándo partirás para Otterly, querido tío?
– Dos días después de San Miguel. Will me ha escrito que la casa ya está habitable y que mis libros acaban de llegar de Londres. Pero adoro pasar San Miguel en Friarsgate, mi ángel, de modo que no me iré hasta el 1° de octubre.
– Lamento que debas partir, pues disfruto realmente de tu compañía, tío. Pronto me quedaré sola -dijo muy seria-, pero estaré demasiado ocupada y probablemente no notaré la ausencia de los seres queridos. ¿Edmund está despierto, Maybel?
– Sí, y ansioso por verte.
– Iré ahora mismo y le comunicaré mis planes.
– ¿Qué será de ella? -se preguntó Maybel meneando la cabeza-. La tierra la consume. Ama al escocés y, sin embargo, permite que la abandone como si tal cosa. Y él actúa con la misma insensatez, pues es obvio que la ama. Su progenitor debe ser un monstruo, de otro modo no exigiría semejante lealtad del muchacho.
– A mi entender, ambos están confundidos -replicó lord Cam bridge-. Ella se aferra a Friarsgate como si fuera la única razón de su vida, y él hace lo mismo con su padre, cuando en realidad deberían prometerse fidelidad uno al otro. No creo que el amo de Grayhaven le prohíba a su hijo desposar a una mujer rica. Incluso a una inglesa rica Pero sospecho que Baen, debido a su exagerada lealtad a su padre, no le dirá una palabra con respecto a Elizabeth. No obstante, en mi humilde opinión, el amor puede prevalecer sobre la necedad inherente a este viejo mundo. Dejemos que se separen durante los largos y fríos meses de invierno. Si al llegar la primavera ninguno de los dos ha superado su testarudez, entonces será preciso hacer algo para unirlos en santo matrimonio por el bien de todos, pero especialmente por el bien de Elizabeth y de Baen.
– ¿Por qué siempre te las ingenias para encontrar una solución sencilla a los problemas aparentemente más difíciles de resolver, Tom Bolton?
– Es un don, querida Maybel. Mi destino consiste en hacer felices a quienes me rodean y a quienes amo.
– Lo dices con ironía, pero es la pura verdad, Thomas Bolton. Nunca he conocido a un hombre más bueno y más generoso que tú. Es una vergüenza que los Bolton mueran contigo.
– Eso también se debe al destino -repuso lord Cambridge con voz serena.
San Miguel se celebró el 29 de ese mes. Era un día perfecto de finales de septiembre. El sol brillaba y en el cielo no había una sola nube. Se colocó un poste frente a la casa y Elizabeth lo coronó con uno de los bellos guantes bordados en perlas que había usado en la corte. Alrededor del poste, los comerciantes, llegados de otras comarcas, habían armado las tiendas donde mostraban sus mercancías. Si querían participar en el evento, debían jurar ante el padre Mata que cederían una parte de sus ganancias a la Iglesia. Elizabeth entregó a los criados la paga correspondiente a un año de trabajo, y les advirtió que no la malgastaran en el juego o comprando baratijas en los puestos de los mercaderes.