A media tarde, cuando la feria se hallaba en su apogeo, encontró a su amante y le pidió que la acompañara hasta el lago, lejos de las festividades. Una vez allí, tomó la mano de él entre las suyas y, mirándolo al rostro, le dijo con voz tranquila:
– Ya es tiempo de casarnos en secreto, mi bienamado escocés. En presencia de Dios, bajo este cielo azul, jubilosamente te tomo a ti, Baen MacColl, por esposo, durante un año y un día. Que Jesús y su querida Madre María nos bendigan.
– Y en presencia de Dios, bajo el dosel azul del cielo, jubilosamente te tomo a ti, Elizabeth Meredith, por esposa durante el término de un año y un día. Que Jesús y su dulce Madre María nos bendigan.
– No fue tan difícil, ¿verdad? -dijo ella, con la intención de provocarlo.
– No, no lo fue.
– Y no se lo diremos a nadie. ¿Lo juras?
– Sí, te lo juro.
Se sintió avergonzado, sabiendo que pronto iba a regresar a Grayhaven y que era muy improbable que la volviese a ver. Dentro de un año y un día Elizabeth sería nuevamente libre y podría casarse con un hombre digno de ella. Se le rompió el corazón al pensar en la desilusión que le causaría su partida, pero él ya se lo había advertido.
William Smythe retornó a Friarsgate el día antes de San Miguel con el propósito de acompañar a su amo a Otterly. Y ahora, en la mañana del 1° de octubre, los dos hombres y su escolta se preparaban Para partir.
– Ha sido un año muy interesante, querida. Y lamento no haber podido encontrar un esposo adecuado para ti -dijo lord Cambridge.
– No soy una muchacha fácil, tío. Al menos eso dicen todos. Por lo demás, ya he elegido a un compañero. Y aunque sabes de sobra quién es, agradezco tu discreción -repuso con una sonrisa, dándole unas palmaditas en el brazo cubierto de terciopelo.
– Volverá, no te preocupes.
– Si me deja, tío, no necesita regresar -replicó Elizabeth con calma.
– No seas tonta, sobrina. Él terminará por resolver el bendito problema de las lealtades, solamente necesita tiempo. Pero no lo presiones.
– Volverá, te lo aseguro, pues incluso un tonto puede percibir que te ama. Y ahora dile adiós al bueno de Will.
– Te echaré de menos, William Smythe. Ve con Dios y cuida a mi tío, como lo has hecho durante estos últimos nueve años -dijo la joven y lo besó en la mejilla.
El secretario y compañero de lord Cambridge le hizo una reverencia.
– No eche en saco roto los consejos de mi amo, por favor. Solo queremos su felicidad.
– ¡Vamos, Will! -exclamó Thomas Bolton, ya montado en su cabalgadura-. ¡Estoy ansioso por volver a casa! ¡Adiós, querida mía!
Elizabeth observó con tristeza cómo el grupo se alejaba cabalgando, Amaba a Thomas Bolton y sabía que lo iba a extrañar. ¡Era tan ocurrente! Y Maybel y Edmund -todavía débil y no totalmente recuperado- habían partido el día anterior en un carro rumbo a su casa. Maybel, por supuesto, había llorado a moco tendido, como si nunca más volviese a ver a Elizabeth o a la casa.
– ¡Pero si estarás a menos de una legua de aquí! -exclamó la joven riendo
– ¡Lo sé! ¡Lo sé, pero he pasado la mayor parte de mi vida en esta casa cuidando a la dama de Friarsgate! Y Edmund ha administrado la propiedad prácticamente desde que era un niño.
– Por lo tanto, es hora de que ambos regresen a su hogar, cuiden el uno del otro y disfruten de los días que les quedan -aconsejó, pero no ignoraba que se sentiría muy sola sin Maybel y Edmund. Le había escrito a su madre y ésta había aprobado su decisión, aunque ciertamente ya no necesitaba el permiso de Rosamund, pues ella era ahora la dama de Friarsgate y lo había sido durante ocho años.
A diferencia de los días anteriores, el aire tenía esa frialdad característica del otoño. Era octubre. Y antes de que lo advirtiesen, llegaría el invierno. Y ella se pasaría las noches envuelta en los brazos de su provisorio marido, haciendo el amor. Decidió partir en busca de Baen. La última que vez que lo había visto estaba en el salón despidiéndose de su tío, pero ahora no se encontraba allí.
– ¿Dónde está el amo Baen? -le pregunto a Albert.
– Se fue a los establos, milady.
Abandonó el salón a paso vivo y se dirigió a las caballerizas; allí estaba su amado, ensillando su corcel.
– Me parece perfecto. Hoy debemos inspeccionar las praderas periféricas y cerciorarnos de que los corrales estén preparados para el invierno y tengan suficientes provisiones. El instinto me dice que las ovejas no deberían estar tan lejos durante el invierno.
– Me voy a Grayhaven, Elizabeth -dijo Baen con serenidad, mientras ajustaba la cincha alrededor del caballo.
– ¿Cuándo?
Seguramente no lo había escuchado bien, pues le resultaba imposible creer que él se fuera.
– Hoy, ahora mismo. Es mejor que me vaya antes de que el tiempo empeore. Según me han dicho, en las Tierras Altas ya hay nieve en las cumbres de los montes. Tu tío se fue y ya es hora de regresar a
Grayhaven.
"No pienso suplicarle", se dijo Elizabeth, sintiendo que el corazón se le había endurecido como una piedra.
– ¿Por qué no te quedas hasta San Crispin? Te daremos una linda fiesta de despedida.
Él meneó la cabeza, se acercó a ella y la abrazó con fuerza.
– No quiero irme, amor mío, pero debo hacerlo.
El corazón se le partió en dos, y entonces hizo lo que se había prometido a sí misma no hacer jamás, en caso de encontrarse en esa desventurada situación: Elizabeth Meredith se largó a llorar.
– ¡No! ¡No te vayas, Baen! Eres mi marido. ¿Cómo es posible que la lealtad a tu padre supere la lealtad hacia mí? ¡Soy tu esposa!
– Nos casamos provisoriamente para darle un nombre a nuestro hijo en caso de haber engendrado uno.
– ¿Crees que esa es la única razón, Baen? ¡Tú me amas! -gritó.
– Sí, te amo y, desde luego, no es la única razón por la que me casé en secreto contigo, mi tesoro. Lo hice porque quería que fueras mi esposa. Era lo que más deseaba en el mundo.
– ¿Y aun así prefieres ser leal a un hombre que durante doce años ni siquiera supo que existías? -exclamó, sollozando amargamente.
– Un hombre que durante veinte años me albergó en su casa y me trató como a un hijo legítimo. Sabías desde el principio que una vez terminado mi aprendizaje en Friarsgate partiría indefectiblemente pues es mi intención instalar una industria artesanal en Grayhaven. Nunca te engañé. Si he engañado a alguien, ha sido a mí mismo. El hecho de amarte y de casarme contigo fue un breve sueño que me permitió saber todo cuanto significa tener una esposa y una vida independiente Y te doy las gracias por ello.
Sus palabras eras amables, aunque crueles. Elizabeth trató de recobrar la compostura. Y por un momento permaneció en sus brazos, la mejilla apoyada en la casaca de Baen, escuchando los rítmicos latidos de su corazón. Por último, se enderezó y, apartándose de él, levantó la vista y miró su bello rostro.
– No te vayas -musitó.
– Debo hacerlo -respondió el joven, acariciándole el rostro-. En unos pocos meses me habrás olvidado, preciosa. Y dentro de un año te podrás casar con el hombre adecuado -agregó Baen, en un torpe intento por consolarla.
Elizabeth meneó la cabeza.