– ¿Está despierta, señorita? -preguntó Nancy.
¿Cuánto tiempo había dormido? ¿O acaso se había desmayado?
– Me siento muy mal -respondió Elizabeth con voz débil.
La doncella contuvo la risa y al ver la bacinilla dijo:
– Voy a tirar esta inmundicia. Vivirá, se lo aseguro. Nadie se muere por beber una jarra de vino. -Tomó el recipiente y se apresuró a salir del cuarto.
Elizabeth cerró los ojos una vez más. Se sentía un poco mejor, aunque todavía le dolía la cabeza. Decidió que no estaba en condiciones de ocuparse de la contabilidad, que era la principal tarea de ese día. En cambio, una cabalgata al aire fresco le haría bien. Consideró la posibilidad de levantarse pero prefirió esperar un rato más. Los rayos del sol que entraban en la alcoba lastimaban sus ojos como filosos puñales.
– Nancy, si estás ahí, corre las cortinas.
– Se sentirá mejor si se levanta, señorita. -Después de tapar todas las ventanas, se acercó a la cama de Elizabeth, colocó varias almohadas detrás de su espalda y la ayudó a sentarse-. ¿Está más cómoda así?
– ¡Ay, cómo me laten las sienes! Da lo mismo que esté sentada o acostada.
– Necesita comer algo.
– ¡No! La sola idea me revuelve el estómago.
– Aunque sea un poco de pan -insistió la criada-. Se lo traeré enseguida.
Salió de la habitación y regresó con una rodaja de pan caliente que tendió a su ama. Luego tomó el cepillo y comenzó a pasarlo lenta y suavemente por la larga cabellera dorada mientras la joven comía el pan de a pedacitos, masticándolos muy despacio.
– ¿Se encuentra mejor ahora?
Elizabeth aguardó unos segundos antes de contestar.
– Sí, ya no me duele el estómago. ¡Gracias! -Volvió a cerrar los ojos al tiempo que Nancy continuaba cepillándola-. Saldré a cabalgar. Tráeme los pantalones de montar. ¿Qué hora es?
– Más de las diez. ¿Se siente con fuerzas para andar a caballo, señorita?
– No dejaré de cumplir con mis deberes. Tenemos muchas cosas que hacer antes de que llegue el invierno, muchacha -con un rápido movimiento descorrió la colcha y salió de la cama-. Cuando regrese, tenme preparado un baño caliente. -Ignorando el dolor de cabeza, se aprestó a iniciar la jornada.
Los días siguientes, Elizabeth se levantaba temprano y salía a inspeccionar los campos o se quedaba haciendo cuentas en su cuarto privado. Solo abría la boca para dar órdenes a los sirvientes y los pastores; el resto del tiempo permanecía callada. Todas las noches se sentaba sola a la mesa, cenaba y subía a su alcoba. A veces se quedaba un rato junto al fuego antes de irse a dormir.
Cuando llegó el Día de San Crispín, se encendieron hogueras en todas partes, pero no hubo festejos en el salón de la solitaria dama de Friarsgate. El 31 de octubre, víspera de Todos los Santos, la casa estaba en silencio como siempre. El cocinero le sirvió un postre especial, hecho con queso caliente, crema y manzanas dulces. Ella lo rechazó.
– Déselo a los sirvientes -le dijo a Albert. Sabía que dentro del postre habían colocado dos canicas de mármol, dos anillos y dos modas según la tradición, esos elementos permitían predecir el futuro del comensal. Por ejemplo, aquel que hallara los anillos en su plato sería bendecido con el amor y el matrimonio. Elizabeth rió con amargura al pensar que esa posibilidad le estaba vedada. Quien encontrara una moneda, se volvería rico. Ella ya lo era, así que no necesitaba volverse rica Quienes hallaran las canicas llevarían una vida fría y solitaria. Ella a disfrutaba de ese privilegio. Por último, quienes no encontraran nada, tendrían un destino incierto. Su destino era de lo más previsible: envejecería sola.
La noche siguiente Elizabeth decidió celebrar la fiesta en honor a todos los santos e invitó a su casa a los habitantes de Friarsgate, pues no quería convertirlos en víctimas de su estupidez. Los agasajó con un delicioso jabalí asado, que todos comieron con gran deleite. El 2 de noviembre, Día de los Fieles Difuntos, los pobladores oraron por el alma de los muertos y los niños fueron de puerta en puerta cantando y pidiendo pasteles, que los dueños de casa ya tenían preparados y listos para ser entregados. El 12 de ese mes, Día de San Martín, el salón de Elizabeth volvió a llenarse con los habitantes de Friarsgate, a quienes esta vez se obsequió con ganso asado. El 25 se festejó el Día de Santa Catalina comiendo la tradicional rosca que simboliza la rueda de molino donde fue martirizada la santa.
Los días eran cada vez más cortos y fríos, y las noches, más largas y oscuras. Elizabeth había tomado los recaudos necesarios para proteger al pueblo y a los rebaños. Por un motivo u otro, había tenido que salir a cabalgar casi todos los días. Había recogido las hierbas y flores con las que su boticario elaboraba tés, ungüentos y cataplasmas. Como dueña de Friarsgate, tenía el deber de asistir a las personas que se hallaban a su cargo cada vez que se enfermaban. Sin embargo, el ajetreo incesante y las múltiples ocupaciones no impidieron que siguiera afligida por la partida de Baen. Él la amaba, ¿cómo era posible que la hubiera abandonado?
Un mensajero llegó de Claven's Carn para invitarla a pasar las Navidades con su madre, su padrastro y sus medio hermanos. Elizabeth Respondió diciendo que le parecía imprudente dejar Friarsgate cuando se avecinaba el invierno. Pero la verdadera razón era que no se sentía bien desde que Baen se había marchado, y le desagradaba la idea de viajar a Escocia. Además, no soportaría la atmósfera de felicidad rodeaba a su madre en Claven's Carn.
Luego llegó una larga carta de Otterly. Lord Cambridge le preguntaba por su salud y enviaba cariños a Baen. La nueva ala de la casa había quedado perfecta. Por fin estaba a salvo de Banon y sus bulliciosas hijas y había recuperado su privacidad. Una pequeña galería comunicaba el cuerpo central del edificio con la sección de Thomas Bolton, y en sus extremos había dos puertas que solo se abrían con dos llaves que lord Cambridge se cuidaba muy bien de llevar siempre consigo. Además, la puerta situada en el extremo más alejado de la galería estaba escondida en la pared por ambos lados, de modo que si alguien no sabía de su existencia, jamás podría encontrarla. Banon desconocía toda esa complicada obra y él no pensaba contarle nada hasta que yaciera en su lecho de muerte. Y tenía la esperanza de vivir muchos años más.
Confiaba su secreto a Elizabeth por si moría repentinamente y nadie podía encontrarlo. La joven sonrió al leer eso. Le parecía oír su voz rebosante de felicidad por haberle ganado la pulseada a Banon. También le contaba su tío que había engrosado la biblioteca con hermosos ejemplares. Había encontrado unos manuscritos raros en Londres; uno de ellos pertenecía a Geoffrey Chaucer. Will, el querido y brillante Will, lo había descubierto en medio de otras obras menores.
"No te invitaré a pasar las fiestas navideñas en Otterly -le escribió-. Si el mal tiempo te mantuviera varada aquí, las hijas de Banon terminarían por disuadirte de engendrar un heredero para Friarsgate. Además, sé que estás contenta ahora y que te estás preparando para el invierno."
Le preguntó por Edmund y Maybel y concluyó la carta enviándole todo su cariño. Elizabeth dejó el pergamino a un lado, con los ojos llenos de lágrimas. Se sentía muy vulnerable últimamente.
Luego levantó la cabeza, miró al mensajero y le dijo:
– Mañana llevará la respuesta a esta carta. Vaya a la cocina a comer algo. Puede dormir en el salón.