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– Está pálida -le dijo la doncella cuando Elizabeth entró en la habitación-. ¿Se encuentra bien?

– Sentí cómo se movía el bebé -susurró.

– ¡Dios la bendiga, señorita! -rió Nancy- Su madre ya está en la cama. Sigue siendo tan hermosa como cuando vivía aquí. Lávese la cara y las manos antes de que la arrope en la camita. Debe descansar todo lo posible- señaló y se dispuso a guardar las prendas de su ama.

Elizabeth siguió el consejo de Nancy y luego se metió en la cama. A mañana siguiente, cuando despertó, Rosamund ya había partido. Desperezándose lentamente, miró las ventanas. El sol brillaba. Iba a ser un lindo día, y sintió alivio por su madre, que tenía una larga cabalgata hasta Otterly.

Rosamund también estaba contenta por el tiempo relativamente bueno. El frío calaba los huesos pero, al menos, no soplaba el viento. Pasaron varias horas antes de que perdiera la sensibilidad en los dedos de las manos y los pies. Al mediodía llegaron al convento de St. Margaret y escucharon las campanas de la iglesia llamando a misa. Rosamund dudó entre detenerse o no. Su prima Julia Bolton era una de las monjas del convento. Era una mujer de rostro dulce y de una inteligencia brillante.

– ¿Desea que nos detengamos, milady? -preguntó el capitán, que sabía que la prima de la señora de Claven's Carn vivía en el convento.

– No -respondió Rosamund meneando la cabeza-. No podemos perder un segundo. Si fuera verano, me detendría unos minutos, pero quiero llegar a Otterly al atardecer.

Cuando le ofrecieron la cesta de comida, la rechazó alegando que no tendrían tiempo de parar a comer y que, en caso necesario, se arreglarían con los pasteles de avena que llevaban los escoceses. Sólo harían un alto en el camino para dar de beber a los caballos y hacerlos descansar.

Llegaron a Otterly a la puesta del sol. Era un espectáculo grandioso una explosión de rojos, naranjas y dorados. Un mensajero se había adelantado para anunciar el arribo de los visitantes y los estaba aguardando en la entrada del ala de lord Cambridge.

Rosamund desmontó y entró en la residencia. Un criado la condujo al pequeño y encantador salón donde Thomas Bolton y Banon la espiaban ansiosos. El capitán y sus hombres dejaron los caballos en los establos y fueron a comer al salón principal de Otterly.

– ¡Banon, estás preciosa! -exclamó Rosamund abrazándola-. ¡Veo que estás preñada de nuevo! ¿Cuándo nacerá?

– Pronto. ¿Qué es lo que ocurre, mamá?

– ¡Queridísima Rosamund! -Thomas Bolton se puso en medio de las dos mujeres y dio un fuerte abrazo a su prima-. Siéntate, paloma. ¡Por Dios, tus hermosas manitas están heladas! ¡Will, querido, trae el vino antes de que mi prima desfallezca! Banon, pequeña despídete de tu madre. La verás más tarde. Ya es de noche y tu sirviente te está esperando para escoltarte a tu sección de la casa -y le prodigó una tierna sonrisa.

– ¡Oh, tío! Tú entras y sales sin pasar por el exterior y yo tengo que helarme allá afuera. ¿Por qué me haces esto? -Banon estaba disgustada.

– Porque tú y tu bulliciosa prole abusarían de ese privilegio, como lo hicieron antes. Necesito privacidad, tesoro. Ahora, sé buena y vete -replicó acariciándole el hombro y empujándola suavemente hasta la puerta que daba al vestíbulo.

– La tienes dominada por completo, Tom. Siempre quise saber cómo te las ingeniabas para lidiar con Banon -dijo Rosamund y bebió el vino lentamente. Poco a poco fue recuperando la sensibilidad en las manos y los pies. Lanzó un suspiro y comenzó a relajarse.

– No viajaste desde Escocia en pleno invierno solo para hacerme una visita social, querida. ¿Qué es lo que ocurre? ¿Logan se encuentra bien?

– En estos momentos mi marido está en St. Cuthbert con su hijo John. Tiene la esperanza de que cambie de opinión. De todos modos, el motivo de mi visita no tiene nada que ver con los Hepburn. Se trata de Elizabeth.

– ¿Elizabeth? ¿Está enferma? -preguntó lord Cambridge preocupado.

– Está embarazada. De Baen MacColl.

– Y el muy tonto la dejó -dijo Tom con irritación-. Pero si la ama…

– Se marchó de Friarsgate el mismo día que tú. No sabe nada de embarazo. Ella se enteró hace poco tiempo, tan ocupada estaba con las ovejas, el negocio de la lana y miles de tareas más. Ahora que Edmund ya no está en condiciones de hacer su trabajo, toda la carga recae ella. Cuando se dio cuenta de que estaba encinta, mandó por mí, aunque no alcanzo a comprender por qué, ya que se niega a seguir mis consejos. Philippa y Elizabeth han resultado ser de lo más testarudas en materia de hombres. Recuerdo cómo Philippa aullaba y pataleaba a causa del estúpido incidente con Giles FitzHugh, y después terminó encontrando la felicidad junto a Crispin St. Claire.

– Y se convirtió en condesa -murmuró lord Cambridge.

– Elizabeth nunca será condesa, pero ama al escocés, y él la ama. Sin embargo, insiste en que no será su esposo. La panza aumenta cada día también la furia que siente por Baen. No le perdona que haya elegido a su padre y está empecinada en olvidarlo. ¡Pero yo no permitiré semejante cosa, Tom!

– Estoy absolutamente de acuerdo contigo, Rosamund. Y estoy feliz de verte, pero ¿no podías haberme escrito una carta en lugar de cabalgar hasta aquí con este frío espantoso?

– Necesito tu ayuda, Tom. -Haré cualquier cosa que me pidas.

– ¿Cualquier cosa? -preguntó Rosamund con voz seductora.

– ¡Por supuesto! Cualquier… Oh, Rosamund…

– Te ruego que vayas a Escocia, Tom. Saldrías mañana mismo.

– ¿A Escocia? ¿En esta época del año? ¿Quieres que muera congelado, tesoro?

– No antes de reunirte con el señor de Grayhaven -replicó Rosamund con una sonrisa maliciosa-Si mando a Logan solo para hablar con él, perderá los estribos y acabará peleando con el pobre hombre. Mi marido no podrá hacerlo solo. Te necesita, Tom. Yo te necesito. Tu adorada sobrina te necesita. Además, mi querido, fuiste testigo del romance desde un principio.

– ¿Qué culpa tengo yo de las travesuras de tu hija? -protestó lord Cambridge ligeramente ofendido-. Tus hijas son indomables y lo sabes mejor que yo.

– No respondiste mi pregunta, Tom.

– Debes reconocer que parte de la culpa es tuya, querida. Si no aprobabas a Baen MacColl, ¿por qué no le enseñaste a Elizabeth tus métodos secretos para evitar… eh… bueno… las complicaciones de ciertas travesuras?

– No lo hice porque jamás pensé que se acostaría con él antes del matrimonio. De lo contrario, le habría confiado mi secreto. Pero, de acuerdo, admito mi cuota de responsabilidad, pero ¡tú también tienes la culpa!

– Es que estábamos demasiado preocupados por la felicidad de Elizabeth -admitió lord Cambridge- y se la veía tan contenta cuando estaba con el escocés.

– Entonces irás a Grayhaven, y promete que nunca lamentarás el día en que apareciste en mi familia, Tom. Él lanzó una sonora carcajada.

– Querida, apenas recuerdo los tiempos en que no te conocía y tampoco deseo recordarlos. Nos hemos amado desde que nos vimos por primera vez, y no me arrepiento de nada que haya ocurrido a partir de ese momento. Está bien, iré al norte con tu bello marido y los vigorosos hombres de su clan y cabalgaré en medio de este horripilante invierno. Traeremos de vuelta a Baen MacColl, lo colocaremos frente al altar de la iglesia de Friarsgate junto a Elizabeth, y el padre Mata los unirá en sagrado matrimonio. ¡Ay, no sabes cuánto agradezco a Dios que sea la última de tus hijas! -concluyó con un bufido.

Rosamund se rió y le tiró un beso.

– Gracias, Tom.

– Bien. ¿Tienes hambre? Seguro que sí; fue un largo viaje. Will, ¿te parece que le mostremos la entrada a la casa principal? Suelo cenar con Banon y su familia.

– Si lady Rosamund es capaz de mantener el secreto… -replico Will en tono jocoso.