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– Tienes a tu esposo, que te ama…

– ¿Amarme? No, Elizabeth. Quizá me amó al principio, o incluso durante los años en que me negué a ser su amante. Pero no ahora. Sólo quiere un heredero. Si le doy un hijo varón, estaré a salvo. En caso contrario, no sé qué será de mí -dijo Ana presa de la desesperación-. ¿Te das cuenta, Elizabeth? Mi sueño se ha convertido en una pesadilla.

– Las mujeres embarazadas suelen albergar pensamientos lúgubres -repuso la joven para tranquilizar a la reina-. Ahora estoy aquí y haré lo que sea necesario para disipar tus temores.

– ¿A ti te ocurrió lo mismo?

Elizabeth sonrió y le contó la historia de su amor con Baen.

– ¿Sedujiste a un hombre? -exclamó Ana con los ojos súbitamente chispeantes-. ¡Oh, Elizabeth, cuan osada eres!

– Tú, queridísima Ana, no debes pensar en nada, excepto en tu hijo.

– Lo sé, Inglaterra necesita un príncipe. ¿Cuántas veces escuché decir eso, Elizabeth? A nadie le importa si vivo o muero, siempre que Inglaterra tenga a su príncipe. Esa es la única preocupación de mi marido, de la corte y del país. Me repudiarán, pero Inglaterra debe contar con un príncipe. -Su voz revelaba una profunda agitación.

– ¡Cálmate, Ana! Me has entendido mal. El niño que llevas en tu seno es frágil e indefenso. Solo tú puedes protegerlo porque es el hijo de Ana Bolena, no el hijo de Inglaterra. Pon las manos a cada lado de tu vientre y acúnalo. Se sentirá reconfortado.

La reina hizo lo que Elizabeth le pedía y una sonrisa de júbilo le iluminó el rostro.

– ¡Lo siento! ¡Puedo sentir al niño! -exclamó maravillada-. ¿Lo ves? Eres la única persona capaz de alejar mis temores y de preocuparse por mí.

– Lamentablemente, no me quedaré mucho tiempo… -empezó a explicarle la joven, pero la reina, impaciente, alzó la mano y la obligó a interrumpirse.

– ¡No puedes abandonarme!

– Ana, tengo un marido, un hijo y la responsabilidad que implica ser la dama de Friarsgate. Vine no solo porque me lo ordenaste, sino porque eres mi amiga, pero me es imposible permanecer contigo para siempre.

– Debes quedarte hasta que nazca mi hijo, hasta que Inglaterra tenga su príncipe. ¡Promételo, Elizabeth! ¡Júramelo!

La joven suspiró. No era, desde luego, lo que había previsto o deseado, pero Ana había sido muy generosa con ella y no podía defraudarla.

– Me quedaré hasta que nazca tu hijo. Ni un día más. Ana esbozó una sonrisa felina y repuso:

– Sabía que eras incapaz de abandonarme, a diferencia de quienes me rodean. ¡Oh, Elizabeth, compartiremos todos nuestros secretos, y las remilgadas damas que me sirven se morirán de celos!

– Entre ellas, mi hermana.

– No le caigo muy bien a la condesa de Witton, ¿verdad?

– No, pero no debes enojarte con Philippa. Conoció a Catalina de Aragón cuando tenía diez años, y a los doce ya era su dama de honor. Cuando mi madre dejó la corte, continuó su amistad con Catalina y con la reina Margarita. Y Philippa es tan leal como mamá. No le resulta fácil adaptarse a los cambios, pero respeta al rey y sería incapaz de faltarte el respeto, como lo hacen otros.

– ¿Puede dejar de lado su lealtad tan fácilmente?

– No se trata de lealtad, Ana. Philippa será leal a Catalina de Aragón hasta el día de su muerte. Pero también se preocupa por el futuro de sus hijos. El mayor es actualmente uno de los pajes de Enrique, aunque pronto regresará a su hogar, pues ya no tiene edad para ocupar esa posición y, como heredero de Brierewode, necesita aprender a administrar la propiedad. Lo reemplazará su hermano menor, Hugh St. Clair. Owein, quien ahora es el paje de tu tío, el duque de Norfolk, pertenecía al séquito de Wolsey, pero el arzobispo cayó en desgracia, ¿no es cierto? Y Philippa no quería que la carrera de su hijo se frustrase antes de comenzar. No, mi hermana jamás te faltará el respeto, por muy susceptible que sea. Tiene un buen corazón y ama a su familia, Ana.

La reina sonrió.

– Siempre dices la verdad y rara vez la envuelves en términos diplomáticos. Por eso me gustas y confío en ti.

– Nunca te defraudaré, Ana, puedes estar segura.

En ese momento, apareció una mujer joven de rostro afilado.

– ¿Qué hace aquí sentada, Su Alteza? -dijo, sin molestarse en mirar a Elizabeth-. ¿Por qué la han dejado tan sola? ¿O acaso mi pobre hermanita está padeciendo los malestares propios de su condición?

Luego le hizo una seña a un paje y le ordenó:

– Trae una silla para lady Rochford. ¡Rápido, muchacho!

Elizabeth y Ana intercambiaron una mirada divertida y cómplice.

– Lady Jane Rochford, esta es mi amiga Elizabeth Hay, la dama de Friarsgate -dijo la reina-. Elizabeth, esta es la esposa de mi hermano George. ¿Lo recuerdas, verdad? Él no ha podido olvidarte desde la última vez que estuviste en la corte. Te encontró sencillamente encantadora -agregó Ana con malevolencia, pues sabía que su cuñada era en extremo celosa-. La mandé llamar para que disfrutara de nuestra coronación.

Jane Rochford observó a Elizabeth con detenimiento y llegó a la conclusión de que no valía la pena congraciarse con ella; la joven estaba pésimamente vestida. Movió apenas la cabeza y Elizabeth le devolvió el saludo con un gesto tan altivo e insultante como el de ella. Lady Rochford se sintió un tanto ofendida, pero no dijo una sola palabra, dadas las circunstancias.

– ¿Te quedarás en la casa de tu tío? -le preguntó la reina.

– Sí, Su Alteza. Y ahora, si usted me lo permite, debo retirarme. Acabo de venir de Londres y aún no he tenido tiempo de quitarme la ropa de viaje y ponerme otra más adecuada -dijo Elizabeth levantándose del césped.

– Desde luego, Elizabeth. Y dile a tu hermana, la condesa de Witton que me complace verla entre nosotros.

– Lo haré, Su Alteza. Y gracias -replicó la joven haciendo una elegante reverencia y alejándose a paso vivo por los jardines.

– ¿La condesa de Witton? ¿Esa muchacha provinciana es la hermana de la condesa de Witton? -Lady Rochford se mostró sorprendida y pensó que debía someter a la muchacha a un nuevo y más exhaustivo escrutinio.

– Pues sí. Y lord Cambridge es su tío. Elizabeth es una rica terrateniente del norte, Jane. Nos hicimos amigas durante su último viaje a Greenwich. Su madre creció en la corte del rey Enrique VIII No pertenece a la nobleza, ciertamente, pero está muy bien relacionada. La mandé buscar porque me encanta su franqueza y honestidad, dos cualidades que no abundan por aquí. Dejó a su esposo, a su hijo y a su finca para venir a verme. Es una verdadera amiga.

Lady Jane Rochford percibió el reproche en la voz de la reina y, clavando los ojos en la silueta cada vez más lejana de la dama de Friarsgate, se preguntó qué papel desempeñaría la joven en todo ese asunto. Y en cuanto a su esposo, ¿la había encontrado tan encantadora como afirmaba su cuñada? ¿Trataría George Bolena de cortejarla esta vez?

Elizabeth sintió la mirada de lady Rochford quemándole la espalda y apuró el paso. Deseaba llegar lo antes posible a la mansión Bolton a fin de cambiarse la ropa y, abstraída en sus pensamientos, sin mirar por dónde caminaba, tropezó de pronto con un caballero.