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– Disculpe, señor -murmuró algo avergonzada.

– ¿Elizabeth? ¿Elizabeth Meredith?

La voz le sonó familiar y, al levantar la vista, comprobó que el caballero no era sino Flynn Estuardo.

– ¡Querido Flynn! ¡Qué alegría verte! Me dijeron que estabas en la corte. ¿Seguiste mi consejo y le pediste al rey Jacobo que te buscara una esposa rica?

– Se lo pedí, pero me respondió que mientras fuese su mensajero en la corte de Inglaterra de nada me serviría tener una esposa en Escocia. Y estoy de acuerdo, me temo. ¿Y tú? ¿Has encontrado a un marido digno de tu persona?

– Sí, lo he encontrado. Y es escocés como tú. Pero ahora debo correr a casa de lord Cambridge a cambiarme de ropa. Como te habrás percatado, no estoy vestida para la corte. Nos veremos en otro momento dijo, y se apresuró a cruzar el bosquecillo que separaba la mansión Bolton de Greenwich.

Se había enamorado de Flynn en una ocasión y sospechaba que él la habría amado si la lealtad a su regio hermano no hubiese interferido, ¿por qué los hombres preferían el deber al amor? ¿Y por qué el corazón le latía tan deprisa si estaba felizmente casada? Mientras buscaba la llave en el bolsillo y abría la puerta, concluyó que la excitación de la corte y lo súbito del encuentro la habían ofuscado. Apenas franqueó el umbral la envolvió el delicioso aroma de las rosas. Era mayo, como la última vez que había estado allí. Y, por cierto, nada había cambiado, pensó riéndose de sí misma. Luego, entró en la casa y llamó a Nancy.

Ante el asombro de la corte, Thomas Cranmer, el recién confirmado arzobispo de Canterbury, convocó un tribunal eclesiástico, que se reuniría el 10 de mayo en Dunstable. Catalina de Aragón podría haber concurrido, pues se hallaba cerca de su actual residencia. No obstante, prefirió ignorar la citación, tal como había hecho con todas las medidas tomadas por Enrique respecto del divorcio. Catalina se consideraba la esposa legítima y la reina de Enrique VIII. Y la madre de su heredera. No había nada que discutir. El tribunal sesionó durante tres días y el 3 de mayo declaró nulo el matrimonio de Enrique Tudor con la princesa de Aragón. Ese matrimonio nunca había existido y, en consecuencia, cuando el rey había desposado a Ana Bolena el 25 de enero, era un hombre soltero. En suma, Ana era su legítima esposa y la auténtica reina de Inglaterra. El hijo que llevaba en su vientre sería legítimo. Muchos ingleses lloraron al enterarse del veredicto. Catalina, desde luego, se negó a aceptar una decisión tan injusta y temió por el destino de su hija, la princesa María. Si declaraban bastarda a María, la joven no podría contraer un matrimonio acorde con su condición. Pero Catalina estaba dispuesta a luchar per su hija.

Según se había decidido, Ana se embarcaría rumbo a Londres el 21 de mayo. Su primer destino iba a ser la Torre de Londres, donde todos los reyes y reinas que aguardaban su coronación permanecían hasta que les colocaban la corona en la cabeza. Pero primero había sido necesario restaurar los apartamentos reales. Durante días los artesanos trabajaron sin descanso para que todo estuviese perfecto. Pintaron estucaron los viejos muros. Cambiaron los cristales y las emplomaduras de las ventanas. Colocaron nuevas alfombras y tapices. Volvieron a dorar el mobiliario.

Al llegar a Greenwich, una magnífica procesión de cincuenta barcas echó anclas y aguardó. A las tres de la tarde apareció Ana. Llevaba un vestido confeccionado en una tela de oro y su larga cabellera le cubría la espalda. Aunque la acompañaban sus damas de honor, solo ella navegaría en la embarcación real. El resto no tenía más remedio que apiñarse en las barcas que iban a unirse a la procesión. Varios nobles habían llegado por su cuenta. Entre ellos figuraban el duque de Suffolk, el cuñado del rey, la marquesa de Dorset e incluso el padre de la reina, Thomas Bolena, conde de Wiltshire y Ormonde, que no deseaba ventilar públicamente las desavenencias con su hija, a punto de ser coronada reina de Inglaterra.

La barca de la mansión Bolton transportaba a la condesa de Witton, a su hermana, y a tres damas de honor amigas de Philippa. Ana había querido que Elizabeth viajara con ella, pero esta fue lo bastante sensata para no aceptar la propuesta.

– Puedo ser tu acompañante siempre y cuando no ofendas a mis superiores. Tu preferencia por mi persona ya ha provocado suficientes celos y sería terriblemente insultante para todos si yo fuese en tu embarcación. Sabes muy bien que se las ingeniarán para separarnos y que son capaces de apelar al rey para que me envíe de vuelta a Friarsgate -dijo Elizabeth, procurando hacerla entrar en razón.

– ¡El rey no haría semejante cosa, y menos ahora!

– Pero tu conducta lo pondría en un aprieto. ¿Deseas realmente avergonzar a Enrique? Ha sido bueno contigo y te ha defendido contra todos. No, Ana, Philippa y yo viajaremos en nuestra propia barca.

Y así lo hicieron. Ana comentó más tarde que la embarcación de lord Cambridge, de la que colgaban campanitas que tintineaban movidas por la leve brisa y por el suave oleaje, había sido la más original y encantadora.

La procesión se encaminó río arriba. Muchas naves mercantes y de guerra se alineaban a orillas del Támesis y, cuando pasaba la nueva reina, la saludaban con salvas. El estrépito llegó al máximo cuando la barca de Ana Bolena, con el halcón blanco flameando, arribó a la Torre. El lord chambelán y el oficial de armas la saludaron y la ayudaron a desembarcar. Durante un momento Ana contempló con deleite todo cuanto la rodeaba. El día era perfecto. Luego el lord chambelán la escoltó hasta el rey, que la esperaba en lo alto del muelle. Enrique la saludó con un beso, al tiempo que le murmuraba al oído: "Bienvenida, preciosa".

Ana se distendió y, por primera vez en varios meses, se sintió segura. Todo saldría bien. Enrique la amaba. El niño que llevaba en su vientre era saludable. Tenía una amiga fiel. Dándose vuelta, les sonrió a todos con una sonrisa que nadie había visto jamás en el rostro de Ana Bolena.

– Mi buen soberano, lord chambelán, damas y caballeros, queridos ciudadanos, desde el fondo de mi corazón les agradezco su cálida bienvenida. Que Dios los bendiga a todos -dijo, saludándolos con la mano.

La multitud allí presente profirió muy pocas exclamaciones de júbilo, pero Ana no se percató de la reticencia de sus futuros súbditos, pues acababa de entrar en la Torre del brazo del rey.

Una vez anclada la enorme embarcación en donde había viajado Ana, bajaron a tierra los veinticuatro remeros. La barca, probablemente la mejor de Inglaterra, había pertenecido a Catalina de Aragón, y como ya no la utilizaría, Ana le ordenó a su chambelán que la confiscase y la restaurase para su uso personal.

Chapuys, el embajador del sobrino de Catalina, que era no solo el rey de España sino el emperador del Sacro Imperio Romano, se quejó a Cromwell. Cromwell procuró suavizar la ira del embajador alegando que Enrique Tudor se sentiría consternado ante semejante noticia. Chapuys decidió entonces transmitirle su disgusto al tío de Ana, el astuto duque de Norfolk. Thomas Howard esbozó su gélida sonrisa de siempre y se mostró de acuerdo con Chapuys; su sobrina fastidiaba a todos y era la responsable de los males que ahora afligían a la corte. El chambelán de Ana fue amonestado, pero el emblema de la nueva reina reemplazó al de Catalina, pese al supuesto desagrado del rey.

No obstante, quienes menos toleraban la unión de Enrique Tudor y Ana Bolena eran los súbditos del reino. Habían querido a la princesa de Aragón y no estaban dispuestos a aceptar a esa bruja libertina que había hechizado a su bienamado monarca. En las iglesias de Londres cuando llegó el momento de orar por el rey Enrique y por la reina Ana muchos fieles no vacilaron en retirarse. Furioso, el rey llamó al alcalde y le dijo, en los términos más severos, que esos incidentes no debían volver a repetirse. Desde entonces, cualquier crítica a la reina Ana se consideraría un delito punible.