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– Crispin quiere que partamos mañana. No le apetece estar en la corte estos días y a mí tampoco, por extraño que parezca.

– No te preocupes, me las arreglaré sola. El hijo de Ana nacerá en septiembre, y regresaré a casa inmediatamente después del parto. Estoy cansada -dijo poniéndose de pie-, dormí toda la noche en una silla hoy tuve que cuidar a Catalina Howard, la prima de la reina.

– Habrá torneos y bailes durante el resto de la semana, así que me temo que estarás muy ocupada.

– Lo sé -bostezó Elizabeth-. ¡Ay, no sabes cuánto extraño Friarsgate!

– Y a tu esposo, quiero creer.

– Sí, lo echo de menos. Es hora de que el pequeño Tom tenga un hermanito o hermanita -volvió a bostezar-. Buenas noches, Philippa No te vayas sin saludarme, por favor. -La besó en la mejilla y se dirigió a su alcoba.

El conde y la condesa de Witton partieron temprano la mañana siguiente. Elizabeth lamentó profundamente que se fueran. Le esperaba un largo verano, lejos de Friarsgate, lejos de Baen y de Tom. Se echó a llorar. Quería estar en su casa, y no en la justa que se celebraría a la tarde en honor a la reina, ni en el banquete y el baile de disfraces que seguirían a continuación. Ese mundo le era ajeno. No era una gran dama copetuda, sino simplemente Elizabeth Hay, dueña de Friarsgate. No pertenecía a la corte.

Según la costumbre, un mes antes del nacimiento del bebé la reina debía recluirse en sus apartamentos y solo podía ser atendida por mujeres. Para alegría de Elizabeth, Ana eligió parir en el hermoso palacio de Greenwich junto al río.

Durante su ausencia, los aposentos de la reina fueron reformados y acondicionados para el alumbramiento, siguiendo las reglas establecidas por la abuela de Enrique Tudor, Margarita Beaufort. Todas la ventanas salvo una y todas las paredes debían estar cubiertas con ricos tapices. Ana debía esperar la llegada del bebé en un ámbito tranquilo y en penumbras. Casi siempre la acompañaban Elizabeth y el pequeño Hugh St. Claire, que no solo era el paje preferido de la reina sino también de las otras damas. Todas estaban cautivadas por su voz melodiosa, su bello rostro y sus exquisitos modales.

Cada vez que podía, Elizabeth se escabullía a través de los bosques y se refugiaba en la mansión Bolton. Un día, a su regreso, se encontró con que Ana estaba hecha una furia y nadie lograba calmarla. Todo el mundo temía que el arranque de rabia le provocara un aborto.

– ¿Qué ocurrió? -preguntó a lady Margaret Douglas, la sobrina del rey.

– Alguien le contó que el rey está cortejando a una dama de la corte, que sus partidas de caza son meras excusas para encontrarse con su amante. ¡Imagínese lo celosa que ha de estar! -susurró lady Douglas.

– ¡Por Dios! ¿Quién le contó semejante cosa?

Elizabeth había escuchado rumores, por cierto, pero no les había prestado atención. Comprendía que los maridos buscaran diversiones en otra parte cuando se los privaba de la compañía de su esposa. Además, si el rey tenía una amante, al menos parecía actuar con discreción ya que nadie sabía quién era la mujer ni había visto nada indecente.

– No lo sabemos.

– Tiene que ser alguna de las mujeres que están aquí -dijo Elizabeth mirando a su alrededor. Clavó los ojos en Jane Seymour-. Será mejor que vaya a verla.

– ¿De veras? -exclamó lady Margaret aliviada-. Ella la quiere mucho y escucha sus consejos, señora Hay.

Elizabeth entró en el cuarto privado de la reina. Ana estaba llorando, con el cabello suelto y despeinado. Había pedazos de vajilla rota en el piso.

– Está sufriendo inútilmente, Su Alteza -empezó a decir y, con un gesto imperioso, indicó a las damas que se retiraran de la habitación.

– ¿Sabes lo que me dijo el rey? -sollozó la reina-. Lo mandé llamar y le conté lo que había escuchado. Le advertí que no iba a tolerar que fornicara con otra mujer, y menos ahora que estoy a punto de parir. No se disculpó ni trató de consolarme. Se limitó a decir con ese maldito tono despótico: "Debes cerrar los ojos, señora, y soportar con resignación, como lo hicieron las mujeres que te precedieron. No olvides que así como te elevé a alturas inconmensurables, en un segundo puedo hundirte en el pozo más profundo". ¡Ay, Elizabeth; ya no me ama! -se lamentó sollozando con violencia.

Elizabeth la rodeó con sus brazos para confortarla.

– Se puso nervioso porque lo descubriste. Durante todo el verano intentó evitarte cualquier situación que, a su juicio, fuera perturbadora para ti, Ana. Y debo decir que algunas eran bastante tontas. Él te ama, te lo aseguro. Deja de llorar y piensa en el niño que llevas en tu vientre.

– ¡Oh, Elizabeth, no me abandones nunca!

Un súbito escalofrío le recorrió la espina dorsal. ¿No abandonarla nunca? ¡Imposible! Se marcharía tan pronto como la criatura naciera. Ya había ordenado a Nancy que empacara sus cosas y solicitado que le enviaran un contingente de hombres de Friarsgate, por temor a que le negaran la escolta real. ¡Faltaba muy poco para regresar a casa! Ansiaba mucho estar en sus tierras y reencontrarse con su esposo y su hijo.

El domingo 7 de septiembre, Ana empezó el trabajo de parto en la enorme cama preparada para el alumbramiento. Médicos y comadronas se habían congregado alrededor de la reina. Elizabeth se sentó junto al lecho y le tomó la mano. A medida que el parto avanzaba y el dolor se hacía más intenso, Ana le oprimía la mano con tanta fuerza que Elizabeth pensó que ya no podría volver a utilizarla. Los gritos de la parturienta llegaron a los oídos de los cortesanos que esperaban ansiosos la gran noticia en la sala de recepción de la reina. Entre ellos estaba María Tudor, de diecisiete años, que aguardaba la llegada del hermano que finalmente la desplazaría del trono. Tenía la esperanza de que después del nacimiento le permitieran ver a su madre, la princesa de Aragón, y casarse con su primo Felipe, como quería Catalina. Felipe era un muchacho muy apuesto.

Entre las tres y las cuatro de la tarde se escuchó el potente llanto del bebé. La sala de espera se llenó de rostros felices y sonrientes. Todo había salido bien, pensaban aliviados. El niño, nacido bajo el signo de Virgo, sería un gran rey.

Cuando le mostraron la criatura a la reina, esta se echó a llorar desconsoladamente. Sólo las personas que estaban más cerca de ella atinaron a oír sus débiles palabras:

– ¡Estoy arruinada!

– ¡No! -le susurró al oído Elizabeth-. Es una niña sana y fuerte. Ya le darás otros hijos al rey.

Una de las damas de honor salió a anunciar que había nacido una princesita y que se llamaría Isabel en honor a la difunta madre del rey. Acto seguido, Enrique VIII entró en el cuarto y se acercó a ver a la pequeña. Con voz jovial, declaró que era la niña más hermosa que había visto. La pelusa que cubría su cabecita era de color rubio rojizo, igual que el cabello de su padre. Ya tendrían más hijos, agregó, pero todos sabían que estaba desilusionado. La estrella de Ana Bolena se estaba apagando irremediablemente y los ojos del rey comenzaban a iluminar el rostro de una de las damas presentes: la dulce y sumisa señorita Jane Seymour.

– La llamaremos María -dijo a su esposa.

– No, ya tienes una hija con ese nombre -replicó Ana Bolena, un poco más animada-. La llamé Isabel en honor a tu madre, Dios la tenga en la gloria. Tú elegirás el nombre de los varones, milord, y yo el de las mujeres.

El rey recuperó el humor por unos instantes y le sonrió.

– De acuerdo. Siempre has sido una excelente negociadora, Ana -asintió y se retiró de la habitación.

Elizabeth volvió a entrar para acompañar a su amiga. Ana estaba más pálida que de costumbre; grandes círculos oscuros rodeaban sus ojos y su mirada era lúgubre.

– El rey ha sido muy amable contigo -la consoló mientras las doncellas le preparaban la cama para dormir.