Выбрать главу

– Fíjate en esto -le dije a mi compañera-. Estas dos letras aparecen por todo el cuaderno. Y aquí junto a estas tres palabras en inglés.

– His… ¿No debería haber algo antes de la coma?

– No, si es un pronombre. Se traduciría: Suyo, no mío. De él.

– De él, ya, hasta ahí llego… ¿Deduces que R.K. es un hombre?

– No sabemos si con esas iniciales, si es que son iniciales, se refiere al poseedor o a lo poseído. El que posee sí es un hombre, porque el pronombre posesivo que escogió marca género masculino. Y lo que también parece que podemos afirmar, signifiquen lo que signifiquen esas dos letras, es que ocupaba los pensamientos de Neus con la intensidad suficiente como para escribirlas ocho veces. O sea, alguna.

– R.K. Pocos apellidos españoles empiezan por K.

– ¿Es un apellido extranjero? ¿Son las iniciales de dos palabras extranjeras que no tienen que ver con ningún nombre propio?

Chamorro sopesó en silencio mis dos interrogaciones. Agregué otra:

– ¿O es sólo una gilipollez con la que nos estamos entreteniendo como dos bobos aprendices de Miss Marple porque hasta el momento no hemos sido capaces de encontrar nada que realmente nos sirva?

– Suyo, no mío -dijo en voz alta, prescindiendo de mi reticencia-. Eso tiene pinta de querer decir algo que le importaba, estoy contigo. Lo que uno lamenta que no sea suyo sino de otro, hasta el punto de escribirlo una y otra vez con esa letra tan perfilada, no debe de ser algo intrascendente. Tenga o no que ver con su muerte, ahí ya no me mojo.

– Okey, cabo. R.K., otro enigma para darle vueltas.

Entre unas cosas y otras, hacer aquella primera revisión de los papeles y las pertenencias de Neus nos llevó un par de horas. Y todavía nos quedaba el ordenador portátil. Le pedí a Chamorro que lo fuera encendiendo, mientras yo buscaba en mi agenda el número de Gabriel Altavella y meditaba cuál sería la mejor manera de pedirle la clave de acceso al aparato y de hacer frente a las ocurrencias con que al hilo de tal solicitud pudiera tener a bien obsequiarme. Si es que no se limitaba a decirme que obviamente ignoraba esa clave y que en las cosas de su mujer no tenía la fea costumbre de cotillear. Andaba, en fin, anticipando todas estas posibles jugadas, cuando apareció alguien que me hizo cambiar al instante el objeto de mis preocupaciones.

– Vila -me llamó el capitán Navarro, desde el umbral de la habitación donde estábamos-. Has hecho bingo, cabrón. Tengo a dos chicos en una gasolinera a treinta kilómetros de aquí. Han dado con el gasolinero que atendió a Neus. La vio con alguien, me dicen. A mí me parece que te interesa dejar eso por ahora y acercarte allí cagando leches.

– No me digas, ¿así de fácil? -dudé si creerlo.

– Como lo oyes.

Seguía estupefacto, tratando de asimilar. Entonces sonó mi móvil.

– ¿Qué pasa, Rubén, que ya no me quieres? -me saludó, apenas descolgué, una voz de hombre. Era Pereira, mi comandante.

– Mi comandante, cómo dice usted eso.

– Ya sabes por qué te lo digo. ¿No tienes nada para contarme?

– Preferí no molestarle en tanto no hubiéramos hecho ningún avance, mi comandante. No he querido llamarle para contarle lo que ya me contó usted ayer. Todo lo que nos hemos ido encontrando es congruente con el móvil pasional o sexual, sin que podamos decantarnos aún por uno o por otro. No tenemos huellas identificadas, ni un perfil definido del sospechoso, etcétera. Entendí que no valía la pena que le llamara para decirle sólo eso. Pero parece como si me hubiera adivinado el pensamiento. Acabamos de encontrar algo. El depósito del coche de la difunta estaba lleno de gasolina, así que hemos investigado las gasolineras cercanas y hemos dado con quien la atendió cuando paró a repostar. Y tiene una información interesante. No estaba sola.

– ¿Ah, no? ¿Y con quién estaba?

– Pues en eso justamente andábamos, mi comandante, saliendo para la gasolinera para hablar con el empleado y poder amarrar bien la descripción del acompañante. Es que acaban de llamarnos.

– Vale, Vila, ya creía que estabas sobándote el mondongo, pero veo que conservas un residuo de vergüenza. No te entretengo. Cuéntame algo cuando lo sepas. De momento esto ya me va bien.

– Me alegra poder serle útil, mi comandante.

Cuando colgué, Navarro me miraba con expresión socarrona.

– Desde luego, tío, algunos nacéis con una flor en el culo.

– No se crea, mi capitán. Como dice Sinatra, a veces perdí y a veces gané. Y mi balance global no es como para echar cohetes.

– No, si jodidos estamos todos. Pero yo me he desayunado una bronca y a ti te dan las gracias. Comparativamente, tú me dirás.

– Bueno, hay que rematar la jugada. ¿Dónde está esa gasolinera?

Navarro me dio las indicaciones para llegar. También me anunció que tenían ya empaquetadas y etiquetadas todas las pruebas y que su intención era levantar el campo antes de mediodía.

– Por desgracia, tengo más asuntos que resolver, y por aquí sólo queda lo que ahora averigüéis vosotros -añadió-. El viudo salió con el cadáver para Barcelona hace una hora. Si necesitáis algo, llamadme.

– Dependerá de lo que nos diga el gasolinero. Esto os ha tocado a vosotros porque aquí fue la fiesta, pero si Neus vino con alguien, tengo el barrunto de que por este pueblo no vamos a tener gran cosa que hacer. Me temo que las razones habrá que ir a buscarlas en otra parte.

– ¿En Barcelona?

– Bueno, sería lo más normal. ¿Sabes cuándo será el entierro?

– Mañana.

– Pues hablaré con mi comandante, pero si pudieras llamar tú a nuestra gente de Barcelona para pedirles apoyo, no estaría de más. A lo mejor conviene tener preparado un equipo allí mañana para asistir a la ceremonia con las antenas desplegadas y los ojos bien abiertos.

– ¿Tienes alguna idea?

– Déjame pensar después de hablar con este hombre. Luego te llamo y te propongo algo más concreto, a ver qué te parece.

– Vale, iré dando un toque a los de Barcelona.

– Con la agenda, el cuaderno y el ordenador nos quedamos nosotros, si no tienes inconveniente. Andamos a medias con ello aún.

– ¿Llamaste ya al viudo por lo de la clave?

– En eso estaba. Le llamo ahora de camino.

– Pues que tengas suerte -dijo, con maligno placer.

Dejé que condujera otra vez Chamorro, y mientras íbamos hacia la gasolinera marqué el número del teléfono móvil de Gabriel Altavella. Me lo cogió a los cinco pitidos. Su voz sonaba fatigada y tensa a la vez. Le expliqué el asunto de la manera más suave y respetuosa que pude. Cuando acabé de hacerlo en la línea se hizo un silencio que se prolongó durante varios segundos. Luego replicó, abruptamente:

– No sé cuál era esa clave. Y le exijo que no intenten averiguarla. Lo que haya en ese ordenador forma parte de la intimidad de mi mujer.

Respiré hondo. Conté hasta cinco. Hablé con serenidad.

– Lo entendemos, y no vamos a inmiscuirnos en ella indebidamente. Pero la información que contenga el ordenador puede ser relevante para la investigación. Podemos pedir al juez que nos autorice a desproteger el equipo y no le quepa ninguna duda de que nos lo autorizará.

– Pues entonces, pídanselo. Yo iré poniendo al corriente a mi abogado, para que haga lo que legalmente proceda para impedirlo.

Y colgó. Desde luego, con aquel hombre no iba por buen camino.

CAPÍTULO 4 UN POZO DE PETRÓLEO

Cuando lo conocimos, Gheorghe Radoveanu no parecía estar viviendo el momento más pletórico de su existencia. Pero para hacer honor a la verdad y a su aplomo, tampoco se le veía demasiado acogotado por las circunstancias, que a cualquier otro, como poco, le habrían dado para preocuparse. Se hallaba pendiente de la renovación del permiso de residencia, caducado meses atrás, y la presencia en la gasolinera donde trabajaba de dos guardias civiles, que con nuestra llegada se habían convertido en cuatro, no era desde luego lo que le habría pedido al genio de la lámpara si éste hubiera tenido a bien aparecérsele. A pesar de todo, Radoveanu, un hombre joven, despierto y de aspecto desenvuelto, había reaccionado con inteligencia. Una vez que se había visto en el brete, había comprendido que más le valía colaborar, y acaso había llegado a calcular que ayudándonos podía contribuir a acelerar la resolución de su situación administrativa. Como la mayoría de los rumanos, además, podía expresarse en un español fluido y casi exento de acento, lo que nos facilitó mucho el interrogatorio. Tras agradecerle su cooperación, le pedí que me contara todo lo que había visto.