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Cantero tuvo el buen criterio de plantear todas las cuestiones organizativas y policiales en los aperitivos. Cuando llegó el segundo plato ya estaban liquidadas, y a partir de ese momento pudo relajarse el ambiente, lo que no diré que aquella noche prefiriera por mi parte, y no fui el único que tuvo con ello alguna contrariedad. En cuanto el vino hubo desmantelado sus débiles frenos, Gil y Ponce se dedicaron, cada uno por su lado, a buscarles las cosquillas a las componentes de la sección femenina. Las mujeres habían tenido la precaución de organizar un binomio defensivo sentándose juntas a un extremo de la mesa, y pudieron gracias a ello repeler con cierto éxito el ataque, pero no sin que en alguna ocasión se advirtiera en el gesto de Chamorro una incomodidad rayana en el cabreo. Antes de que saltara un chispazo, preferí anticiparme y utilizar astutamente la presencia del capitán:

– Oye, mi capitán, ¿cuánto hace que tus guardias no ven chicas?

– ¿Cómo dices? -dijo Cantero, que no estaba atento.

– Nada, que a ver si Pin y Pon nos dejan respirar un poco a las criaturas, que mañana las necesitamos frescas.

– Eh, vosotros -se dirigió a los guardias-. Un respeto para las muchachas, joder, que me estáis dando el cante. Y a partir de mañana y hasta nueva orden, me venís ordeñados de casa. ¿Entendido?

– Mi capitán, que sólo las estábamos orientando -se descargó Gil.

– Ya se orientan ellas, tranquilo -terció el sargento Rubio.

– Por nosotras tampoco les obligue al ordeño diario, mi capitán -dijo Chamorro-. Que a ciertas edades, los esfuerzos pasan factura.

– Y que lo digas -rió Tena, sin poder contenerse.

– Compañera, ¿tú has visto el toro de Osborne? -fanfarroneó Gil.

– Sí. ¿Y? -preguntó Chamorro.

– Pues nada, que al lado del menda, Bambi.

– ¿Lo dices por los cuernos?

Gil no se esperaba semejante tarascada.

– Mira, porque eres cabo, que si no…

– Porque soy cabo, compañero -corroboró Chamorro, con una sonrisa acorazada-, que si no, ya te habría dicho hace rato que tú y el otro Romeo dejéis de echarnos las babas en la comida a Susana y a mí.

– Vale, vale, tengamos la fiesta en paz -atajó el capitán.

– Por mi parte no hay ningún problema, mi capitán -aclaró Chamorro-. Sólo le seguía la broma aquí al guardia. Cuando uno hace un chiste, lo menos que puede esperar es que se lo respondan, ¿no?

– Hablando de chistes, Vendrell, explícales a los compañeros el estado actual de la cuestión nacional. Para que se vayan situando en el panorama donde han ido a caer, que vienen de allende la frontera.

– Joder, mi capitán, no empecemos.

Lo que siguió, deduje que como sagaz cortina de humo tendida por Cantero, fue un debate sobre catalanismo en el que el papel de minoría y de víctima le tocó a Vendrell, algo a lo que me pareció que ya estaba acostumbrado, y que debía de constituir una especie de broma particular entre ellos. Cantero podía llegar a ser bastante mordaz:

– La verdadera cuestión, Vendrell, no lo niegues, es que a los andaluces y a los extremeños y a los manchegos nos consideráis homínidos inferiores, propensos a la vagancia y a las fiestas, buenos si acaso para emplearnos como peones y subalternos en vuestros negocios, pero nada más. Y por eso os da tanto por culo que alguno de nosotros decida sobre lo vuestro desde Madrid o que os represente fuera.

– Mi capitán, así no hay manera -se quejaba Vendrell.

– Pues entonces, a ver, explícame por qué eres nacionalista.

– Y dale, que yo no soy nacionalista.

– Eso lo dices porque te da vergüenza admitirlo.

– ¿Tú crees que si fuera nacionalista me habría metido en esta empresa? Lo que tenéis que aceptar es que aquí hay maneras propias de entender algunos aspectos de la vida; para empezar, un idioma. Y que lo que no puede ser es que digamos amén a todo lo que disponga Madrid sin tener nunca la sensación de que nuestros intereses cuentan allí. Aquí sólo una minoría quiere separarse. La mayoría quiere estar en el barco común, pero sintiendo que se respeta lo que somos.

– Has dicho la palabra clave: intereses -ironizó Cantero.

– Pues claro, coño, ¿es que los demás no se preocupan de los suyos?

– Si se me permite decir algo, creo que el teniente tiene razón -le apoyé-. Por nuestra experiencia de recorrer autonomías, en este país ya todo el mundo acusa al vecino de robarle la cartera, en cuanto no se sale con la suya o el otro se lleva una porción de tarta.

– Vaya, Vila, veo que pillaste el síndrome de Estocolmo -dijo Cantero.

– Bueno, no tanto. Pero como siempre he sido un poco extranjero en todos los lugares donde me ha tocado vivir, he aprendido a sobrellevar las manías de cada cual. Todos las tenemos, vistos desde fuera.

– Y hasta aprenderías a hablar catalán en la intimidad.

– Pero con un acento pésimo. Las vocales se me resisten.

– No jodas. Yo he acabado entendiéndolos. Pero a hablarlo me niego.

– Y yo -le secundó Ponce-. Para qué coño tengo que aprender otra lengua que el español si no he salido de España.

– Lo malo es que si no lo has mamado se te nota a la legua, y nunca falta quien se ríe cuando metes la pata -alegó Gil.

– Tampoco hay que tener tanto sentido del ridículo en la vida -dije-. Y menos a la hora de aprender idiomas. Mira a cualquier futbolista holandés o yugoslavo. Puede que la gente se ría de ellos, pero los tíos vienen aquí, se manejan, se forran y ahí se las den todas.

– No creo que nadie se ría -dijo Vendrell-. Los catalanes que yo conozco aprecian cuando un castellano se esfuerza en hablar catalán.

– Pues será que yo trato con otros -insistió Gil.

El capitán me pegó entonces un codazo y me guiñó un ojo.

– Oye, Toni, ¿y cuándo te pasas a los Mossos? -preguntó a Vendrell.

– Cómo te gusta putearme, mi capitán -protestó el teniente.

– Pero si lo digo en serio, con ese traje tan mono, con esos coches tan nuevos, con esas comisarías de diseño que tienen. Y además, te harían archipampanot de inmediato. Te pondrían unos galones impresionantes, y en el uniforme de gala podrías llevar charreteras, como poco.

– Está bien, me rindo. Bueno, Vila, Rubio, y la compaña, ya podéis ir anotando. Teniente Antoni Vendrell, oficial de la unidad de policía judicial de Barcelona y clown de la comandancia. Quién me mandaría meterme a currar en este nido de fachas españolazos.

– Todavía me lo sigo preguntando -asintió Cantero, mondándose.

– La putada es que soy vocacional. Mi abuelo materno, el único al que conocí, era guardia. Ya ves, yo soñaba con esto desde chico.

– Es jodido, desde luego, tu problema de identidad.

Por lo menos, y aunque fuera a costa del teniente, aquello sirvió para ir aglutinando el grupo y para limar las tensiones que siempre se producen entre desconocidos, por más que compartan, como era el caso, un empeño común. Si tenía que juzgar sobre las dotes para el mando de Cantero (aunque fuera un vano pasatiempo, porque en la empresa en la que trabajaba no cabía esperar a corto plazo que se nos pidiera a los subordinados evaluar a los jefes) le ponía una buena nota. Con el inevitable suplemento de mezquindad, solemnidad y cálculo que le proporcionarían los años, no era improbable que se convirtiera en un candidato idóneo para desempeñar altas responsabilidades.

Nos disolvimos al filo de la medianoche. Chamorro y Tena se retiraron a la habitación doble que compartían, y Rubio y yo, privilegio de suboficiales, nos dirigimos cada uno a nuestro alojamiento individual. Me lavé los dientes en seguida, con ánimo de meterme sin más demora en la cama y desenchufarme lo antes posible. Algo me hacía sospechar que estaba en la disposición óptima para enredarme en cavilaciones que no me convenían, y mis temores se confirmaron en cuanto me introduje entre las sábanas y me vi dando vueltas sin poder conciliar el sueño. No era el asesinato de Neus Barutell, ni tampoco la perspectiva de tener que dirigir un equipo heterogéneo y problemático para esclarecerlo, lo que me impedía dormir. Se trataba de algo mucho más vago e insoluble, la pasta espesa de la que están hechas las noches de un hombre a partir del instante en que empieza a percibir que ha vivido y errado más de lo que le gustaría. Varían los recuerdos que acuden en cada momento para formar el ingrato mejunje, a veces ni siquiera se trata de recuerdos precisos, pero la mezcla siempre sabe a decepción y su color tiende a ser más turbio de lo deseable. Creo con convicción que ésa es la sustancia más letal que transportamos en nuestras alforjas, y que en la hora nocturna en que suele desbordarse conocemos el apogeo de nuestra vulnerabilidad. No debe extrañar que sea la hora a la que estadísticamente sucumben más enfermos terminales en los centros hospitalarios. La pesadumbre, el miedo, la culpa, la conciencia de la propia insignificancia, que en la madrugada se nos presentan en toda su crudeza y potencia, se suman a la enfermedad y se hacen demasiado onerosas para quien tiene ya las fuerzas disminuidas.