—Ya lo he oído —me interrumpió—. Lo he oído todo. Estaba detrás de la puerta entreabierta… También he visto que es un hombre valiente. Le ha soltado a Sonzogno dos bofetadas realmente magistrales… Hasta en el modo de dar bofetadas hay maneras y maneras y ésas han sido unas bofetadas de superior a inferior, de amo, o de quien se cree amo, a criado… ¡Y cómo las ha aguantado ese Sonzogno! ¡No ha respirado siquiera!
Se echó a reír y se volvió a meter el revólver en el bolsillo.
Me sentí un tanto desconcertada al oír aquel singular elogio de Astarita y pregunté insegura:
—¿Y qué crees que hará Sonzogno?
—¡Bah! ¿Quién sabe?
Había anochecido y la sala estaba sumida en una densa penumbra. Mino se inclinó sobre la mesa, encendió la lámpara de contrapeso y se hizo la oscuridad alrededor de la lámpara. Sobre la mesa estaban las gafas de mi madre y las cartas con las que hacía solitarios. Mino se sentó, cogió las cartas y las miró. Después dijo:
—¿Quieres que juguemos una partida hasta el momento de cenar?
—¡Qué idea! —exclamé—. ¿Una partida de cartas?
—Sí, a la brisca… Anda, ven.
Obedecí. Me senté delante de él y cogí maquinalmente las cartas que me daba. Tenía la cabeza confusa y las manos me temblaban sin saber por qué. Empecé a jugar. Las figuras de la baraja me parecían tener un carácter maligno y poco tranquilizador: la sota de pique, negra, siniestra, con el ojo negro y una flor negra en la mano; la reina de corazones, lujuriosa, deshecha, encendida; el rey de cuadros, panzudo, frío, impasible, inhumano. Al jugar me parecía que entre nosotros había una apuesta muy importante, pero ignoraba cuál era. Me sentí mortalmente triste y de vez en cuando, sin dejar el juego, exhalaba un breve suspiro para comprobar si seguía el peso que me oprimía el pecho. Y me daba cuenta que no sólo no había desaparecido, sino que iba en aumento.
Minó ganó la primera partida y la segunda.
—Pero, ¿qué te pasa? —me preguntó mientras barajaba—. Juegas realmente mal.
Dejé las cartas y exclamé:
—No me atormentes así, Mino… Verdaderamente no me encuentro en el estado de ánimo necesario para jugar.
—¿Por qué?
—No lo sé.
Me levanté y di unos pasos por la sala retorciéndome furtivamente las manos. Después propuse:
—Vamos a mi cuarto, ¿quieres?
—Vamos.
Pasamos al recibidor y allí, en la oscuridad, él me cogió por la cintura y me besó en el cuello. Entonces, quizá por primera vez en mi vida, me pareció considerar el amor como él lo consideraba: un medio para aturdirse y no pensar, ni más agradable ni más importante que cualquier otro medio. Le cogí la cabeza entre las manos y lo besé con furor. Y así, abrazados, entramos en mi cuarto. Estaba sumergido en la oscuridad, pero no lo noté. Un resplandor rojo como la sangre me llenaba los ojos y cada uno de nuestros gestos tenía el resplandor de una llama que flameara rápida y repentina escapando del incendio que nos abrasaba.
Hay momentos en los que parece que vamos con un sexto sentido difundido por todo el cuerpo y las tinieblas se nos hacen familiares como la luz del sol. Pero es una visión que no va más allá de los límites del contacto físico, y todo lo que yo podía ver eran nuestros dos cuerpos proyectados en la noche, como, por una negra resaca, los cuerpos de dos ahogados arrojados a un guijarral.
De pronto me encontré tendida en el lecho, con la luz de la lámpara reflejada en mi vientre desnudo. Apretaba los muslos, no sé si por frío o por vergüenza, y con ambas manos me cubría el regazo. Mino me contemplaba y dijo:
—Ahora tu vientre se hinchará… Se hinchará más cada mes y un día el dolor te obligará a abrir estas piernas que ahora cierras tan celosamente, y la cabeza del niño, ya con cabellos, se asomará, y tú lo empujarás a la luz y lo cogerán y te lo pondrán en los brazos… Y tú estarás contenta y habrá otro hombre en el mundo… Esperemos que no tenga que decir lo de Astarita.
—¿Qué?
—«Maldito sea el día que nací.»
—Astarita es un desgraciado —repuse—, pero yo estoy segura de que mi hijo será feliz y afortunado.
Después me envolví en la colcha y creo que me adormecí. Pero el nombre de Astarita había despertado en mi ánimo el sentido de angustia que había experimentado después de su partida. De pronto oí una voz desconocida que me gritaba al oído, con fuerza: «Pam, pam», como cuando se quiere imitar el ruido de dos disparos de revólver, y de un salto me senté en la cama, con un vivísimo movimiento de susto y ansiedad. La lámpara seguía encendida. Bajé de prisa del lecho y fui a la puerta para asegurarme de que estaba bien cerrada. Pero tropecé con Mino que, completamente vestido, estaba de pie junto a la puerta, fumando. Confusa, volví al lecho y me senté al borde.
—¿Qué te parece? —pregunté—. ¿Qué hará Sonzogno?
Me miró y dijo:
—¿Cómo puedo saberlo?
—Yo lo conozco —dije logrando por fin traducir en palabras la angustia que me oprimía—. No quiere decir nada que se haya dejado empujar hasta la puerta sin decir palabra… Es capaz de matarlo… ¿Qué crees?
—Eso puede pasar.
—¿Crees que lo matará?
—No me extrañaría.
—Hay que avisarle —grité levantándome y empezando a vestirme—. Estoy segura de que lo matará… ¿Por qué no lo habré pensado antes?
Seguí vistiéndome lo más rápidamente posible sin dejar de hablar de mi miedo y mi presentimiento. Mino no decía nada, fumaba y paseaba a mi alrededor. Por último, le dije:
—Voy a casa de Astarita… A esta hora suele estar en su casa… Tú espérame aquí.
—Voy contigo.
No insistí. En el fondo me gustaba que me acompañara porque me sentía tan agitada que temía encontrarme mal. Me puse el abrigo y le dije:
—Tendremos que coger un taxi… ¡Pronto!
Mino se puso el gabán y salimos.
En la calle eché a andar aprisa, casi corriendo, y Mino me seguía, cogiéndome el brazo y alargando el paso. Al poco tiempo dimos con un taxi, subí apresuradamente y di la dirección de Astarita. Era una calle en el barrio de Prasti. Yo no había ido nunca, pero sabía que no estaba lejos del Palacio de Justicia.
El taxi empezó a correr y yo, como fuera de mí, me puse a seguir la carrera, inclinada hacia delante, mirando las calles por encima del hombro del conductor. De pronto oí a Mino hablar en voz baja como consigo mismo: «¿Qué puede ser? Una serpiente ha devorado a otra serpiente». Pero no le hice caso. Cuando estuvimos delante del Palacio de Justicia, hice parar al taxi, bajé y Mino pagó. Atravesamos corriendo los jardincillos por los paseos con gravilla, entre los bancos y árboles. La calle en la que vivía Astarita se me presentó de pronto ante los ojos, larga y recta como una espada, iluminada en toda su longitud por una hilera de grandes farolas blancas. Era una calle de edificios regulares y macizos, sin tiendas, y parecía desierta. Astarita tenía un número alto, debía de estar al final. Era tanta la tranquilidad de aquella calle que dije:
—Puede que todo haya sido una imaginación mía, pero tenía que hacerlo.
Pasamos tres o cuatro de aquellos edificios y otras tantas bocacalles y después Mino dijo con voz tranquila:
—Pero debe de haber sucedido algo… Mira.
Levanté los ojos y, a no mucha distancia, vi un grupo de gente delante de uno de aquellos portales. Una hilera de personas se alineaba al borde de la acera y miraba a lo alto, hacia el cielo oscuro. Estuve inmediatamente segura de que aquél era el portal de Astarita. Eché a correr y me pareció que Mino también corría.
—¿Qué es? ¿Qué ha pasado? —pregunté jadeante a los primeros del grupo que se estrujaba frente al portal.