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El pintor se echó a reír.

—¡Qué tiene que ver…! Eran otros tiempos… ¡Cualquiera sabe! Debió darle una botella de vino… o un par de guantes.

Mi madre se quedó otra vez desorientada, como cuando él le dijo que la lámina representaba a Dánae. El pintor se burlaba un poco de ella, aunque sin malignidad, pero mi madre no se daba cuenta de ello. Volvió a gritar, llamándolo avaro y exaltando mi belleza. Después, con la misma rapidez fingió calmarse y dijo la cantidad que quería. El pintor discutió otro poco y por fin llegaron a un acuerdo sobre una cifra escasamente inferior a la que mi madre pedía. El pintor se acercó a una mesita, abrió un cajón y pagó a mi madre. Ella, bastante satisfecha, cogió el dinero, me hizo sus últimas recomendaciones y se fue. El pintor cerró la puerta tras ella y después, volviendo al caballete, me preguntó:

—¿Grita siempre así tu madre?

—Mi madre me quiere mucho —contesté.

—Pues a mí me parece —replicó él tranquilamente reanudando su dibujo— que quiere sobre todo al dinero.

—Eso no es verdad —repliqué con vivacidad—. Me quiere a mí, sobre todo… Pero le disgusta que yo haya nacido pobre y quiere que gane mucho.

He querido contar extensamente este episodio del pintor, en primer lugar porque desde aquel día empecé a trabajar, aunque después haya seguido un oficio distinto, y después porque la conducta de mi madre aquel día explica muy bien su carácter y la clase de sentimientos que alimentaba con respecto a mí.

Terminada la hora de posar, fui a reunirme con mi madre con la que me había citado en una lechería. Me preguntó cómo habían ido las cosas y quiso que le contara minuciosamente las pocas cosas que el pintor, hombre más bien taciturno, me había dicho durante la sesión. Por último me dijo que debía tener cuidado, que tal vez aquel pintor no tenía malas intenciones, pero que muchos empleaban a las modelos con el propósito de convertirlas en amantes suyas. En todo caso, era mi deber rechazar cualquier proposición en ese sentido.

—Todos son unos muertos de hambre —me explicó— y de ninguno de ellos puede esperarse nada… Tú, con tu belleza, puedes aspirar a algo mejor, mucho mejor.

Era la primera vez que mi madre me hablaba así. Lo hacía con seguridad, como diciendo cosas meditadas hacía tiempo.

—¿Qué quieres decir? —pregunté, extrañada.

Ella contestó con cierta vaguedad:

—Es una gente con mucha palabrería, pero de dinero, nada…

Una chica tan guapa como tú debe ir siempre con señores.

—¿Qué señores…? Yo no conozco a ningún señor.

Me miró y, con más vaguedad aún, concluyó:

—Por ahora, puedes hacer de modelo… Más adelante, veremos… Una cosa trae otra.

Pero había en su cara una expresión reflexiva y ávida que casi me asustó. Aquel día no le pregunté nada más.

Por lo demás, las recomendaciones de mi madre eran superfluas porque yo entonces era muy seria, debido en parte a mi misma juventud.

Después de aquel pintor, encontré otros y pronto fui bastante conocida en el ambiente de los estudios. Debo decir que, en general, los pintores eran casi todos bastante discretos y respetuosos, aunque es verdad que hubo más de uno que no me ocultó sus sentimientos. Pero a todos los rechacé con tanta dureza que pronto me hice una reputación de virtud huraña.

He dicho que los pintores eran casi siempre bastante respetuosos. Supongo que esto se debía, sobre todo, a que su objeto no era hacerme la corte, sino pintarme y dibujar mi cuerpo, y dibujando y pintando me veían, no con ojos de hombre, sino de artista, igual que si fuera una silla o un objeto cualquiera. Estaban acostumbrados a las modelos y mi cuerpo desnudo, aunque joven y procaz, les hacía poca impresión, como les ocurre también a los médicos. Pero los amigos de los pintores me producían, a veces, cierto embarazo. Entraban y se ponían a conversar con el artista. Y yo me daba cuenta en seguida de que, por muy despreocupados que fingieran estar, no podían apartar sus ojos de mi cuerpo. Otros eran más descarados y empezaban a vagar adrede por el estudio a fin de mirarme a su gusto por todas partes. Fueron aquellas miradas, además de las oscuras alusiones de mi madre, las que despertaron mi coquetería y, al mismo tiempo, me dieron conciencia de mi belleza y del provecho que de ella podía sacar. Y al cabo de algún tiempo, no sólo me habitué a las indiscreciones de los visitantes, sino que no pude menos que experimentar cierta complacencia al sorprender alguna turbación en ellos o alguna desilusión si los veía realmente indiferentes. De esta manera, a través de la vanidad, pasé insensiblemente a pensar que, como decía mi madre, en cuanto quisiera, podría mejorar mi situación sirviéndome de mi belleza.

Pero en aquella época yo pensaba sobre todo en casarme. Mis sentidos no se habían despertado aún y los hombres que me miraban mientras posaba, no suscitaban en mi ánimo sentimiento alguno, fuera del de la vanidad. Entregaba a mi madre todo el dinero que ganaba y cuando no posaba me quedaba con ella en casa ayudándola a cortar y coser camisas, nuestro único medio de subsistencia desde que había muerto mi padre, que era ferroviario.

Vivíamos en un pequeño apartamento, en el segundo piso de una casa larga y baja, construida precisamente para los empleados de ferrocarriles cincuenta años antes. La casa se alzaba junto aun paseo suburbano al que daban sombra unos plátanos. A un lado había una hilera de casas semejantes a la nuestra, todas iguales, de dos pisos, con las fachadas de ladrillos sin enjabelgar, doce ventanas, seis en cada piso, y una puerta en medio, y en el otro lado, entre torre y torre, se desanudaban las murallas de la ciudad, que, en aquel lugar, estaban intactas y abarrotadas de matorrales. Se abría una puerta en la muralla a pocos metros de nuestra casa.

Junto a la puerta, pegado a la muralla, había un parque de atracciones que, en verano, encendía sus luces y dejaba oír sus músicas. Desde mi ventana podía ver un poco de través las guirnaldas de bombillas de colores, los techos embanderados de los pabellones y la multitud que se apretujaba en torno a la puerta, bajo las ramas de los plátanos. Oía a menudo y distintamente las músicas y por las noches solía quedarme oyéndolas y soñando despierta. Me parecía que llegaban de un mundo inalcanzable, al menos para mí, y ese sentimiento me lo reforzaban la angustia y las sombras de mi habitación. Era como si toda la población se hubiera reunido en el parque de atracciones y sólo faltara yo. Hubiera querido levantarme e ir, pero no me movía de la cama y las músicas seguían sonando impertérritas toda la noche y me hacían pensar en una privación definitiva por no sabía qué culpas que ignoraba haber cometido.

A veces, oyendo aquellas músicas, llegaba a llorar por la amargura de sentirme excluida. Entonces era muy sentimental y cualquier cosa, una desatención de una amiga, un reproche de mi madre, una escena conmovedora en el cine, bastaba para hacerme derramar unas lágrimas. Es posible que nunca hubiera experimentado ese sentimiento de un mundo feliz y prohibido si mi madre no me hubiera mantenido durante mi infancia tan alejada de aquel parque de atracciones como de cualquier otra diversión. Pero la viudez de mi madre, su pobreza y, sobre todo, su hostilidad para con las distracciones de las que su suerte había sido tan avara, no me permitieron poner los pies en el parque de atracciones ni en ningún otro lugar de diversión hasta mucho más tarde, cuando ya era muchacha y mi carácter estaba formado. Probablemente se debe a esto que toda la vida haya experimentado una sospecha de estar excluida del mundo alegre y brillante de la felicidad. Sospecha de la que no consigo liberarme en ningún momento, ni siquiera cuando estoy segura de ser feliz.

Ya he dicho que entonces pensaba sobre todo en casarme y ahora puedo explicar cómo se me ocurría este pensamiento. La calle del barrio suburbano en la que se alzaba nuestra casa penetraba un poco más arriba en una zona menos pobre. En vez de las alargadas y bajas casas de los ferroviarios que parecían cansados y polvorientos vagones de tren, surgían numerosos chalets rodeados de jardines. No eran lujosos, pues en ellos habitaban empleados y pequeños comerciantes, pero, comparados con nuestra sórdida casa, daban la sensación de una vida más desahogada y alegre. Ante todo, eran distintos el uno del otro y no mostraban los desconchados, los renegridos y las grietas que en mi casa y en las otras como la mía hacían pensar en un antiguo desamor de sus habitantes, y después, los pequeños pero espesos jardines que los rodeaban sugerían la idea de una celosa intimidad, apartada de la confusión y de la promiscuidad de la calle. En cambio, en mi casa la calle estaba por todas partes: en el amplio zaguán, que parecía un almacén para guardar mercancías, en la escalera ancha, sucia y desnuda, y hasta en las habitaciones cuyos muebles desvencijados y amontonados hacían pensar en los ropavejeros que, para venderlos, los exponen así en las aceras.