Yacimos juntos bajo la colcha de encaje de aquella cama suntuosa, que nos llevamos hasta la barbilla. Sobre nuestras cabezas aparecía suspendido una especie de baldaquino del que pendían en derredor unos velos blancos y vaporosos. Toda la alcoba era blanca, con ligeros y largos cortinajes en las ventanas, hermosos muebles bajos a lo largo de las paredes, espejos redondos, objetos brillantes de vidrio, de mármol y de metal. Las sábanas, finas y delgadas, eran como una caricia y en cuanto me movía un poco el colchón cedía blandamente despertando en mí un hondo deseo de sueño y de descanso. Desde el baño, por la puerta abierta, llegaba tranquilo y parlanchín el rumor del agua que caía en la bañera. Yo sentía un gran bienestar y ningún rencor contra Gino.
Aquél me pareció un momento apropiado para decirle que lo sabía todo porque estaba segura de que iba a decírselo con suavidad, sin una sombra de resentimiento.
—Así, pues, Gino —dije al cabo de un largo rato con tono acariciador —, tu mujer se llama Antonietta Partini.
Gino debía estar medio dormido, porque tuvo un violento sobresalto, como si alguien le hubiera dado de pronto un golpe en un hombro.
—Pero ¿qué estás diciendo?
—Y tu hija se llama María, ¿no es así?
Él hubiera querido protestar, pero me miró y comprendió que hubiera sido inútil. Teníamos los dos la cabeza sobre la misma almohada, los rostros muy próximos y yo le hablaba casi sobre su boca.
—¡Pobre Gino! —proseguí—, ¿Por qué me has dicho tantas mentiras?
Gino contestó con violencia:
—Porque te amaba.
—Si verdaderamente me amabas, hubieras debido pensar que cuando descubriera la verdad sufriría mucho… Pero no has pensado en eso, ¿eh, Gino?
—Te amaba —repitió—. Perdí la cabeza y…
—¡Basta! —le interrumpí—. En el primer instante me disgusté mucho… Nunca pensé que fueras capaz de engañarme, pero ahora ya está hecho… No hablemos más del asunto, y ahora voy a bañarme.
Retiré las sábanas, salí de la cama y fui al cuarto de baño. Gino se quedó donde estaba.
La bañera estaba llena de agua muy caliente, azulada, grata a la vista entre todas aquellas mayólicas blancas y entre tantos grifos brillantes. Me puse de pie en la bañera y poco a poco fui metiéndome en el agua. Tendida en el fondo, cerré los ojos. De la alcoba no llegaba rumor alguno. Gino debía de estar rumiando mi revelación y seguramente trataba de trazar apresuradamente un plan para no perderme. Sonreí pensando en él, perdido en el gran lecho matrimonial, con aquella noticia todavía en plena cara, como una bofetada. Pero sonreí sin malignidad, como sonreímos ante una cosa cómica que no nos afecta en absoluto, porque, como ya he dicho, no sentía ningún rencor contra él y por el contrario, conociéndolo ahora tal como era, casi me parecía sentir una especie de afecto. Después lo oí andar por la sala. Probablemente estaba vistiéndose. Al cabo de un rato apareció en la puerta del cuarto de baño y me miró con ojos de perro apaleado, como si no se atreviera a entrar.
—Entonces, no volveremos a vernos —dijo con voz apagada tras un largo silencio.
Comprendí que me amaba verdaderamente, aunque a su manera y no tanto como para que le repugnara el hecho de engañarme. Me acordé de Astarita y pensé que también éste me amaba a su manera. Mientras me enjabonaba un brazo le contesté:
—¿Por qué no vamos a vernos más? Si no hubiera querido verte, no habría venido… Nos veremos, pero con menos frecuencia que antes.
Al oír estas palabras pareció recobrar ánimos. Y entró en el baño:
—¿Quieres que te enjabone? —preguntó.
No pude menos de pensar en mi madre. También ella, después de alguna renuncia de su autoridad, se mostraba llena de consideración. Le dije secamente:
—Si quieres… la espalda, donde no puedo llegar.
Gino cogió el jabón y la esponja, me puse de pie y me enjabonó toda la espalda. Yo me miraba en un largo espejo que estaba precisamente ante el baño y creí ser aquella señora a la que pertenecían todas aquellas cosas. También ella se pondría de pie como yo y una doncella, una pobre muchacha semejante a mí, la enjabonaría y lavaría, procurando no arañarle la piel. Pensé que debía de ser muy grato que otra persona lo hiciera sin tener que usar una sus propias manos: una estaría de pie, quieta, inerte, mientras la otra se afanaría en frotarla con cuidado y servilismo. Volvió a mi mente el pensamiento de la primera vez que estuve en la villa y pensé que sin mis trapos, desnuda, valía tanto como la dueña de Gino. Pero mi destino, injustamente, había sido distinto. Enfadada dije a Gino:
—Basta… Basta…
Él cogió una toalla. Yo salí de la bañera y me la puse alrededor del cuerpo. Quiso abrazarme, tal vez para ver si lo rechazaba, y yo, erguida y envuelta en la toalla, dejé que me besara en el cuello. Después se puso a frotarme todo el cuerpo, en silencio, desde los tobillos hasta el pecho, con cuidado y habilidad, como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida, y cerré los ojos, pensando nuevamente que yo era la dueña y él la doncella. Gino interpretó mi pasividad como consentimiento y de pronto noté que en vez de frotarme estaba acariciándome. Entonces lo rechacé, dejé caer la toalla de mi cuerpo desnudo y seco y, caminando de puntillas con los pies descalzos, pasé a la alcoba. Gino se quedó en el baño vaciando la bañera.
Me vestí apresuradamente y después anduve por la estancia contemplando los diversos objetos. Me detuve ante el tocador, lleno de piezas de tortuga y oro. En un extremo vi, entre cepillos y frascos de perfume, una polvera de oro. La cogí y la contemplé detenidamente. Pesaba mucho, parecía oro macizo. Era cuadrada, llena de rayas y, en el broche del cierre, tenía engarzado un gran rubí. No sentía tanto una tentación como el descubrimiento. Ahora lo podía hacer todo, incluso robar. Abrí mi bolso y metí dentro la polvera que, con su pesa, cayó al fondo, entre las monedas y las llaves de casa. Al cogerlo experimenté una complacencia sensual, no muy distinta de la que sentía con el dinero que me daban mis amantes. A decir verdad, no sabía qué hacer de una polvera tan preciosa, que desde luego no encajaba ni con mis vestidos ni con la vida que llevaba. No la usaría nunca, estaba segura de ello. Pero, robándola, me pareció obedecer a la lógica que determinaba los sucesos de mi vida. Pensé que cuando se ha hecho la casa hay que poner también el tejado.
Gino volvió a la alcoba y con un escrúpulo servil puso en orden la cama y todo lo que le pareciera fuera de su sitio.
—¡Vaya! —le dije con desprecio al verle mirar en derredor, una vez acabado su trabajo, para asegurarse de que todo estaba en su sitio acostumbrado—. La dueña no notará nada… Esta vez no te echarán.
Noté en la cara de Gino una mueca de pesar al oír mis palabras; y sentí remordimiento por haberlas dicho, porque eran malignas y no tenían ninguna sinceridad.
No dijimos una sola palabra mientras bajábamos por la escalera interior de la casa, ni después, en el jardín, al subir al coche. Hacía tiempo que había anochecido y cuando el automóvil empezó a correr por las calles de los barrios elegantes, como si hubiera estado esperando a aquel momento, me puse a llorar dulcemente. Ni yo sabía por qué lloraba y, sin embargo, la amargura era grande. No estoy hecha para disimular mis desilusiones y mis accesos de cólera, y durante toda la tarde, por más que me había esforzado en aparecer serena, la desilusión y la cólera habían sellado más de un acto y de una palabra mía. Por primera vez, sollozando, sentí un verdadero resentimiento contra Gino por haberme llevado, con su traición, a experimentar unos sentimientos que me disgustaban, que no encajaban en mi carácter. Pensé que siempre había sido suave y buena y que quizá no volvería a serlo desde aquel momento, y este pensamiento me llenó de desesperación. De todo corazón hubiera querido preguntar a Gino: «¿Por qué has hecho todo esto? ¿Cómo podré olvidarlo y no pensar más en ello?» Pero guardé silencio, sorbiéndome las lágrimas y moviendo de vez en cuando la cabeza para que saltaran de los ojos, como se hace con una rama para arrancarle las frutas más maduras. Casi no me di cuenta de que íbamos atravesando toda la ciudad. Después, el automóvil se detuvo, bajé y tendí la mano a Gino, diciéndole: