Nunca he podido comprender cómo podría coordinarse esta actitud suya con la adoración que me profesaba. A mi modo de ver, es imposible amar a una mujer y no respetarla, pero en aquel hombre, el amor y la crueldad parecían mezclarse y el uno prestaba a la otra su propio color y su fuerza. A veces llegué a pensar que esta singular voluptuosidad de imaginarme degradada por su culpa se la sugería su mismo oficio de policía político. Como pude saber, este oficio consistía precisamente en buscar el punto débil de los acusados, a fin de corromperlos y envilecerlos y así convertirlos en seres inocuos para siempre. El mismo Astarita llegó a decirme, no recuerdo en qué ocasión, que siempre que lograba hacer confesar, o doblegar como fuera, a un acusado, experimentaba una satisfacción particular, casi física, semejante a la de la posesión en el amor.
—El acusado es como una mujer —me explicó—. Mientras resiste, mantiene erguida la cabeza, pero una vez que ha cedido, se convierte en un harapo y puedes tenerlo en tus manos cuando quieras y como te parezca.
Y hasta es probable que ese carácter suyo tan cruel fuera innato y que él mismo hubiera elegido aquel oficio precisamente porque tenía aquel carácter y no al contrario.
Astarita no era feliz; más aún, su infelicidad me pareció siempre la más completa e irremediable que había visto, porque no se debía a motivo exterior alguno, sino a una cierta incapacidad o torpeza suya que no conseguí captar. Cuando no me obligaba a contar mis asuntos personales y de mi profesión, solía arrodillarse delante de mí, ponía su cabeza en mi regazo y se quedaba así, a veces hasta una hora, inmóvil. A mí no me tocaba hacer otra cosa que pasarle levemente una mano por la cabeza, como suelen hacer las madres con sus hijos. De vez en cuando, gemía y a veces incluso lloraba. Nunca he amado a Astarita, pero en aquellos momentos me inspiraba mucha compasión porque comprendía que sufría y que no existía medio capaz de aliviar su sufrimiento.
Hablaba con la mayor amargura de su familia: de su mujer, a la que odiaba; de sus hijas, por las que no sentía ningún cariño; de sus padres, que le habían hecho difícil la infancia y, siendo aún inexperto, lo habían obligado a un matrimonio desastroso. Casi nunca aludía a su trabajo. Sólo una vez, con una mueca particular, llegó a decirme:
—En las casas hay muchos objetos útiles, aunque no sean limpios… Yo soy uno de esos objetos, soy el basurero en el que se dejan las inmundicias.
Pero, en general, tuve la sensación de que consideraba su oficio como perfectamente honorable. Tenía un gran sentido del deber y era, según comprendí por la visita que le había hecho en el ministerio y por otras conversaciones con él, un funcionario modelo, celoso, buen guardián de secretos, perspicaz, incorruptible, rígido. Aun perteneciendo a la Policía política, confesaba no entender nada de política.
—Soy una rueda que se mueve con las otras en una máquina —me dijo una vez—. Ellos mandan y yo obedezco.
Astarita hubiera querido verme todas las noches, pero, además de que yo no quería atarme a nadie, como ya he dicho, me aburría y me dejaba incómoda con su convulsa seriedad y sus rarezas, así que, aunque me daba compasión, yo no podía retener cuando me dejaba un sincero suspiro de alivio. Por esta razón procuraba verlo pocas veces, no más de una a la semana. Esta escasez de relaciones contribuyó, desde luego, a mantener despierta y ardiente su pasión por mí. En cambio, si yo hubiera aludido al deseo de vivir con él, como no dejaba de proponerme, se hubiera acostumbrado lentamente a mi presencia y hubiese acabado por verme como era en realidad: una pobre muchacha como tantas otras. Me dio el número de teléfono que tenía sobre su mesa en el ministerio. Era un número secreto, sólo conocido por el jefe del Gobierno, el ministro del Interior, el gobernador Civil y alguna que otra personalidad. Cuando lo llamaba, contestaba inmediatamente, pero en cuanto se daba cuenta de que era yo, su voz, poco antes limpia y tranquila, se enturbiaba y empezaba a balbucear. Realmente estaba sumiso y sojuzgado a mí como un esclavo. Recuerdo que una vez le hice una caricia en la cara sin que él me la pidiera. Inmediatamente me cogió la mano y me la besó con fervor. Después, otras veces, me suplicó espontáneamente que repitiera la caricia. Pero las caricias no se hacen por decreto.
Como he dicho ya, a veces no tenía ganas de ir a la calle en busca de hombres y me quedaba en casa. Tampoco quería estar con mi madre porque, aunque entre las dos por una especie de acuerdo tácito no se hablaba de mi oficio, la conversación iba a parar siempre, entre alusiones y medias palabras, al mismo tema y en esos casos me gustaría haber hablado sin velos y en forma clara. Así, pues, me encerraba en mi habitación, advirtiendo antes a mi madre para que no me molestara y me echaba en la cama. La alcoba daba al patio; ningún ruido llegaba de fuera a través de la ventana cerrada. Dormitaba un rato, me levantaba después y daba vueltas por la habitación, entretenida en alguna pequeña tarea, ya fuera poniendo en orden las cosas o bien quitando el polvo de los muebles. Estas ocupaciones no eran más que estímulos para poner en marcha la máquina de mis pensamientos, para crearme a mi alrededor un ambiente de densa intimidad. Reflexionaba con profundidad progresiva, y al final, casi no reflexionaba en absoluto y me bastaba sentirme vivir después de tantas dispersiones y tan afanosas costumbres.
En aquellas horas de soledad llegaba siempre un momento en el que me sorprendía un intenso extravío. De pronto me parecía percibir con una clarividencia glacial toda mi vida y a mí misma como de una vez. Las cosas que hacía se desdoblaban, perdían su sustancia significativa, se reducían a simples apariencias absurdas e incomprensibles. Me decía a mí misma: «Muchas veces traigo aquí un hombre que sin conocerme me ha esperado en la noche… Cogidos el uno al otro, luchamos sobre esta cama como dos enemigos… Después me da un pedazo de papel con un color y un grabado determinados… El día siguiente cambio ese pedazo de papel por comida, vestidos y cosas semejantes». Pero tales enunciados no eran más que el primer paso en el camino de un extravío más profundo. Servían para barrer de mi alma el juicio que seguía albergando en ella acerca de mi oficio, y me representaba el oficio como una serie de gestos sin sentido, equivalentes a otros gestos de diversos oficios. En seguida, un ruido lejano de la ciudad o el crujido de un mueble en mi habitación, me producían una sensación absurda y casi delirante de mi presencia. Me repetía a mí misma: «Estoy aquí y podría estar en cualquier otro sitio… Y podría estar hace mil años o dentro de otros mil… Y podría ser negra, o vieja, o rubia, o pequeña…» Pensaba que había salido de una tiniebla sin fin y que pronto entraría en otra tiniebla igualmente ilimitada y que este breve paso estaría señalado solamente por actos absurdos y casuales. Entonces comprendía que mi angustia no se debía a las cosas que hacía, sino, más profundamente, al escueto hecho de vivir, que no era ni malo ni bueno, sino sólo doloroso e insensato.
Estas ideas me hacían estremecer de miedo, durante unos momentos. Me estremecía profundamente y sentía como si mis cabellos se revolvieran en su raíz. De pronto, era como si las paredes de la casa, la ciudad y hasta el mundo entero se desvanecieran y yo me hallara suspendida en un espacio vacío, negro y sin límites, y por añadidura suspendida precisamente con aquellos vestidos, aquellos recuerdos, aquel nombre, aquella profesión. Una muchacha llamada Adriana suspendida en la nada. Parecíame que aquella nada era una cosa solemne, terrible e incomprensible y que el aspecto más triste de toda la cuestión era precisamente presentarme en aquella nada con los modales y las apariencias con los que por la noche me presentaba en la cafetería donde me esperaba Gisella. Y no me consolaba la idea de que también los demás se movieran y actuaran de un modo igualmente fútil e inadecuado bajo aquella nada dentro de la nada rodeados de la nada. Sólo me asombraba que no lo notaran y, como sucede cuando muchas personas descubren juntas el mismo hecho, no se comunicaran sus observaciones ni hablaran de ello con más frecuencia.