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—¡Que le corte las camisas quien le parezca… Si quiere, una de sus bailarinas… Yo, aunque me cubra de oro, no se las hago!

Esta conclusión no la esperaba el director, que se quedó con la tela de las camisas enrollada al cuerpo y a la cabeza, asombrado y congestionado. Yo, entre tanto, tiraba de la manga a mi madre, y llena de vergüenza y de mortificación, estaba a punto de llorar. Ella, por fin, me hizo caso y, dejando que el director se librara de sus cortes de seda, salimos de la habitación.

El día siguiente se lo conté todo al pintor, que ahora se había convertido un poco en mi confidente. Se rió mucho de la frase del director acerca de mi disposición para futura ama de cría, y después observó:

—¡Pobre Adriana mía…! Ya te lo he dicho muchas veces… Tu error está en haber nacido hoy… Deberías haber nacido hace cuatro siglos. Los que hoy parecen defectos tuyos, entonces eran cualidades, y al revés… Ese director no se equivocaba, desde su punto de vista… Él sabe que el público quiere mujeres delgadas, con el pecho pequeño, el trasero pequeño, las caras maliciosas y provocativas… En cambio tú, sin ser gorda, estás llenita, eres morena, tienes un pecho abundante, lo mismo el trasero, y una cara dulce y tranquila… ¿Qué vas a hacerle? Por mi parte, todo está muy bien… Sigue haciendo de modelo… Después, un buen día, te casarás, tendrás muchos niños parecidos a ti, morenos, llenitos y con las caras dulces y tranquilas.

Contesté con energía:

—Eso es lo que quiero hacer.

—Muy bien —dijo—. Y ahora inclínate un poco de costado, así…

Aquel pintor, a su manera, me quería bien, y si hubiera seguido siendo mi confidente, habría podido darme algún buen consejo y muchas cosas no hubiesen ocurrido. Pero se lamentaba sin cesar de que no vendía cuadros y, por fin, aprovechó la ocasión de una exposición que le preparaban en Milán y se fue definitivamente a aquella ciudad. Como me había recomendado, seguía haciendo de modelo. Pero los demás pintores no eran tan corteses y afectuosos como él y no me sentía inclinada a hablarles de mi vida. Que, además, era una vida imaginaria hecha de sueños, de aspiraciones y de esperanzas porque, en aquel período, no me sucedía nada.

CAPÍTULO II

Así, pues, seguí haciendo de modelo, aunque mi madre refunfuñara porque le parecía que ganaba poco. En aquel período, mi madre estaba siempre de mal humor, y aunque no lo decía, yo comprendía que la causa principal de su estado de ánimo era yo. Como ya he explicado, mi madre había confiado en mi belleza para no sé qué éxitos y fortunas. Para ella, el oficio de modelo nunca fue más que el primer peldaño, después del cual, como solía decir, una cosa traería la otra. Pero aquello de ver que me quedaba en simple modelo la amargaba y casi le inspiraba rencor contra mí, como si yo, con mi poca ambición, la hubiera defraudado de una segura ganancia. Naturalmente, no me decía lo que pensaba, pero me lo daba a entender con los enfados, las alusiones, los suspiros, las ojeadas melancólicas y otros gestos no menos transparentes.

Era una especie de continuo chantaje, y comprendí entonces por qué muchas jóvenes, continuamente fastidiadas de una manera semejante por madres decepcionadas y ambiciosas, acaban un día por escaparse de casa y entregarse al primero que se presente, con tal de no sufrir aquel tormento. Por supuesto, mi madre procedía así porque me quería, pero era el amor que ciertas amas de casa manifiestan a la gallina que pone huevos, y si no pone, empiezan a palparla, a sopesarla y a calcular si no convendría matarla.

¡Qué pacientes e ignorantes somos durante la juventud! Yo llevaba entonces una vida horrible y no me daba cuenta. Todo el dinero que recibía por mis largas, fatigosas y aburridas sesiones en los estudios se lo llevaba fielmente a mi madre, y el tiempo que no pasaba desnuda, helada y dolorida, dejándome pintar y dibujar, tenía que pasarlo en la máquina de coser, con la espalda doblada y los ojos fijos en la aguja, para ayudar a mi madre en su trabajo. La noche me encontraba cosiendo todavía y la mañana siguiente me levantaba con la luz del día porque los estudios estaban lejos y las sesiones empezaban pronto. Pero antes de ir al trabajo hacía mi cama y ayudaba a mi madre en la limpieza de la casa.

Era infatigable, sumisa y obediente; y, al mismo tiempo, me mantenía siempre serena, alegre y tranquila, con el ánimo desprovisto de envidia, de rencor y de celos y, sobre todo, lleno de esa dulzura y gratitud sin objeto determinado que son la flor espontánea de la juventud. No me daba cuenta de la pobreza de la casa: una gran habitación amplia y desnuda que servía de cuarto de trabajo, con una enorme mesa en el centro, cubierta de trapos; otros trapos estaban colgados de clavos en las paredes oscuras y sin cal y unas pocas sillas rotas, con la paja del asiento hundida; una alcoba en la que dormía con mi madre en la cama matrimonial, y precisamente sobre el lecho el cielo raso tenía una gran mancha de humedad y cuando hacía mal tiempo la lluvia nos goteaba encima; una cocinita negra llena de platos y cazuelas que mi madre, descuidada, nunca conseguía fregar del todo. No me daba cuenta del sacrificio de mi vida, sin diversiones, sin amor, sin afectos.

Cuando vuelvo a pensar en la muchacha que era yo, en mi bondad y en mi inocencia, no puedo menos de experimentar una gran compasión por mí misma, al mismo tiempo impotente y dolida, como cuando se leen en ciertas novelas las desventuras que le ocurren a un personaje simpático y uno quisiera evitárselas y sabe que no puede. Pero da lo mismo. Los hombres no saben qué hacer con la bondad y la inocencia, y tal vez no es éste el menor misterio de la vida, ni con otras cualidades donadas generosamente por la naturaleza y alabadas por todos de palabra y que después no sirven más que para aumentar la infelicidad.

En aquel tiempo me pareció que mis aspiraciones de casarme y fundar una familia podrían ser satisfechas algún día. Cada mañana tomaba el tranvía en una plaza poco distante de mi casa, a la cual, entre otras construcciones, daba un edificio largo y bajo adosado a las murallas, que servía de garaje para automóviles. A aquella hora hallábase siempre en la puerta del garaje un joven que lavaba y arreglaba su coche y me miraba con insistencia. Su rostro era moreno, fino y perfecto, con la nariz recta y pequeña, los ojos negros, la boca maravillosamente dibujada y los dientes blancos. Se parecía mucho a un actor americano entonces de moda y por esta razón me fijé en él y hasta lo confundí con una persona distinta de la que era, porque iba bien vestido y se comportaba con mucha educación y propiedad. Imaginé que el automóvil sería suyo y que él era un hombre acomodado, uno de aquellos señores de los que mi madre me hablaba tantas veces. En cierto modo, me gustaba, pero no pensaba en él más que cuando lo tenía delante; después en los estudios de los pintores, el recuerdo de aquel joven se me iba de la memoria.

Pero se ve que sin advertirlo yo, con sólo las miradas, aquel hombre me había seducido, porque una de las mañanas que esperaba el tranvía en el andén, sintiéndome llamada con un siseo como se llama a un gato, me volví y vi que él, desde el coche, me hacía señas de que me acercara. No dudé un momento y con una docilidad irreflexiva que me asombró a mí misma, fui hacia él. El joven abrió la portezuela y al entrar en el coche vi que su mano, posada en el vidrio abierto de la ventanilla, era grande y tosca, con las uñas rotas y negras y el índice amarillento de nicotina, como suelen ser las manos de los hombres que se dedican a trabajos manuales. Pero no dije nada y tomé asiento en el coche.

—¿Dónde quiere que la lleve? —preguntó cerrando la portezuela.

Dije la dirección de un estudio. Noté que tenía una voz suave y me pareció que me gustaba, aunque no pude por menos de notar en ella un algo falso y amanerado. Él propuso: