—Adriana —dijo Mino haciendo un esfuerzo—, te presento a dos amigos… Tullio y Tommaso.
Noté que no decía los apellidos y pensé que los nombres serían falsos. Les tendí la mano sonriendo. El grande me dio un apretón tan fuerte que me dejó doloridos los dedos y en cambio el pequeño me la humedeció con el sudor de la suya, al tiempo que decía:
—Encantado —con un énfasis que me pareció burlón.
El grande murmuró:
—Mucho gusto.
Lo dijo con sencillez y creo que con simpatía y noté que su voz tenía una leve inflexión dialectal. Nos miramos un rato en silencio.
—Giacomo, si quieres —dijo el más corpulento— podemos irnos. Si tienes que hacer, volveremos mañana.
Vi cómo Mino se estremecía y lo miraba y comprendí que estaba a punto de decirle que se quedaran y decirme a mí que me fuera. Lo conocía bastante bien para saber que su conducta no podría ser otra. Recordé que me había entregado a él unos minutos antes: todavía tenía en el cuello la sensación de sus labios que me besaban y en la carne la de sus manos que me apretaban. No fue mi ánimo, siempre dispuesto a ceder y a resignarse, sino mi cuerpo quien se rebeló como ante un trato indigno de su don y de su belleza. Di un paso adelante y dije con violencia:
—Sí, es mejor que os vayáis y volváis mañana. Aún tengo que decir muchas cosas a Mino.
Mino objetó con aire de desagradable sorpresa:
—Pero tengo que hablar con ellos.
—Hablarás con ellos mañana.
—Bueno —repuso Tommaso bonachonamente—. Decidid, si queréis que nos quedemos, lo decís. Si es mejor que nos vayamos…
—No queremos otra cosa —acabó Tullio con su risa de siempre.
Mino vacilaba aún. De nuevo mi cuerpo, a pesar mío, experimentó un impulso agresivo:
—Mirad —dije alzando la voz—, Giacomo y yo hemos hecho el amor hace unos minutos, aquí en el suelo, sobre esta alfombra… ¿Qué haríais en su lugar? ¿Me echaríais de aquí?
Me pareció que Mino enrojecía. Desde luego, se mostró confuso y con cierto despecho volvió la espalda y se acercó a la ventana. Tommaso me miró a hurtadillas y después dijo sin sonreír:
—Entendido… Nos vamos… Entonces, Giacomo, hasta mañana a la misma hora.
En cambio, mis palabras parecían haber impresionado al pequeño Tullio. Me miró fijamente, con la boca abierta, abriendo mucho los ojos tras los gruesos cristales de sus gafas. Desde luego, nunca había oído a una mujer hablar de aquella manera, con tanta franqueza, y en aquel momento mil sucios pensamientos debían de enredarse en su mente. Pero el grande lo llamó desde la puerta:
—Tullio, vámonos.
Y él, sin apartar de mí los ojos asombrados y ansiosos retrocedió hasta la puerta y salió.
Esperé que hubieran salido y me acerqué a Mino, que se había quedado junto a la ventana, de espaldas a la habitación, y le pasé un brazo por el extremo de su cuello:
—Apuesto lo que quieras a que en este momento no puedes sufrirme.
Se volvió lentamente y me miró. Había ira en sus ojos, pero a la vista de mi rostro, que debía de tener un intenso gesto de dulzura, lleno de amor y, a su manera, inocente, su mirada se transformó y dijo con un tono discreto y casi triste:
—¿Estás satisfecha ahora? Ya tienes lo que deseabas.
—Sí, estoy contenta —dije, abrazándolo con fuerza.
Se dejó abrazar y preguntó:
—¿Qué es todo eso que tienes que decirme?
—Nada —contesté—. Quería estar contigo esta tarde.
—Pero dentro de poco cenaré —repuso—. Y ceno aquí, con la viuda Medolaghi.
—Pues bien, invítame a cenar.
Me miró y sonrió por mi atrevimiento, pero cohibido:
—Está bien —concedió paciente—. Voy a avisar… ¿Y cómo quieres que te presente?
—Como quieras… Una pariente.
—No, te presentaré como mi novia… ¿Quieres?
No me atreví a demostrarle cuánto me gustaba esta propuesta. Respondí, fingiendo indiferencia:
—Por mí, con tal de que estemos juntos…
—Aguarda, vuelvo en seguida.
Salió y yo me dirigí a un rincón de la sala. Me levanté el vestido y me arreglé la combinación, que con el ajetreo del amor y la repentina llegada de sus amigos había quedado en desorden. En un espejo sobre la pared de enfrente vi mi pierna larga y perfecta, enfundada en seda, y me hizo un curioso efecto entre todos aquellos muebles viejos y en medio de aquel ambiente cerrado y silencioso. Me acordé de cuando hacía el amor con Gino en la villa de su señora y del robo de la polvera y no pude por menos de comparar aquel momento ya lejano de mi vida con éste. Entonces había experimentado una sensación de vacío, de amargura y de deseo de vengarme, si no directamente de Gino, del mundo que por medio de Gino me había ofendido tan cruelmente.
Ahora, en cambio, me sentía contenta, libre y ligera. Una vez más comprendí que amaba verdaderamente a Mino y que no me importaba que él no me amase.
Me arreglé el vestido, fui ante el espejo y me compuse el cabello. A mis espaldas se abrió la puerta y entró Mino.
Esperé que se acercara para abrazarme por detrás mientras me miraba al espejo. Pero fue a sentarse al fondo del salón, en un canapé.
—Ya está —dijo encendiendo un cigarrillo—. Han puesto un cubierto más. Dentro de un momento iremos a la mesa.
Fui a sentarme a su lado, pasé un brazo bajo el suyo y me ceñí a él.
—Esos dos amigos tuyos —murmuré al azar— eran los de la política, ¿verdad?
—Sí.
—No deben de ser muy ricos.
—¿Por qué?
—Por lo menos, a juzgar por su modo de vestir…
—Tommaso es hijo de un granjero nuestro. El otro es maestro de escuela.
—No me es simpático.
—¿Quién?
—El maestro… Es sucio y me ha mirado de un modo muy especial cuando he dicho que había hecho el amor contigo.
—Se ve que le has gustado.
Permanecimos en silencio un largo rato. Después, dije:
—Te avergüenzas de presentarme como novia tuya… Si quieres, me voy.
Sabía que éste era el único medio de arrancarle algún gesto afectuoso: haciéndole chantaje con la acusación de que se avergonzaba de mí. Y, en efecto, me pasó inmediatamente un brazo alrededor de la cintura y dijo:
—Te lo he propuesto yo mismo. ¿Por qué iba a avergonzarme de ti?
—No lo sé… Veo que estás de mal humor.
—No estoy de mal humor. Estoy aturdido —replicó en un tono casi científico—. Es porque hemos hecho el amor. Dame tiempo para rehacerme.
Noté que aún estaba muy pálido y que fumaba con disgusto.
Y dije:
—Tienes razón. Perdóname, pero eres siempre tan frío que me haces perder la cabeza… Si fueras diferente, no habría insistido tanto por quedarme.
Dejó el cigarrillo y dijo:
—No es verdad que sea frío.
—Sin embargo…
—Me gustas mucho —prosiguió mirándome con atención—. Y la prueba es que no he resistido como hubiera querido.
Esta frase me gustó y bajé los ojos, sin decir palabra. Giacomo siguió:
—Pero supongo que, en el fondo, tienes razón y que eso no puede llamarse amor.
Sentí una congoja y no pude por menos de murmurar:
—¿Y qué es para ti el amor?
—Si te hubiera amado —dijo— hace un momento no habría deseado echarte de aquí, y además no me hubiera disgustado al querer quedarte tú.
—¿Te has disgustado?
—Sí… y ahora hablaría contigo, estaría contento, ligero, suelto, de buen humor… Te haría caricias, cumplidos, te besaría, haría proyectos para el futuro.. ¿No es todo esto el amor?